Rafael Nadal conoce la pureza de las dos grandes vertientes que pueden convivir en la etapa profesional de un tenista de elite. Degustó la gloria tanto como lo consiguen sólo los elegidos y, al mismo tiempo, desmenuzó cada trozo de la frustración que suelen esconder los imponderables físicos. El mundo se cansó de verlo morder los trofeos más valiosos que están en juego en el ecosistema del tenis, aunque también lo observó, una y otra vez, frenar el andar natural por un acumulado infrecuente de lesiones.
El anuncio de su ausencia en Roland Garros y del inminente final de su carrera, sin embargo, no configura una noticia más. Se perdió una innumerable cantidad de torneos desde que irrumpiera en la mesa chica, con fuerza y sin atenuantes, en aquella temporada 2005.
Faltó a muchas citas: no pudo jugar Grand Slams, Juegos Olímpicos y Campeonatos de Maestros. Acumuló gloria, tanta como para escribir su nombre de manera indeleble contra el paso del tiempo, aunque también debió renunciar a otra porción de suma relevancia.
¿Habría ganado mucho más? La respuesta pertenece al terreno contrafáctico. Lo cierto es que el nuevo anuncio, no obstante, contiene una diferencia sustancial respecto de todos los anteriores: desde aquel primer gran año, pese a los golpes, nunca había faltado a Roland Garros, el cimiento más grande sobre el que edificó el brillo de su trayectoria nada menos que con 14 títulos.
El amontonado de lesiones desde el inicio de su carrera –más de 20, algunas más graves que otras– no hizo más que erosionar el devenir de un tenista tan fabuloso como castigado. Las últimas dos parecen haber impulsado la estocada final: el Síndrome de Müller Weiss, una lesión crónica y degenerativa que sufre en el pie izquierdo desde los 19 años y que lo obligó a infiltrarse para ganar la última Copa de los Mosqueteros, y el daño de grado 2 que padeció en enero pasado en el psoas ilíaco de la pierna izquierda.
El músculo propulsor de la cadera, primordial para los movimientos en el tenis, ya no lo dejó en paz: "Estaré varios meses afuera. Intentaré regenerar mi cuerpo, pero necesito poner un punto y aparte en mi carrera. La idea es parar para poder encarar el próximo año y despedirme en los torneos que me marcaron. Quiero darme esa oportunidad".
La pausa, claro, resulta indefinida. Y esconde distintas aristas. Se trata, en primer lugar, de un esfuerzo para recuperar el sendero de la certidumbre, sobre todo en el día a día, porque el éxito de los últimos años, que llegó con títulos de Grand Slam pese al indefetible desgaste del cuerpo, también escondió un calvario: "Hacia afuera siempre quedan las victorias. Los años después de la pandemia fueron realmente difíciles. Me costó tener continuidad por culpa del físico. Eso se traslada a una parte del terreno personal, aunque queda enmascarado por los triunfos".
La más dolorosa de las verdades acaso tenga que ver con la evidencia de que ya no habrá un mañana. El nombre de Nadal ya no estará ligado a los objetivos de un tenista de su talla. Ya no habrá Wimbledon. No se hablará de sus posibilidades en el Abierto de los Estados Unidos. Mucho menos de sus metas en términos numéricos: la certeza de su ausencia en Roland Garros traerá un derrumbe estrepitoso en el ranking, dado que bajará más allá del puesto 130.
A dos semanas de cumplir 37 años, Nadal ya no necesita cifras. Su reloj de arena comenzó a ofrecer los últimos granos. La plenitud quedó demasiado atrás en el tiempo. La temporada 2010, la misma en la que concretó el sueño de ganar los cuatro Grand Slams, corresponde a otra dimensión. Todo lo que vino después, con el físico tan golpeado, habrá ingresado en el plano de la épica. Los grandes campeones se miden por el nivel de adversidad que superaron y por la altitud a la que consiguieron llevar su propia vara.
Nadal apareció para convertirse en la némesis de un Roger Federer que amenazaba con dejar tierra arrasada y para emerger en el mayor rival de un Novak Djokovic que tuvo que exprimir hasta la última de sus cualidades para superarlo en casi 60 partidos de una rivalidad irrepetible. Su figura excede cualquier número, aunque los suyos, en plena era dorada, no dejan de ser asombrosos.
Ganó 92 títulos. Conquistó cuatro veces el US Open. Grabó su nombre otras dos en Wimbledon, el torneo que Toni, su tío, mentor y entrenador, le había inculcado que debía ganar para ser inmortal. Festejó por duplicado en Australia. Se colgó la medalla dorada de los Juegos Olímpicos. Saboreó cinco veces la Copa Davis.
Lo que logró en Roland Garros, de cualquier modo, siquiera podrá explicarse con la más espiritual numerología: 112 triunfos sobre 115 partidos disputados. Nadie jamás habrá dominado un terreno del deporte como lo hizo Nadal en la Philippe Chatrier, una cancha de bordes interminables que parece haber sido hecha a su medida.
Quién más que Nadal quisiera jugar, al menos, el partido número 116 en el ladrillo parisino. Pero el final está cerca y renunciar al Stade Roland Garros, en este contexto, representa un sacrificio necesario para alcanzar la última gran ambición: dejar el juego en su propia ley.