Cuentos reunidos ofrece en un único tomo la ficción corta de siete libros de Guillermo Saccomanno, publicados desde la década de 1980 hasta 2016. Para los lectores argentinos, la presentación cronológica que el autor describe en “Una aclaración, si cabe” ayuda a entender el nexo entre la escritura del autor y el país que lo rodeaba en el momento de la creación de cada texto, nexo que él reivindica cuando, en la misma nota, dice que los cuentos “surgieron de una realidad”, toda una toma de posición sobre la escritura. Y aunque Saccomanno confiesa que lo asusta repetirse en una colección de este tipo, lo primero que habría que destacar es la enorme variedad que le da al género “cuento” más allá de que, como decía Borges de todos los escritores, repita siempre la misma historia.

Una forma de entender esa variedad es prestar atención a las voces narradoras. No se trata solo de que haya relatos en primera y tercera persona: aquí, la complejidad del recurso es mucho más grande que eso. En algunos casos, el “yo” es protagonista; en otros, “testigo”, es decir, que cuenta una historia ajena y, al contarla, la hace suya y también nuestra, de quienes leemos. A veces, hay que leer el cuento entero para entender quién está contando: por ejemplo, el narrador en tercera del impresionante “A mi abuela se la llevó el viento” es en realidad un “yo”. Aunque dice siempre “mi abuela”, le duele tanto su historia que toma distancia hablando de sí mismo como “el chico” o “el hombre”. En “Mataderos”, la primera persona se transforma en un “nosotros” nostálgico, evocado por un “yo” que ahora está terriblemente solo. Y hasta hay relatos en los que la segunda persona reemplaza a la primera: en “Imaginaria”, por ejemplo, el narrador cuenta lo que le sucedió en la “colimba” usando el “vos”. Así, lo que dice se transforma en un problema social: esto que me pasó a mí en el ejército, te va a pasar a vos también, en realidad ya te está pasando.

Hay también mucha variedad en cuanto a la estructura y el largo de los cuentos. Algunos son realmente compactos: en muy pocos párrafos, describen un lugar y un momento específicos de la Argentina contando un hecho mínimo. Por ejemplo, “Esa puerta entreabierta” narra en tercera persona limitada una soledad intencional: la protagonista necesita desesperadamente el contacto con otros pero, cuando un vecino le ofrece su risa a través de la pared y la puerta entreabierta de su habitación en el vestíbulo, ella retrocede, no se atreve a intentar nada. Así, en tres carillas y media, Saccomanno nos muestra una necesidad y una oportunidad perdida (tal vez varias en el futuro porque es fácil imaginar al personaje repitiendo el rechazo). Otros textos, en cambio, son casi novelas cortas, divididas en capítulos. El último, “La búsqueda de Dios”, gira alrededor de un escritor que colecciona vidas de otros en un viaje sin destino. Sus notas narran El sufrimiento de los seres comunes, título del libro al que pertenece el texto (que, por otra parte, podría encabezar todo el volumen de Cuentos reunidos). Como muchas novelas, este relato reúne una enorme multiplicidad de voces. Cada una de ellas habla con el protagonista y le cuenta algo: una búsqueda, una pena, un susto, un deseo postergado, un instante inolvidable. Pero, además, la narración plantea uno de los problemas éticos de la escritura: “Pero quién me creo para andar ventilando el dolor de los otros, se pregunta” (el protagonista).

La frase es muy pertinente porque, más allá de las diferencias entre ellos, Saccomano hace exactamente eso en toda su obra (entre otros libros, en 77, El amor argentino, El oficinista, Los que vienen de la noche): los recursos cambian pero la mirada es siempre la misma, como ya se dijo. ¿En qué consiste el dolor que se cuenta de tantas maneras? Y, sobre todo, ¿para qué escribir sobre él? En Cuentos reunidos, los personajes escritores, que son varios, se lo preguntan a menudo. El pibe (el libro más parecido a una novela en la colección porque los personajes de los cuentos están conectados entre sí) termina con “Por qué escribir”, así, sin signos de interrogación. La respuesta general que se da es compleja, como todo en Saccomanno (basta con recordar Cámara Gessell, esa ¿novela? que también podría leerse como una colección de cuentos sobre Villa Gessell). En “Por qué escribir”, el padre del narrador afirma que uno escribe para recordar “lo que viviste, quién sos”. Y recordar es parte de la ética: el final del relato deja una marca de horror imborrable en los lectores y muestra que el olvido lleva al espanto, sobre todo frente a ciertos acontecimientos políticos como la dictadura del 76.

Tal vez se podría encontrar una definición que abarcara a todos los cuentos del volumen si se afirmara que, en cada uno, el autor capta a través de una ventanilla un momento de una vida, como esas imágenes instantáneas que se ven cuando se viaja en un tren o un ómnibus (y quizás eso explica la cantidad de viajes que aparecen en la colección). Lo extraordinario es que, en todos los casos, el momento captado tiene algo de definitivo. Y eso que los de Saccomanno no son cuentos a lo Poe: no se cierran con un portazo sorpresivo que los clausura por completo. Cada historia termina solo porque el tren en el que viajamos dentro de la prosa del autor la deja atrás. Pero, de alguna forma, todo lo que se cuenta tiene una contundencia impresionante, y ese efecto es independiente de los finales, que muchas veces quedan abiertos.

Saccomanno vuelve una y otra vez a las secuelas de la dictadura y al paso por instituciones totales, esas que, según Erving Goffman, intentan convertir a los que las pueblan en algo específico: soldados (el ejército), presos (la cárcel), trabajadoras sexuales (los prostíbulos), mujeres esclavas (el matrimonio). Cada historia grita su época y esa época se imprime en los personajes con síntomas repetidos: insomnio, tartamudeo, enfermedad, suicidio. El narrador del primer cuento, que funciona como prólogo (“Aunque siguiera tronando”), dice que lleva “el tiempo a todas partes”. Todos aquí arrastran la pobreza, la Guerra de Malvinas, el desempleo, la masacre de Ezeiza, la persecución. Y eso resuena en las citas que encabezan cada uno de los siete libros, entre otras, la primera, de Kafka (que afirma que la vida parece “destinada más a hacer tropezar que a que se camine por ella”) o la de Cesare Pavese en Bajo Bandera (“La literatura es una defensa contra las ofensas de la vida”).

Pero, si estos cuentos son breves momentos de existencias tocadas por la Historia, es lógico que de vez en cuando también haya descubrimiento, alegría, maravilla: “Dame tu mano para entrar en la nieve”, dice la cita de Antonio Gamoneda al comienzo de Cuando temblamos. Dar la mano también es parte de la experiencia humana y por eso, esos destellos de luz están ahí, aunque sean más difíciles de encontrar. Los humanos son crueles en Cuentos reunidos pero también, por ejemplo, hay hombres y mujeres que dan refugio a los perseguidos: la hermana del narrador en “El insomnio más largo”, el vecino de “La puerta entreabierta”, los que cuidan al “chico” en “A mi abuela se la llevó el viento” y muchos más.

El de Saccomanno no es un mundo equilibrado, cierto. Pero abarca tanto cuentos que nos hacen sentir bajo el agua como otros (los menos) que son una bocanada de aire fresco. Un buen ejemplo del horror es “Migración”, donde la protagonista viajera es testigo de una secuencia de pesadilla: fábricas a punto de cerrar, un obrero muerto por la policía, un pingüino empetrolado, los problemas de la contemporaneidad en instantes que parecen pasajeros pero no lo son. Y lo maravilloso es que, en medio de ese mar de violencia, la luz, cuando aparece, es inolvidable. Un buen caso es el de “Feliz año nuevo”, donde se describen dos soledades en el atardecer del 31 de diciembre, dentro de una casa de velatorios. Uno de los dos personajes respira apenas en la corriente terrible de la ausencia de un hijo; el otro, sufre la de su padre. Y en el milagro de esa noche, los dos descubren de pronto que, aunque sea durante un rato, con dos soledades es posible construir un puente, un encuentro, un pequeño refugio.