Aún es pequeño el grupo de hijxs de represores que se atreven a salir a lo público, en repudio a los crímenes cometidos por sus padres. Empezaron a reunirse este año. Respetan los tiempos de cada nuevx integrante. El peso de haberse criado bajo las órdenes de un genocida, y en una familia formada bajo cabeza de un torturador, no es algo que se pueda describir con palabras. En un hogar gobernado por una voz única, por varón portador de arma de fuego que resuelve las discusiones con mano dura y somete a las mujeres a actuar una fantasía de Señor feudal, es complejo imaginar una hija lesbiana. Liliana Furió y Patricia Isasa se criaron en las décadas del 60 y 70 en esa clase de hogar, y desde adolescentes intentaron resistir las órdenes de esos padres. Con diferentes costos: Liliana vivió encerrada en edificios militares, con problemas de conducta, sin poder conceptualizar y verbalizar lo que le ocurría; Patricia, arrojada a campos de concentración para que militares y policías le corrijan la rebeldía. Por ahora, son las únicas lesbianas en el colectivo Hijos e Hijas de Genocidas por la Verdad, la Memoria y la Justicia. 

“Te van a venir a buscar. Si tenés material subversivo, quemalo ya’. No me olvido más de esas palabras. Fue el 22 o 23 de julio de 1976. Mi viejo dijo eso y me dejó encerrada en casa. Estuve una semana bajo llave. Mi madre fue cómplice de esa situación. El 30 de julio, me llevaron”.

Su padre nunca se lo confirmó, pero Patricia Isasa (hoy 57) sabe que él la entregó al II Cuerpo de Ejército. Hasta ese día era una adolescente de 16 años, estudiante de la Escuela Industrial Superior de Santa Fe. Pacifista y medio hippie, militaba en la Unión de Estudiantes Secundarios (UES). “Me gustaban más mis compañeras de colegio que mi novio. Nunca se los pude expresar ni lo pude vivir, pero lo sentía. Con Luciano éramos más amigos que novios”. El padre, Miguel Ángel Isasa (1923-2011), era un empleado del Banco Nación de Santa Fe que colaboraba con el Servicio de Inteligencia del Ejército,`al menos desde los años de la Triple A. En 1955 participó como comando civil de la Revolución Libertadora.

Liliana Furió (54) nació en General Alvear, Mendoza. Es cineasta y una de las iniciadoras del grupo de hijxs que repudian a sus padres represores. Cuando salga esta nota, estará en Berlín con su esposa Julie, preparando la presentación de su película Tango queerido, en Alemania y Grecia. “La primera vez que pregunté a mi padre por la represión de los 70, respondió: ‘En cualquier guerra hay excesos. En Mendoza no fue como en Buenos Aires’. Claramente no me quise quedar con esa respuesta”.

El padre militar se llama Paulino Furió (1933- aún vive, en prisión domiciliaria y con demencia senil). Ex jefe de Inteligencia de la VIII Brigada de Infantería de Montaña, en Mendoza. Culpable, entre otros crímenes de lesa humanidad, del asesinato del poeta Francisco “Paco” Urondo. El teniente coronel (R) Furió operó al menos desde los días del Cordobazo.

Des-obedeciendo 

En marzo de 2016, Sudamericana edita el texto Hijos de los 70 (de Carolina Arenes y Astrid Pikielny), que compila testimonios y entrevistas a hijxs de represores e hijxs de víctimas de la represión. Liliana Furió compra este libro y se encuentra con el relato de Analía Kalinec, hija del comisario de la Policía Federal Eduardo Emilio Kalinec, también condenado.

“A los pocos días, contacté a Analía. Nos reunimos y desde entonces no nos separamos. Al comienzo intentamos articular algo, en mucha soledad. Ella me invitó a un grupo integrado por varixs de lxs hijxs del libro, nos encontrábamos y discutíamos con hijos de otros represores que defienden a sus padres. Pero nunca llegamos a estar cómodas en ese grupo al que sentíamos que no pertenecíamos”, cuenta Liliana. Arrastra los efectos de una gripe fuerte desde hace quince días. Casi no puede hablar.

“Nuestra intención nunca fue poner ‘un manto de piedad’ a todo esto. Queremos verdad, memoria y justicia, articular con los organismos de derechos humanos. En estos meses, se dio una serie de circunstancias que nos llevó a reunirnos con otrxs hijxs de represores que tienen nuestra posición: la coyuntura económico-política catastrófica para la población más vulnerable, el fallo de la Corte Suprema que favorece el 2x1 a los genocidas, y la salida a los medios de Mariana D. (hija del comisario Miguel Etchecolatz). Érika Lederer (hija de un médico de la maternidad de Campo de Mayo) preguntó en su muro de Facebook por qué no nos reunimos lxs hijxs de genocidas que no estamos de acuerdo con nuestros padres. Tomamos contacto con Laura Delgadillo y Rita Vagliati (hijas de policías bonaerenses). Hoy somos un grupo que administramos la página de Facebook. Historias Desobedientes y con Faltas de Ortografía. Y se van acercando hijxs de genocidas de otros países: Alemania, Holanda, Ecuador, Uruguay, Chile”, refiere.

Los recuerdos de infancia y adolescencia de Liliana saltan de provincia en provincia, ciudades distintas, colegios de monjas con asistencia diaria a misa, instituto de enseñanza militar. Mendoza, Córdoba, San Luis, Bahía Blanca, Buenos Aires. “Del Instituto (Social Militar) Dámaso Centeno, de Caballito, no me echaron porque era hija de un oficial del Ejército. Siempre tuve problemas de conducta porque en casa había mucha represión y violencia. Mi padre era machista y maltratador”.

Liliana terminó la secundaria en Bahía Blanca, a fines de 1980. Su padre le prometió que podía continuar sus estudios Mendoza. “Yo pensaba estudiar arquitectura”. El mundo se le desplomó cuando Paulino le comunica cambio de planes: “Sos mujer, no podés estudiar. Queremos que te cases y tengas hijos”. 

Tardó en comprender qué había detrás del cambio de planes. El teniente coronel Furió fue responsable de los peores años de represión en Mendoza. Y soplaban otros vientos, se acercaba 1983, y el gobierno militar empezaba a retroceder. “Mi padre pertenecía al sector más duro del Ejército. Al ala de Luciano Benjamín Menéndez. Ellos consideraban muy ‘blando’ a Videla”.

Casamiento, embarazada de un chico de otro piso del edificio militar. “Siempre nos llevaban a vivir a esos edificios. La vida de los militares es muy endogámica. A este muchacho lo quise un montón como amigo. Los dos éramos muy chicos. Casarme fue la manera más inocente de salir de esa casa, con un padre violento”. 

Tuvieron tres hijas. “Ellas son mi orgullo”. Once años después, la pareja heterosexual ya se había desgastado. “En los 90, las canchas de paddle fueron un portal de salida del armario para muchas mujeres. Allí me enamoré de una compañera y, de inmediato y antes consumar ese vínculo, decidí divorciarme y dejé para siempre el ámbito castrense. Hasta entonces íbamos todas las semanas al Círculo Militar de Olivos. El lesbianismo me sacó de ese mundo y me salvó la vida”.

La primera vez que supo que había “mujeres que andan con mujeres” -así se lo definieron- fue a los 11 años. “Había muerto uno de mis tíos. Mientras viajábamos en auto, mi viejo hizo este comentario sobre mi tía que quedó viuda: ‘Y ahora ésta, con todas las tortilleras que se junta y se la quieren c… Es que es una hermosa mujer’. Me quedé pensando”. 

Gala Abramovich
Patricia Isasa

 

El tabú de la ternura 

Patricia tiene la energía de una mina de 40. Fue deportista y eso le jugó a favor para resistir en el campo de concentración. “Cuando leí una nota que escribió Érika Ledereren Anfibia, hace tres meses, me dije: ‘En algún punto, estos son los míos’. Así fue que me contacté con Lili”. En aquella nota, Érika señala que el objetivo de organizarse no es regodearse de sus dolores.

Una perrita camina bordeando la piscina. Pato es arquitecta, se recibió en la UBA. Su casa tiene aire a comedor de campo, en Santa Fe, en tiempo pretérito. Cuando habla, no le queda nada del acento de su provincia. Ahora dice que es una lesbiana aporteñada. “Y soltera”, agrega.

Le cuesta ubicar en un casillero a su padre. Coco Isasa era empleado de banco estatal y andaba armado. Sabe que frecuentaba a un amigo que formó parte de la Triple A y al secretario del interventor militar de Santa Fe. En una carta dirigida a un jefe de inteligencia del Ejército, su padre se refiere a sí mismo como “el zorro”. Esa carta la encuentra Patricia entre las pertenencias que dejó Coco al morir.

“A mí me detienen en las vacaciones de invierno del colegio. Estaba en 4º año, especialidad Construcciones. Toda la vida quise ser arquitecta. Pasé por tres centros de detención. Primero la comisaría 1ª de Santa Fe, que era un lugar de ablande. No permitían que nos violaran los tipos de la guardia. A nosotras podía violarnos únicamente la patota. Éramos los bocaditos de ellos. Durante la semana que nos tenían allí, nos mantenían todo el tiempo en una posición estresante. A mí me tocó estar en cuclillas. Sobrevivimos solo dos personas. Después me llevaron a la comisaría 4ª, un centro de torturas y exterminio. La misma patota pasaba a función de torturadores. Finalmente, fui a parar a la Guardia de Infantería Reforzada. Estuve en condición de detenida desaparecida durante dos años y medio. Cuatro meses después de llevarme, me pasaron a disposición del Poder Ejecutivo Nacional pero nadie me lo informó y las condiciones subjetivas de vida, para quienes estábamos en esa situación doble, eran las mismas que en un campo de concentración: vos no sabés dónde estás, nadie sabe dónde estás, nadie reclama por vos. Eso es lo que se siente en esa situación”. Patricia contó estos hechos en los juicios a los grupos de tareas de Santa Fe. Mantiene la voz firme y un ritmo de relato regular. Hierve agua para el té, atiende el teléfono, les pide a las perras que dejen de olfatear a la visita.

“En medio de esa situación espantosa, cae una mina de la UES mayor que yo, que me mimó, me contuvo y me cuidó. Hicimos el amor en el campo de concentración”. 

Pausa. Los ojos de Patricia se iluminan y la voz es más aguda y clara. Es el registro de una adolescente de aquellos años.

“Nos enamoramos e hicimos el amor en el campo de concentración. Duró todo el tiempo que ella estuvo detenida. El amor me salvó. Era una mina bellísima. No sé cómo esa mujer podía mantener una cierta elegancia en aquella cueva peor que el infierno. En medio del horror y la brutalidad, ella le puso ternura. Aterciopelaba todo. Con ella tuve mi primera relación sexual. Fue en diciembre de 1976. Duró 9 meses. No se habla del amor en los campos de concentración, pero hubo muchas historias como esta. Es un tema muy tabú. Cuando se la llevaron de ese campo, se me vino el mundo abajo. Pero yo me había propuesto salir viva, seguir siendo la misma persona, y sobre todo salir para contar lo que ocurría allí. No me imaginaba que algún día se iba a judicializar todo aquello”.

Un día conducen a Patricia a una oficina del campo de concentración y la ubican de pie, con custodia, detrás de un escritorio. Vestida con harapos, delgada como un palo, amarilla de no ver el sol durante más de dos años. Del otro lado estaban su padre y su madre. “Me muestran a mi padre. Lo único que hace él es preguntarme: ‘¿Sos culpable?’. Como si hubiera dicho ‘si sos culpable, quedate, no tengo problema’. Mi vieja se puso a llorar y preguntó: ‘Nena, ¿cómo estás?’”. No puede precisar la fecha de aquella visita.

Patricia Isasa salió bajo libertad vigilada en setiembre de 1978. Dos meses después le dieron la libertad completa. “Me hacían ir a un cuartel a ver un tipo que me decía que estábamos viviendo la Tercera Guerra Mundial y que la civilización occidental y cristiana combatía contra el comunismo y la sinarquía internacional. El mismo discurso que le escuchaba a mi padre. Porque además tuve que volver a esa casa, que parecía una comisaría. Y me cambiaron de colegio. Algo hermoso fue saber que mi compañera de banco de la Escuela Industrial nunca dejó que volvieran a ocupar mi pupitre. Siempre quedó vacío”.

Poco tiempo después se reencontró con la mujer de la que se enamoró en el campo de concentración. También había sobrevivido. “Volvimos a hacer el amor. Le pedí que viviéramos juntas. Pero muere su padre y ella se va de Santa Fe. No tengo evidencia, pero creo que mi viejo la llamó por teléfono. No quiso volver a verme. Formó una pareja heterosexual. Tiene hijos y nietos”.

En cuanto pudo, Patricia huyó del hogar paterno y se fue a Brasil. Tiempo después volvió a Santa Fe y se puso en pareja con una cantante de bossa nova. Recaló en Buenos Aires. También residió un tiempo en Londres y en California. Promovió y fue querellante en los juicios en los que fueron condenados, en 2009, el juez federal Víctor Brusae integrantes de los grupos de tareas de Santa Fe, entre los que se encontraba su violador. “A mi viejo le dije: ‘Faltabas vos en el banquillo de los imputados’”.

Honrar a padre y madre 

Liliana ceba un mate tras otro. Tiene el celular cargando. Va y viene a la biblioteca para responder los guasap de Patricia. Es difícil concentrarnos en la entrevista. Sigue casi sin voz.

“Mi padre nunca se movió de su posición. Cuando lo confrontaba sobre las violaciones a los derechos humanos, me respondía: ‘No se puede controlar a toda la tropa’. Yo intentaba avanzar con la lectura del Nunca Más y no podía pasar de la segunda página. Focalizaba la represión en la ESMA y en la Marina. La coyuntura política de los 90 contribuía, porque era la época de los indultos. Me decía: ‘¿Qué hago yo, si los gobiernos no toman medidas?’. Ya lesbiana, buscaba un espacio de catarsis y contención. Pasé por todos los centros de salud mental de la Ciudad de Buenos Aires. Detestaba a mi viejo por su violencia y machismo, pero todavía no podía identificarlo como genocida, por el mandato católico de honrar a padre y madre. Me generaba mucha culpa detestar a mi papá. Hasta que en un momento preciso una psicóloga me dijo: ‘Pero es lógico que lo detestes’”.

Liliana siempre tuvo dificultades económicas desde que se fue de la casa paterna. Pero Paulino estiró el brazo cuando vio que sus nietas podían quedar en la calle, en plena crisis del 2001-2002. Les habilitó un espacio para vivir en Pacheco. Liliana estaba en pareja con una chica que venía de “una historia familiar muy conserva”.

“Durante el corralito, mi viejo rescató un dinero e hizo construir una casa para que viviéramos con mi pareja lesbiana y mis hijas. Hacíamos asados. Venían los milicos amigos de mi viejo y yo les presentaba a mi pareja sin ocultar la situación lésbica. Ellos se hacían los que no escuchaban. A mi viejo lo vienen a buscar un domingo, en medio de un asado familiar en Pacheco, en el que estábamos con mi pareja y mis hijas. Llegaron con un camión celular a buscarlo. En un lugar de mi corazón, sentí que se estaba haciendo justicia. Para la familia era una catástrofe, pero mi sentido de justicia social decía que estaba pasando lo que debió pasar hacía muchos años. Mi pareja no se bancó la situación. Le pareció tremendo que se llevaran a mi viejo. Al poco tiempo, me dejó. Dijo además que no se bancaba que yo dedicara tanto tiempo a mis hijas”. Paulino Furió fue condenado a prisión perpetua en 2012.

Liliana Furió pasó por varios espacios de participación de lesbianas y feministas. Patricia Isasa siempre se sintió en minoría en los espacios políticos, gremiales y de derechos humanos en los que militó, por ser lesbiana y no tener posibilidad de tratar esa especificidad. El pequeño grupo salió a las calles por primera vez en la última marcha de Ni Una Menos en Buenos Aires y se declara abierto a las reivindicaciones lgbt. Es un camino que recién comienza.l

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