El libro de Lucas Martinelli es una poderosa y original invitación para revisitar películas del cine argentino con el fin de repensar las formas narrativas de la exclusión; puntualmente, las formas con que fueron representadas las sexualidades queer (tal la expresión del autor) junto a otro espectro de vidas; todas ellas predicadas por miradas hegemónicas que construyen inferioridades, caricaturas o que aparecen borroneadas por el silencio y la invisibilidad. El período analizado comienza con la renovación estética de la década del sesenta y culmina en la actualidad.
Es preciso resaltar la acción de la “revisitar” porque la intención del autor es volver sobre obras que han merecido una atención poco sutil por parte de la crítica y porque también cree que el cine –a contrapelo de visiones apocalípticas aún vigentes- puede ser una herramienta de transformación social. Cada nuevo visionado podría ser una nueva visión/versión de lo que vimos (o de lo que fuimos capaces de ver) y ese acto posterior tal vez podría ampliar la potencia de lo posible, que es como decir las posibilidades de lo vivible.
Una bella anécdota ilustra la concepción de cine que alienta el trabajo del autor. Cuenta que un amigo lo invitó a ver una película, se trataba de algo sobre homosexuales. Era el año 2005, tenía diecisiete años y aún no había manifestado su orientación sexual en público. En la sala de proyección hubo algo en aquellas imágenes que lo interpeló a querer vivir entre sus texturas. Escribe: “un descenso por los sótanos daba lugar al éxtasis, y la vuelta a la superficie desprendía caminatas placenteras por la ciudad que me ubicaban allí, errante, perdiéndome entre luces irisdiscentes. Me sorprendió una manera de mostrar las cosas: los encuentros entre los personajes no presentaban ninguna culpa, sino que eran vividos desde el goce como invitaciones a experiencias nuevas. Las palabras del narrador acompañaban un proceso de exploración que me dio ánimos para salir y compartir con otros lo que me pasaba. Un año sin amor (2005), de Anahí Berneri, puso en escena ante mis ojos la fricción entre la asunción de la propia sexualidad y la falta de entendimiento del entorno familiar. Ese modo de construir la circulación del deseo entre los cuerpos fue para mí la llave a una afirmación sobre mi propia subjetividad, la apertura de una manera distinta para pensarme”.
Justamente, es ese tipo de imágenes afirmativas y a contracorriente las que Martinelli va a buscar en las películas que nos presenta en el libro, con la expectativa de que puedan oficiar como un espejo para lxs habitantes de moralidades sociales minoritarias. Pero para realizar tal tarea es preciso tener una vocación y una convicción: somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotrxs, como pensaba Jean Paul Sartre; una convicción nada fácil de sostener en momentos en que las imágenes de las “víctimas” se llevan puesta la capacidad de rebeldía de lxs sujetxs que padecen los infortunios.
Martinelli demuestra (y muy bien) la profundidad de su convicción. En efecto, visto en su conjunto, el libro argumenta desde una matriz de pensamiento que se opone al sentido común de la opresión: incita a ver potencia donde se creía que había inercia, a ver sujetxs que resisten donde se creía que había solo víctimas, e inclusive a ver alianzas entre marginadxs donde sólo se veían sufrimientos solitarios; ese tipo de alianzas que son producto de las famosas “tretas de los débiles” sobre las que Josefina Ludmer escribió hace ya cuarenta años.
El análisis de las películas se estructura en base a dos grandes figuraciones simbólicas. La primera es la de la “reclusión”, que el autor divide en la “reclusión sanitaria” (Crónica de un niño solo, 1965 y La Raulito, 1975) y la “reclusión disolutoria” (Habeas Corpus, 1986 y Yo, la peor de todas, 1990). La segunda es la del “extravío”, que incluye como subfiguras lo “migratorio” (Bolivia, 2001 y La león, 2007), el “yire” (Vagón fumador, 2001 y Ronda nocturna, 2005) y lo “criminal” (Vil romance, 2008 y Fango, 2012).
En la primera parte del libro, dedicada a la reclusión, los modos de lo sanitario y de lo disolutorio dan al autor posibilidades de pensar en los imaginarios sociales sobre la sexualidad y el género que podían verse reflejados y transgredidos en los filmes. Para Martinelli, la reclusión sanitaria entendida como el encierro que amolda el cuerpo en aras de una reinserción futura es desobedecida por medio del reconocimiento horizontal que producen los lazos de la amistad.
Allí aparece el niño queer que es violado por otros niños en medio de la naturaleza en Crónica de un niño solo pero, justamente, no aparece solo. Polín, el protagonista de la película, le tiende una mano luego de haber registrado el horror de la escena. Polín, por su parte, ya venía registrando sus propios horrores, los del encierro y la humillación penitenciarias de las cuales la narración no lo libera.
Y sin embargo, sobre el final, cuando la policía pretende devolverlo a ese lugar infernal, mira a la cámara como con un gesto de conciencia (y de denuncia) que aúna su situación con la del otro niño. Y también reencontramos a la Raulito y su amiga Medio Pollo (una niña de la calle) huyendo de la policía que se hace presente –ensordecedora- con sus sirenas en la playa. Aquí la transgresión consiste correr dentro de un espacio sin límites, teniendo como techo el cielo, aferrándose a la mano de la amiga de la calle, tapándose las orejas para no escuchar más a la ley y, en cambio, escuchar desde su interior voz de una identidad de género tan indescifrable como castigada por la sociedad.
A continuación, el capítulo de la reclusión disolutoria abrió un camino en la reflexión estética sobre los enlaces entre la dictadura, las sexualidades queer y la subjetividad feminista. Interpela en particular el análisis de Yo, la peor de todas, y la posibilidad de invertir la representación del encierro como lugar de resistencia, como palanca para la exploración de la subjetividad de la protagonista a través de la escritura. Añade Martinelli: en Yo, la peor de todas, “la emancipación se da por medio de la progresiva sumisión de Sor Juana en las penumbras; la forma de su caída y su disolución son el modo en que tiene el filme de realizar un llamamiento a la liberación femenina. Su sacrificio es el reflejo del lugar en el que las mujeres no deberían estar”.
En la segunda parte del ensayo, vertebrada en torno a la figura simbólica del extravío, en los modos de lo migratorio, el yire y lo criminal también aparecen las sexualidades queer en notoria proximidad con otras vidas precarizadas por etnicidad y clase social, sugiriendo la existencia de alianzas de bajo perfil listas para transgredir o, al menos, para soportar con conciencia hasta que se pueda el peso de normas de sumisión de procedencia diversa.
En el bar-parrilla de Bolivia, se dan cita un inmigrante boliviano recién llegado, una inmigrante paraguaya que ya se quiere volver al terruño originario, y un migrante interno gay (cordobés) un tanto resentido que tienen que convivir con las miradas torcidas del patrón y de un taxista que desencadena una tragedia; algo que hacía prever tufo racista de la parrilla.
En Ronda nocturna, las sexualidades queer errantes y deseosas de un no-lugar, aparecen surcando una ciudad que niega todo lugar a los cartoneros en medio de una crisis económica sin antecedentes y, simultáneamente, en medio de un proceso político de igualación legal de las sexualidades no-heterosexuales. Un contrapunto (el legal y el social) que Martinelli se preocupa por destacar en varios pasajes del libro. En Vil romance, la crudeza de las desigualdades de clase aparece como telón de fondo para contar la historia entre un joven queer y un señor mayor que él, vendedor de armas y machista, dueño de una violencia física y verbal escalofriante. Sobre el final, ante la insoportable tensión, serán dos mujeres (la hermana y la madre) quienes liberen al joven a través de un crimen restitutivo de dignidad.
Pocas veces he leído un libro que combine tanta intensidad política con tanta sensibilidad ante los detalles mínimos, que lleve a pensar densas cuestiones de reconocimiento comunitario a partir del realce de fragmentos microscópicos. Y es que Lucas Martinelli piensa que allí donde aún no hay rostro o una voz con un rango de humanidad puede llegar el cine para realizar operaciones que se dirijan hacia ese fin. Así, el arte y la política demostrarían que tienen en común la capacidad de crear disenso y de modificar las coordenadas del mundo en común.
Rondas nocturas, de Lucas Martinelli, junto a El cine como eco, de Fernando Varea, se presentan el jueves 17 de noviembre a las 19 en el Microcine de la ENERC, Moreno 1199. Se trata de la presentación oficial de los libros ganadores de la 4º edición del Concurso Nacional y Federal de Estudios sobre Cine Argentino – Biblioteca ENERC INCAA.