Lejos quedaron aquellos tiempos en los que Lionel Messi, ya encumbrado como un jugador-leyenda del fútbol internacional, no hallaba la paz necesaria para desplegar su repertorio en la Selección Argentina. Descollaba en Barcelona, coleccionaba títulos de Champions y no tenía más espacio para atesorar balones de oro. Pero cada vez que volvía para representar al pais su semblante parecía apagado.

La presión lo carcomía: apenas pisaba la concentración argentina, sea cual fuere el momento, ya sentía el peso sobre sus espaldas. El ecosistema futbolero, en cada rincón del planeta, no dejaba de preguntarse por qué el mejor jugador del mundo se calzaba la camiseta albiceleste y no rendía como en Europa.

Messi se cargó el lastre de conductor todoterreno casi por obligación. Hasta Maradona creyó que su zurda podía resolver en nombre de todo un equipo. El Diego técnico pensó que Messi podía tirar el centro y cabecear. Así lo pagó en Sudáfrica. Pero el precio en general fue bastante más caro: la Selección dilapidó ciclos enteros con Messi en estado de gracia. Más de una década. Cuatro Mundiales. Nadie lo supo rodear. Mucho menos lo pudieron contener. Hubo alguna excepción, como aquel subcampeonato en Brasil con Sabella, una etapa en la que el entrenador, acaso con cierto éxito, decidió inmolarlo en pos de una filosofía.

En el epílogo de su carrera, sin embargo, apareció un nuevo Messi. Y no es un caprichoso resultado del azar. Es el producto de un método que, en sus inicios, fue resistido, rechazado y hasta banalizado. La llegada de Lionel Scaloni a la dirección técnica fue una contingencia: único sobreviviente del espantoso período de Sampaoli, en el que fue ayudante, soportó el aluvión mediático, encaró la renovación generacional tras la acumulación de fracasos y, en pocas palabras, le puso orden al desorden.

El punto de inflexión fue la Copa América de 2019: luego de algunos amistosos como interino y respaldado por Claudio Tapia pese a los piedrazos de los sectores más potentes del periodismo, que lo tildaban de inexperto mientras aguardaban con ansias sus errores, Scaloni comenzó a moldear su proyecto en aquel certamen en Brasil. El soporte de Rodrigo De Paul, la distribución de Leandro Paredes, el gol de Lautaro Martínez, todo mientras germinaba la primera semilla del nuevo Messi.

Capitán sin voz, empezó a hablar. Figura sin reclamos fuera de la cancha, se plantó frente al poder. Hasta entonces había sido un líder por capacidad, pero en ese momento añadió una suerte de conducción desde la faceta emocional. Sin dejar de jugar a la pelota, expuso su ira como nunca. En la semifinal contra Brasil sintió que le robaron algo y disparó contra la Conmebol: “Nosotros no podemos ser parte de esta corrupción; nos faltaron el respeto”. Y llegó la factura: en el choque por el tercer puesto vio la roja tras una avivada de Medel. El costo extra por semejante denuncia.

Aquella muestra gratis configuró la génesis del nuevo Messi, ahora constituido en un futbolista integral de 35 años que, orbitado por ruedas de auxilio y contenido en términos espirituales, parece liderar un equipo que lo acompaña en la esencia más pura: el juego. El inexperto Scaloni logró lo que no pudo ninguno de sus predecesores con vasto recorrido: la felicidad del astro en la vuelta a las bases para conmover a todo un pueblo futbolero.

La metamorfosis en la matriz de la Selección acompañó la madurez de Messi. Atrás quedaron 28 años de sequía: llegaron la conquista de la Copa América en el Maracaná y el triunfo en la Finalissima de Wembley. El Mundial de Qatar representa la continuidad de las formas y exhibe al capitán como un emblema en plenitud, fruto de una construcción deliberada.

"No sé si es el momento más feliz de mi carrera pero me siento muy bien. Me agarra con otra edad, más maduro, y trato de disfrutar cada momento al máximo. Antes no lo pensaba tanto: jugaba tan seguido que no me daba tiempo de disfrutar. Sólo pensaba en el siguiente partido. Hoy quiero aprovechar el momento", reflexionó un Messi existencial antes de debutar en su última Copa del Mundo.

Después del cachetazo ante Arabia Saudita, fiel a su nueva dimensión, salió a dar la cara: "Que la gente confíe; este equipo no los va a dejar tirados". Messi juega y hace jugar. Sus compañeros lo impulsan. Messi resuelve los cerrojos en partidos de sumo riesgo con jugadas de otro mundo, como con el estiletazo frente a México. Y Scaloni lo retribuye: "Es emocionante verlo así a Leo. Los jugadores entienden el mensaje: a veces dominás el partido, a veces tenés que ir a la guerra, presionar, correr, defender. Eso es lo que transmite este equipo".

Messi, en efecto, emociona hasta las lágrimas. Millones de seres humanos moquean con una actuación imperial contra Australia. Ellos pertenecen a la Commonwealth y comparten vínculos históricos con Reino Unido. De este lado, con inmensa mayoría en el estadio Ahmed bin Ali, retumba: "El que no salta es un inglés". El partido está chivo. No sucede nada. Hasta que sucede Messi. Alterado por un cruce con el lateral izquierdo Behich, el genio frota la lámpara. Con el enojo a flor de piel acomoda la pelota con sutileza a un costado del arquero australiano Ryan. Y se hace dueño del partido. Y se retroalimenta con su gente.

Messi siente. Messi piensa. Messi juega. Messi, sobre todo, contagia. Sus compañeros dejan todo por la supervivencia ante los imprevistos que esconde una Copa del Mundo, incluso en los partidos de amplio dominio: Lisandro Martínez ensaya un cruce salvador al estilo Mascherano contra Robben y Dibu Martínez estira su propia Mano de Dios para impedir el alargue.

Messi parece brillar como si recordara, cada segundo, que Qatar se trata de su último Mundial. Messi es la piedra preciosa de un grupo solidario que lo tiene todo. Messi es el producto de un proceso que, liderado por Scaloni, confluye humildad, sensatez, prudencia, convicción, cabeza, mística y espíritu de potrero. El nuevo Messi invita a soñar porque, en definitiva, es el mejor Messi.

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