Era la mañana del 9 de julio de 2014. La Selección Argentina, dirigida por Alejandro Sabella, jugaría en cuestión de horas la final de la Copa del Mundo ante Alemania en el Maracaná. Ángel Di María había sufrido un desgarro en el muslo derecho en el triunfo ante Bélgica en cuartos de final.

Aquel día se levantó muy temprano y, mientras ponía hielo en su pierna, recibió una carta de Real Madrid, el dueño de su pase. La hizo pedazos sin leerla. Había conseguido que el dolor desapareciera con antiinflamatorios y pensaba infiltrarse para jugar la final.

El Merengue presionaba: no podían vender a un jugador lesionado. "El único que decide soy yo. Si me rompo déjenme que me rompa", le dijo al cuerpo técnico. No jugó y Argentina perdió. Fue el día más difícil de su vida.

Miembro de la última generación dorada del fútbol argentino, Di María fue ladero de Lionel Messi en las mil finales perdidas con la camiseta de la Selección. Brillaba en Europa pero tenía la misma dolorosa espina que la Pulga: no podía ganar torneos de mayores para su país.

Pasó el puñal de Brasil 2014 y los dos consecutivos en finales de Copa América. Pasó el fracaso anunciado en Rusia y, semanas después, tomó el mando Lionel Scaloni, un técnico sin experiencia grande, apuntado por su falta de rodaje y encomendado a encarar la renovación de una camada brillante sin corona.

Un suceso de su ciclo marcó la vida de Di María: de gran despliegue en el PSG francés, quedó marginado de la convocatoria para las eliminatorias de octubre de 2020. Sintió que algo se había roto en su interior: "Deseo con toda mi alma volver a vestir la camiseta de Argentina. No sé si llegaré a este nivel al Mundial pero daré todo hasta que no pueda más para estar en la Selección. Amo estar ahí. Me hago el duro con mis hijas y mi mujer pero por dentro me mata, me liquida no estar".

Podía tener todo en Europa, ser una estrella mundial, pero quería pelear hasta el final en la Selección por extirpar aquella espina. Era una de las razones de su vida. Un mes después Scaloni volvió a llamarlo y, desde entonces, Fideo se convirtió en una pieza indispensable para un equipo que empezaba a enamorar. Indispensable en su definición más concreta: no hay otro jugador tan desequilibrante en ataque.

La reivindicación personal englobó tres momentos cumbre para recuperar lo más profundo de la esencia del fútbol argentino: la gambeta, el arte y la dinámica de lo impensado. Desordenar el orden defensivo rival es un oficio infrecuente.

Di María desquició a Brasil en la final de la Copa América en el Maracaná. Repitió en Wembley ante Italia, el campeón de Europa. Y reapareció, tras un problema en el cuádriceps, para descomponer a Francia, el campeón del mundo, en la final del mundo. Fue la carta imparable de Scaloni para bailar en un primer tiempo mágico. Argentina sufrió cuando salió Di María. El drama lo consumió una vez en el banco: rompió en llanto.

Pero hubo epílogo soñado: "No tengo palabras para agradecerle a Dios por la revancha que me dio. El Maracaná, Wembley y lo de ahora. Cuando salí y estaba en el banco le recé 200 veces para que se nos diera". Vaya manera de quitarse una espina.

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