Cuando Europa ingresó a un nuevo otoño el 21 de septiembre de 2013, Roger Waters anunció que la pared había sido demolida para siempre. Era el show final de una de las giras más gigantescas y exitosas de la historia y un momento único para la biografía de un hombre que había cumplido con su cometido de vida: derribar la maldita pared de sus propios temores. Y lo hizo a pura catarsis a lo largo y a lo ancho de doscientas diecinueve noches en todo el mundo, conquistando en la faena un record de tickets vendidos para el show de un solista, despojando a Madonna de su cetro recaudatorio. Finalmente, Roger era el rey. Aunque no se sentía como tal. 

Entre 2010 y 2013, Roger Waters revivió noche tras noche el trauma del padre muerto, el horror de la guerra que se lo arrebató, sus terrores nocturnos, la madre sobreprotectora y las dificultades de la estrella de rock omnipotente que llama por teléfono a su casa tras haber conquistado los más lejanos territorios, y el que atiende la llamada es un hombre que ha ocupado su lugar. En The Wall, el personaje central de la película, Pink, que no es otro que el propio Roger en su faceta más neurótica, queda expuesto a mostrar sus sentimientos más íntimos y finalmente reconocer que el aislamiento no es la solución a sus perturbaciones sino justamente lo contrario: la conexión con los demás, esos que viven del otro lado de esa fantástica pared, es lo que posibilitará una existencia pacífica. O no tanto, al menos para Waters, un artista de temperamento belicoso que aboga por la paz mundial sin detenerse en cortesías, al menos para con sus enemigos.

El enorme tour de The Wall que podría haber sido una condena a cumplir –revivir el dolor casi a diario durante tres años– se convirtió en una medicina heroica y sanadora para su autor que pudo matar varios fantasmas en una sola gira. En primer lugar, el progreso tecnológico le facilitó actualizar su idea original del espectáculo (la construcción y demolición en vivo de la pared) y llevarla por todo el mundo; hay que recordar que en 1980 la primera gira de The Wall solo pudo concretarse en algunas pocas ciudades por lo difícil del traslado y el armado del show. Y en segundo puesto, aparece la dulce victoria de sobrevivir a Pink Floyd de un modo tan contundente. La exposición y actuación noche tras noche de sus traumas le proporcionó el beneficio adicional de un alivio que hasta lo impulsó a declarar: “Ya no me siento alienado”. Pero no era verdad. Algunas cuentas quedaban pendientes.

¿Qué más había detrás de la pared? ¿Qué es lo que se podía esperar una vez que Roger Waters atravesara The Wall, en un acto aplaudido por el mundo entero? La respuesta se encuentra en una de sus propias letras, “Wish You Were Here””, para proporcionar exactitud: los mismos miedos de siempre. Solo que esta vez los miedos no estaban adentro sino afuera. Y sueltos, ajenos a su control.

Is This The Life We Really Want?, el nuevo e impactante disco de Roger Waters, fue concebido por secciones como un nuevo montaje sonoro que muestra su costado más político e iracundo. Los viejos temores se vieron actualizados por la coyuntura mundial cuya máxima encarnadura está representada por Donald Trump y en parte también por el Brexit. Lo que supone para Waters un doble padecimiento al ser él un británico residente en Nueva York.

“En el año 2008”, explica Waters hoy, “escribí un poema titulado  ¿Es esta la vida que realmente queremos?, justo antes de la primera elección de Barack Obama como presidente de Estados Unidos. Ya habían transcurrido cinco años desde la invasión de Irak, y nos encontrábamos al final de la era de George Bush hijo y Cheney y Rumsfeld y Wolfowitz y Karl Rove y todos esos otros boludos. Entonces existía una gran expectativa de que esta vez, tal vez... tal vez, tal vez, tal vez. Y yo me encontré preguntándome ¿Es ésta la vida que realmente queremos? ¿De verdad queremos vivir en una guerra perpetua? Que era lo que estábamos viviendo entonces y también en el presente, por lo que todavía constituye una pregunta válida. Ahora, ocho años después, descubrimos que todos teníamos grandes esperanzas en Barack Obama, pero eso no evitó que fuéramos partícipes voluntarios en todo este asunto”.

Todo este asunto es lo que los analistas denominan “la actualidad geopolítica mundial”, un gran tablero sobre el que Roger Waters juega sus nuevas fichas. Tablero que tiene a Donald Trump al comando de Estados Unidos, el Reino Unido a punto de separarse de la Unión Europea, y una larga serie de movimientos políticos y tácticos que hacen de este planeta un lugar más incierto, más sombrío y por ende con un mañana más turbio. Y es ahí, en ese punto, donde Roger Waters elige parapetarse a lo largo de Is This The Life That We Really Want?, que más que una fantasía distópica cobra la forma de un alegato contra el confortable adormecimiento de la sensibilidad colectiva, el hecho de que lo aterrador se ha convertido en lo cotidiano. O, para ponerlo en su propia poética, en la letra que titula el álbum: “Cada vez que la cortina cae sobre alguna vida olvidada/ Es porque todos nos hemos quedado en silencio e indiferentes/ ¡Es normal!”

“Se ha naturalizado el hecho de no reaccionar, de quedarnos quietos e indiferentes”, señala Waters. “Tal vez una de las cosas buenas que están sucediendo ahora es que uno va a las marchas, y que mucha otra gente lo hace también. Pero tampoco nos olvidemos que el 14 de febrero de 2003, cinco semanas antes de la invasión a Irak, veinte millones de personas marcharon en todo el mundo. Veinte millones diciendo: ‘No invadan Irak, es un gran error. Además de ser ilegal, todo el mundo se da cuenta de que va a ser un desastre’. Y tenían razón, por supuesto. Hay preguntas fundamentales que necesitamos responder más cuidadosamente que las preguntas que nos estamos haciendo. La idea de que tenemos que aprender que lo más importante es sentir empatía por los demás. La empatía es la clave de todo.”

Un dictador benevolente

Podría decirse que el nuevo disco de Roger Waters es, por lejos, el mejor de su carrera solista, iniciada hace más de treinta años con The Pros And Cons Of Hitch Hiking (1984), una larga obra conceptual basada en sus viajes de juventud, con la presencia estelar de un Eric Clapton poco inspirado. Dos discos más tarde, Radio KAOS (1987) y Amused To Death (1992), Roger Waters seguía sin dar en el blanco. Su ópera de 2005, Ça Ira, basada en la Revolución Francesa, interesó a muy poca gente. Pink Floyd había emitido un breve espasmo antes de su muerte con la reunión de 2005 en Live 8, donde Waters volvió a pisar un escenario junto a David Gilmour, Rick Wright y Nick Mason por última vez. 

Con la gran banda ausente, Waters se abocó a excavar en su pasado y salió de gira con un repertorio basado en The Dark Side Of The Moon, y el éxito lo animó años más tarde a emprender la proeza de la gira con The Wall. Una vez que todo hubo terminado, se encontró con lo de costumbre: el público se interesaba mucho por Pink Floyd pero poco por algo nuevo. ¿Cómo despertar su interés?

Aquí entran a tallar dos figuras fundamentales. Una de ellas es Sean Evans, director creativo de la gira de The Wall y también del film que documenta esos ya legendarios conciertos. Mientras trabajaban en la película, Evans se dio cuenta de que necesitaban a alguien que se encargara de la mezcla y la edición de sonido, y eligió a Nigel Godrich para la tarea. No se trataba de un nombre al azar sino de uno de los mejores productores de la actualidad pensando, tal vez, en un futuro no demasiado distante. Ese futuro que hoy es el presente de Roger Waters.

La unión no pintaba fácil. Una cosa era mezclar y editar y otra, muy diferente, trabajar codo a codo con un compositor cuya fama de dictador lo precede desde tiempos remotos. Es en la creación del disco Animals de Pink Floyd, hace ya cuatro décadas, que Waters comienza a querer controlar todo, lenta pero implacablemente, proceso que se hace más pronunciado en The Wall, y concluye con la toma total del poder en The Final Cut, tras lo cual Pink Floyd estalló por los aires. Y Nigel Godrich no era un chico al que Roger pudiera gobernar, porque su fama también lo precede desde el enorme éxito de OK Computer de Radiohead, no por nada considerado el Dark Side Of The Moon de los ‘90. 

Además de quedar asociado de por vida a Radiohead y OK Computer, obra maestra que cumple en estos días sus veinte años, Godrich también consiguió buenos resultados con álbumes de Beck, Travis y Air. Fue George Martin quien se lo recomendó a Paul McCartney cuando el beatle quiso que volvieran a trabajar juntos y el veterano productor ya se había llamado a retiro. Godrich, a su vez, le había manifestado a Martin el deseo de trabajar con “un gran nombre”. El trabajo conjunto quedó plasmado en Chaos And Creation in the Backyard, el disco solista de McCartney de 2005, considerado entre los mejores de su trayectoria después de Los Beatles. Por lo que se pudo leer entrelíneas de boca del siempre diplomático Paul, para él no fue una experiencia fácil ni agradable aunque desde el punto de vista artístico resultó irreprochable.

Godrich ya había trabajado con Waters en la producción del film y del álbum que testimonió la gira de The Wall y no hubo contratiempos porque solo había que redondear lo que ya estaba hecho. Un disco nuevo de Roger Waters, desde cero, era decididamente otro cantar. Y además hacía veinticinco años que no grababa nada nuevo. Roger no había escuchado ni uno de los discos producidos por Godrich, ni siquiera OK Computer. Sean Evans fue el paciente orfebre entre ambos, sabiendo que si las cosas funcionaban bien, el resultado podía ser impresionante.

“Roger tenía un montón de demos mezclados”, le dijo Godrich a la revista Uncut. “Era algo confuso, no me decía nada. Pero había una canción muy buena. Y me dijo que era lo último que había hecho”. Ese tema se llamaba “Si yo hubiera sido Dios” (en el disco se titula “Déjà Vu”), y terminó por convertirse en la canción que prácticamente abre Is his The Life We Really Want? después de una introducción titulada “When We Were Young”, en la que sobrevivió algo de la vieja idea de Roger de hacer una “radionovela”. El resto quedará para más adelante. Godrich tomó posesión del volante sin derramamiento de mala sangre.

“Es raro que yo delegue las riendas del poder en estas situaciones, pero Nigel tiene una opinión muy firme sobre el modo en que quiere hacer discos, y él es bueno haciéndolos”, reconoce Waters. “Eso quedó muy claro cuando comenzamos a grabar los primeros fragmentos musicales, uno de los cuales fue la canción ‘Déjà Vu’ y otra fue ‘Broken Bones’; que yo podía meterme en todo cada dos minutos o desarrollar una nueva disciplina de trabajo para mí que consistía en mantener la boca cerrada y esperar a ver qué es lo que pasaba. Y lo hice mucho, y fue acertado porque creo que Nigel hizo un muy buen disco. Obviamente no mantuve la boca cerrada todo el tiempo y contribuí todo lo que pude”. 

El resultado final podría ser el mejor disco de Pink Floyd desde... The Wall. Godrich busco la vieja sonoridad floydiana sobre todo en los teclados, convocando al fantasma de Rick Wright con sus antiguos sintetizadores y mellotrones, tocados en su mayoría por Roger Manning (ex Jellyfish). El productor lo reconoce: “Mi concepto fue darle a Roger un marco donde pudiera mostrar sus ideas y ser escuchado. Presentarlo de un modo directo, utilizando paletas de colores familiares para el público”. Para lograrlo, lo impulsó a escribir nuevo material, lo rodeó de músicos buenos pero no familiares (el baterista Joey Waronker, Roger Manning, Jonathan Wilson, Guy Seyffert y las chicas del grupo Lucius, Less Wolfe y Holly Laessig), y cabalgó con rienda firme como un jinete del audio buscando que la temática angustiante de las letras alcanzara un contrabalanceo en el sonido, para evitar que el eventual oyente terminara el disco en franca depresión. Es un disco para escuchar con auriculares que utiliza, además de la música propiamente dicha, una decoración construida con fragmentos de diversas grabaciones de programas de radio, avisos publicitarios, reportes navales y toda clase de palabra emitida a través del éter. 

Las analogías con Pink Floyd son evidentes al oído; el comienzo de “Bird In A Gale” remite a aquel de “Time” con sus relojes al unísono, así como “Picture That” tiene el ritmo de “Sheep” (del disco Animals) y la turbulencia sónica de “One Of These Days” (de Meedle). “Smell The Roses”, el tema más enérgico del disco, tiene un fuerte aire a “Have A Cigar” (en Wish You Were Here). Sin embargo, todos los parecidos son como citas al pie de página: el sonido es familiar y a la vez completamente nuevo. 

Pantallas del mundo nuevo

Si alguien piensa que Is This The Life That We Really Want? es un disco anti-Donald Trump, se equivoca. Roger Waters es coherente con su obsesión bélica y la trama narrativa de su nuevo álbum pasa más por la empatía con las víctimas de la guerra de todo tipo, como él mismo lo fue cuando su padre murió en la batalla de Anzio durante la Segunda Guerra Mundial. De algún modo, es una actualización de The Wall por un camino lateral, con la premisa de que “los miedos construyen muros”. 

El panorama de 2017 parece volver a poner sobre el tapete esos viejos temores. Por ejemplo, “The Last Refugee” aborda el drama de los refugiados con fina poesía: “Y encontrarás a mi niño en la orilla/ escarbando, buscando una cadena o un hueso/ removiendo la arena por una reliquia lavada por el mar/ El último refugiado”. En otro tema, “The Most Beautiful Girl”, habla de una chica que murió en un ataque de Estados Unidos dirigido por drones: “Podría haber sido la chica más linda del mundo/ Su vida segada como una perla aplastada por una topadora”. 

“Y hay que ver su fotografía, porque ella es real”, profundiza Waters. “Se la puede ver en un documental llamado Dirty Wars, realizado por un cineasta norteamericano llamado Jeremy Scahill. Hay un fragmento sobre un ataque con misiles crucero en Yemen por parte de los estadounidenses. Un marinero americano apretó un botón y esta niña murió. Conseguimos filmes de esta chiquita en particular y cuando la vi, sentí mucho dolor, y la canción trata de eso”.

Ese dolor se transforma en ira clara y directa en otras canciones como “Picture That”, donde entra en cuadro Donald Trump. “Imaginate un juzgado sin malditas leyes/ Imaginate un prostíbulo sin putas/ Imaginate un cagadero sin drenaje/ Imaginate un líder sin cerebro”. Y hacia el final de la canción alude a una frase pronunciada por Donald Trump: “No existe una cosa tal como tener demasiada codicia. El punto es que no se puede tener suficiente codicia”, dijo en campaña el ahora presidente de Estados Unidos. En el medio, Roger le dedica un verso floydianamente envenenado como si fuera un misil teledirigido: “Desearía que estuvieses aquí, en Guantánamo Bay”.

El día en que Trump inauguró su mandato, 20 de enero de 2017, Roger Waters publicó en sus redes una fantástica performance que brindó en octubre del año pasado en El Zócalo, México. Ante trescientos mil fans interpretó un tema de Animals: “Pigs (Three Diferent Ones)”, decorado con la ominosa presencia de la Battersea Power Station, la vieja estación de electricidad británica que fue fotografiada para la portada de aquel disco (con un cerdito volador), y que se constituye en la escenografía predominante en la gira que hoy Roger Waters lleva adelante por Estados Unidos. En la publicación de ese video donde la figura de Trump es ridiculizada de todas las formas posibles, incluso traduciendo algunas de sus groserías más notables y rematando con la frase “Trump, eres un pendejo”, Waters escribió: “La resistencia comienza aquí”.

Pero eso fue en México antes de la asunción de Trump. ¿Se atrevería Waters a semejante desafío en suelo americano y con Trump ya instalado en la Casa Blanca? La respuesta es sí; solo el cerdo se ha estilizado un poco, y algunas pocas imágenes han sido retocadas, pero cada vez que Waters toca “Pigs (Three Different Ones)”, la iconografía que muestra a Trump vomitando, con cuerpo de mujer o con capucha de Ku Flux Klan, vuelve a reventar las pantallas. Hasta la frase final sobrevive en castellano.

Hoy Waters aclara: “Realmente no es una resistencia a Trump: Trump es irrelevante. Lo mío es una resistencia a las ideas que él corporiza, que son las ideas de alienación, aislamiento, excepcionalidad y nacionalismo, que pisotean el rostro de todo lo que es comunitario, ecuménico, amable y humano. Esto es para que cuando estés marchando junto a alguien con quien compartís un sentimiento de comunidad, para que ambos sepan que solamente están ahí porque quieren que la vida sea mejor para todos los hombres y mujeres de cualquier parte. De eso se trata todo”. 

No será el paraíso, pero si el mundo escucha, tal vez sea una vida más digna.