Aquel día había 54.453 personas en el Foxboro Stadium, en Boston. Era el sábado 25 de junio de 1994. La Selección Argentina había revertido el resultado ante Nigeria, se imponía 2-1 y un resucitado Diego Maradona cuidaba la pelota como nunca antes.
Los últimos minutos de aquel encuentro fueron fruto genuino del arte: oxígeno para el equipo, pelota bajo la suela, gambetas, pausa, tacos, hasta una rabona. Encanto y brujería. Magia. Aquellos instantes fueron el producto de la estadía en el campo El Marito, en la Pampa, junto al inseparable Fernando Signorini. También fueron, sin que nadie lo supiera entonces, los minutos finales de Diego con la camiseta albiceleste. Acaso la mayor obra de su vida, por contexto y recorrido, quedaría inconclusa.
Aquella Selección Argentina transitaba los primeros pasos en la Copa del Mundo de Estados Unidos como viaja el sonido en armonía de un violín: el equipo de Alfio Basile parecía bailar al compás de la pelota. Todas las piezas encajaban alrededor de Maradona.
La opinión pública no tenía dudas: Argentina avanzaba rumbo al título. Había debutado con una demostración total frente a Grecia, con un Diego de casi 34 años, ya revitalizado, con el cuero curtido tras mil batallas extradeportivas, que prometía recobrar la versión 1986. No parecía broma: el triunfo 4-0 incluyó una maravilla que finalizó tras un cañonazo nacido en su zurda y un grito de guerra frente a las cámaras.
Después vino Nigeria. Y luego vino el derrumbe. La aparición de Sue Carpenter para llevar de la mano a un Diego sonriente rumbo al infierno. Las teorías conspirativas. La presencia insoslayable de Joao Havelange. La confusión de Daniel Cerrini con los suplementos. ¿Ripped Fast o Ripped Fuel? Ya no importaba: había efedrina. El sueño quedaba trunco. El llanto de todo un país.
Hubo que esperar más de 28 años para que aquella obra de arte fuera concluida. Y hubo que cruzar el mundo de punta a punta: en Qatar, en el desierto, el dueño del pincel que la completó fue Lionel Messi. El partido de Boston contra Nigeria se reeditó en el estadio Áhmad bin Ali, en Doha, con diferente rival y en otra instancia: la Argentina se impuso 2-1 ante Australia y se metió en los cuartos de final.
Aquel 3 de diciembre, también sábado y en el promedio temporal de su último Mundial, Messi se mostró en plenitud y pareció haber reencarnado, en términos abstractos, en el último Maradona: manejó momentos, espacios, táctica y dinamismo de una Selección que, luego del inesperado descuento australiano, lo necesitó en su versión más armónica. El aura de Diego y la vitalidad de Lionel: pelota bajo el botín, aparentó detener el tiempo mientras, en realidad, buscaba que trascurriera sin que sufrieran los pulmones de su equipo.
Doha, sin embargo, no fue Boston. No hubo quiebre. No hubo final. Al menos no lo hubo hasta el verdadero epílogo, dos semanas más tarde contra Francia. Porque, en el medio, no hubo enfermera. No fue testigo Havelange. No estuvo Cerrini. La obra no fue interrumpida: Messi, con 35 años, fluyó como si tuviera 24 en el primer Mundial sin la presencia de Diego en el plano físico. Creer o reventar, al cabo. Sí llegaron, como caprichosa similitud, las lágrimas de un país. Pero no prevaleció la tristeza: cinco millones de personas abrazaron al capitán y sus compañeros en un suceso inédito en la humanidad. La Argentina rebalsó de felicidad. No hubo quien le cortara las piernas a Messi.