Se apaga la pantalla al fondo del escenario. El atuendo de Björk -un traje que recuerda los atavíos de los personajes en los carnavales norteños, confeccionado con parches brillantes verdes, rojos y amarillos, flecos y unos cuernos dorados a modo de tocado- resplandece en contraste con la penumbra azul en la que está sumida la orquesta de cuerdas del Teatro Colón. La luna entera, llena, casi excesiva, asoma por el lado izquierdo de la inmensa estructura que sostiene el espectáculo. Comienzan los primeros acordes de “Jóga”, esa balada que cita con tanta vehemencia el acertijo que puede llegar a ser el amor, y los breves momentos explosivos de satisfacción cuando se siente que es posible resolverlo. La voz de Björk corta la noche como un cuchillo. La segunda cita del Primavera Sound toca su punto más alto y todos confluyen en ese estado de emergencia al que la música también es capaz de llevar.

Esa canción de Homogenic habla de “paisajes emocionales”. En muchas entrevistas, la cantante islandesa se refirió a su música como el vehículo que encontró para expresar sus emociones. Si se hace extensiva esa definición a la creación artística en general, es posible concluir en que cada música lleva consigo los paisajes emocionales de los y las artistas que las crearon, en el momento en que fueron compuestas y también cada vez que son interpretadas. En esa línea, se podría describir la fecha del miércoles del festival que nació en Barcelona y que tiene en Buenos Aires su primera edición este año como una sucesión de paisajes bien diferentes, que cerró con el concierto de cuerdas y voz con el que Björk encontró nuevos rumbos para las canciones de su repertorio.

Feli Colina.


Voces y más voces

La encargada de abrir la jornada fue Feli Colina, que aportó los colores ocres, dorados y verdes de un atardecer montañoso con su propuesta de canción con elementos de raíz, que incluyó versiones de “Trigal”, de Sandro, y “Carnavalito del duende”, del Cuchi Leguizamón. Inmediatamente después, la atmósfera viró a dancefloor, el aire se tiñó de rosa chicle y burbujas y todo el mundo se puso a mover la patita con el set synthpop de Javiera Mena, que invitó a una fiesta interminable a la luz de la luna, aunque el sol todavía brillaba de lleno en el predio de Costanera Sur. La sugerente “Isla de Lesbos”, de su último disco, Nocturna, sentó las bases de lo que sería una lista compacta y aplicada a un solo fin: la incitación a dejarse llevar por el ritual y bailar. Mención muy especial a la versión de “Me gustas tú”, con flauta traversa y guitarra acústica, y el final en plan discoteca descarriada con los “¡acaba así!” de “Espada”.

Llegó el turno de Julieta Venegas y es en este punto que surge preguntarse ¿cuál fue el criterio curatorial de esta fecha? ¿Hay algo, además de su condición de mujeres, que justificara la selección de este grupo de artistas? ¿Qué tienen en común las propuestas de Venegas, la de Mena y la de Björk? ¿Apuntan a las mismas audiencias? El paisaje emocional de la mexicana es colorido y tranquilizador. Durante una hora, que coincidió con la puesta de sol a espaldas del público, la artista mexicana paseó por su repertorio, tocó temas nuevos, se colgó el acordeón, la guitarra, se sentó en el teclado, conversó, se emocionó, dio un show contenido, sintético, de puro pop latinoamericano, que incluyó éxitos como “Me voy” o “Limón y sal”, lanzamientos de este año como “Nostalgia” y “Caminar sola” y el estreno de “Te encontré”.

Julieta Venegas.


La hora del hechizo

Y entonces llegó Björk.

Tan esperada. Tan excepcional. Hace años que esta artista viene incursionando con los arreglos de cuerdas en sus canciones. El coqueteo se remonta a sus primeros discos (de hecho, los de “Jóga” para este show fueron inspirados en los de la versión original), pero ya para Vulnicura y Utopia el vínculo con esa sección se tornó central en sus composiciones. La propuesta de este concierto, Björk Orkestral -en el que invita a orquestas de cada país que visita a tocar sus temas-, giró en torno a ese fin: transformar esos paisajes emotivos de otros momentos de su vida y adaptarlos a la sensibilidad que transita hoy. Entonces, aquello que en otro momento fue explosivo en sus beats electrónicos hoy es expansivo en las posibilidades interpretativas de la voz y de una orquesta que va mutando en cielo, bosque, fuego y hielo. Y a veces todo a la vez.

La cacofonía de las cuerdas afinando cesó y el silencio en el predio fue total antes del estallido de aplausos con la salida de la cantante a escena. Un duende/ demonio/ aparición. Tan pequeña y tan enorme. La expresión del rostro tras el maquillaje extravagante se adivinaba por momentos: pícara, risueña, con un humor como de otro planeta. Comenzó “Stonemilker”, ese canto desesperado a la falta de comunicación, y el predio entero se sumió en el hechizo que duró poco más de una hora. Las cuerdas pellizcadas en “Aurora” dieron cuenta del sonido del alba, en una operación que se repitió a través de todo el concierto: la del sonido de los instrumentos usado de manera escultórica. 

Por momentos, los aspectos melódicos de los arreglos se volvían sinuosos, o cedían para transformarse en voces que producían una narrativa propia. La puesta -la musical y la de luces- fue de una sutileza que lamentablemente no tuvo su correlato en el entorno. Seguramente en un teatro y con el público sentado el efecto habría sido más contenido, impenetrable. Pero el mercado manda. Y el show debe continuar. “You know that I adorrrrrrre you”, cantó con su característico acento en “Come to you”, de Debut, el primer hitazo de la lista, en una versión que bien podría haber sido la de un tema Bond.

“Freefall” fue la única canción del flamante Fossora que brindó esta noche. “¿Qué pasa?”, arengó en castellano y entre risas antes de arrojarse por completo a “Hunter”, de Homogenic, con el fondo del escenario teñido de violeta -una capa más de sentido: la de los humores impresos y proyectados desde la pantalla-, y el particular efecto de percusión en las cuerdas más graves de la orquesta. Un contrapunto de luces y sonidos encontró al público cantando los “nananananá” de “Isobel” tímidamente, como no queriendo molestar. En “Quicksand”, los músicos tuvieron a su cargo los devaneos de una mujer con el corazón roto y sin saber muy bien qué hacer, mientras una luz naranja los iluminaba desde atrás y los convertía en una escenografía humana y musical. 

El final con “Hyperballad” y el bis, ”Pluto” -que Björk bautizó “strings techno”-, cerraron ese recorrido por los paisajes emocionales del hoy de esta artista. Espesos, volátiles, épicos, íntimos, tenebrosos, felices, de otro mundo y tan de este.

Javiera Mena.