Toni Morrison, la primera escritora estadounidense descendiente de esclavos que ganó el Premio Nobel (en 1993), escribió once novelas y un solo cuento corto. Lumen publica ahora ese texto de 1980, acompañado de un largo análisis final de Zadie Smith, otra escritora negra, nacida en Londres. El horror de nuestro mundo contemporáneo que muestran estos textos –uno narrativo, el otro ensayístico—está tan vigente que lastima. No podría ser de otra manera: todas las obras de Morrison incluyen una mirada crítica del mundo en general y de su país, Estados Unidos, en particular, un país cuya Historia, según Howard Zinn, empezó con el genocidio de las tribus originarias y la esclavitud de africanos secuestrados en África por el Comercio Triangular.
Los textos de Morrison son literatura entendida como herramienta de lucha: pintan el lugar de los afroestadounidenses en el país y en el mundo y cada palabra está pensada para producir un efecto determinado. Por eso, ella es una de las grandes de la literatura estadounidense de fines del siglo XX y principios del XXI. Cada una de sus novelas describe claramente un momento histórico determinado, muestra una sociedad dividida en fronteras trágicas, violentas y pone a los lectores frente a un espejo que les devuelve una imagen cruda de sus propios prejuicios, miedos, cobardías. Leerla es una experiencia de autoconsciencia tanto dolorosa como necesaria.
Aunque menos conocido, Las dos amigas tiene mucho en común con las novelas, empezando por el control exacto de la belleza de las palabras. En este caso, el relato narra los encuentros/desencuentros de dos amigas, “una blanca y una negra”. El problema es que, por más atención que presten los lectores y lectoras, por más que relean el cuento varias veces, no pueden decidir cuál de las dos es la negra y cuál la blanca. Morrison confunde intencionalmente las pistas. Ese rompecabezas de resolución imposible es el primer punto del análisis de Zadie Smith en el “Epílogo”.
La paradoja del cuento es que Morrison impide la clasificación de sus personajes en “blancos” y “negros” pero uno de los conflictos principales está claramente ligado a esa división. Eso convierte al conflicto en absurdo y produce una gran incomodidad en la lectura porque obliga a quien lee a abandonar cualquier idea binaria sobre la humanidad. Lo binario (blanco versus negro; buenos versus malos; masculino versus femenino) se vuelve inútil para entender. Aquí, ninguna discriminación es fácil de explicar y todas ellas (la racista, la clasista, la machista) funcionan al mismo tiempo, como en la realidad. Nada es “divisible por dos”. Como en Beloved y Una bendición, sus dos impresionantes novelas sobre la esclavitud, aquí, en un formato corto y concentrado, se describe un universo complejo, de enorme profundidad.
A diferencia de lo que sucede en cuanto a la “raza”, la “clase social”, ese otro clivaje importante, está bien definida en el cuento. Roberta pertenece a una clase más alta que Twyla, por lo menos desde su casamiento. Y con la suspensión obligada de la categoría “raza”, esa división queda en el centro en varios momentos. El dinero importa, y en Estados Unidos es parte de la mitología básica del “sueño americano”. La desigualdad económica roza también a un tercer personaje central: Maggie, la muda que trabaja en la cocina del orfanato en el que se conocen Roberta y Twyla.
Maggie protagoniza un incidente que reaparece al final, cuando, ya adultas, las dos amigas descubren que sus recuerdos no coinciden, que los han borrado en parte. Las dudas que surgen frente al “incidente” las ponen frente a lo que cada una de ellas fue capaz de hacer en el orfanato, es decir, frente a lo que son como personas. El cuento termina con las dos enfrentadas al dolor de ese recuerdo, y con la pregunta que hace Roberta con los ojos llenos de lágrimas: “Ay, mierda, Twyla. Mierda, mierda, mierda. ¿Qué demonios le pasó a Maggie?” No hay respuesta. Pero esa terrible pregunta tiene un lado positivo: es un avance que Roberta y Twyla se atrevan a hacerla porque implica enfrentarse al pasado y a la culpa. ¿Lastimaron ellas a la muda? ¿Era negra Maggie? ¿Por qué ninguna lo recuerda con claridad? Como explica Zadie Smith, Morrison también deja sin definir la identidad “racial” de ese tercer personaje, y así, hace un experimento sobre la tendencia de sus lectores y lectoras a clasificar racialmente a los seres humanos. ¿Qué dice eso de ellos, de ellas, es decir, de nosotros?
Como siempre en la obra de Morrison, la maternidad y la relación madre/hijos también son decisivas. En este cuento, uno de los fragmentos narrativos tiene que ver con la escuela de los hijos de las protagonistas. Años después del orfanato, Roberta y Twyla se encuentran en dos manifestaciones simultáneas y opuestas: una (Twyla), a favor de la “integración” de los niños blancos y negros en las escuelas; la otra (Roberta), en contra. Y la relación entre ellas sigue siendo tan esencial para ambas que convierten la protesta en una discusión personal a través de mensajes que se envían en las pancartas, mensajes incomprensibles para todos los presentes. Esa escena vuelve a rechazar lo binario porque lo individual y lo grupal no funcionan como opuestos; al contrario, se complementan.
A pesar de una traducción bastante molesta para el oído argentino, Las dos amigas es un cuento poderoso, que descansa en una estructura circular. Empieza en la infancia del orfanato, donde las dos chicas son “las diferentes”, las únicas cuyas madres no están muertas sino ausentes. Luego, viaja hacia otros escenarios y finalmente vuelve a la infancia en la última charla, dedicada a la violencia que tal vez sufrió Maggie. La conclusión es que todas las divisiones que provocan odio y violencia son absurdas dentro del colectivo “humanidad” y que, como dice Zadie Smith, lo “humano” suele ocultarse por una razón evidente: el odio les es muy útil al “capital” en su deseo de explotar a los desvalidos porque el odio deshumaniza, como deshumanizaban las chicas del orfanato a Roberta y Twyla; como tal vez hicieron ellas con Maggie. Es la fuerza de ese mensaje la que hace que Smith afirme que todos los estadounidenses deberían leer “Bartleby, el escribiente” de Herman Melville, “La lotería” de Shirley Jackson y “Las dos amigas” de Morrison para entender su presente.
Ellos y tal vez también el resto del mundo.