A todo artista, en un momento crucial, le cae un rayo en la cabeza que lo lastima y lo decide: puede ser una idea, un descubrimiento, una duda, una desgracia. (¿Y una duda verdadera no es una especie de desgracia?) O algo peor: un deseo de expansión fogoso. Una picazón en el ego. Para el grupo Mondongo ese rayo tuvo muchos colores y significados. Habría que hacer una investigación forense al respecto, y quizás al final lleguemos a determinar las causas activas en esa escena originaria en la que se decidió todo. Dios es un fotógrafo, dice el filósofo François Laruelle, que a veces se decide y dispara. ¿Y qué les trajo el rayo a este grupito de jóvenes ambiciosos que deambulaba por los pasillos de la escuela de Bellas Artes a fines del siglo pasado? ¿Fue el cine? ¿Fue la industria del arte, la gran escala de producción? ¿Fueron las puertas del mercado que de golpe se abrieron? ¿Fue Quique Fogwill, que se hizo amigo de ellos al instante de conocerlos? ¿Susana Giménez? ¿Los reyes de España? Esos reyes de cotillón, que los Mondongo retrataron por encargo en una pintura hecha con vidriecitos de colores, fueron víctimas de un malentendido estudiado. Los vidriecitos y su significado entre nosotros no necesitan explicación; la peculiaridad es que al justificar el material elegido frente a sus comitentes, los artistas no dijeron la historia que se cuenta siempre sino que el vidrio coloreado era para que el pueblo pudiera reflejarse en el rostro de la familia real. Tan jóvenes y ya andaban engañando reyes europeos.
Despues fueron con Susana, que sabe hacerse la boluda más que ellos: los tiró al sillón y no los dejó casi hablar. También los invitó Maradona a su extinto ciclo La Noche del Diez. El metraje temprano de este grupo de artistas (que en un principio integraban Manuel Mendanha, Juliana Lafitte y Agustina Picasso) en el dominio mediático tuvo sus efectos. La trayectoria comercial del grupo, meteórica, también fue frívola desde el inicio. La fama los salpicó y los aisló de sus pares, los artistas de su edad menos acostumbrados al calor del estudio de TV, menos ambiciosos, menos suertudos tal vez, y devotos en cambio del amateurismo y la bohemia que se extiende plácidamente en la ausencia de conocimiento público.
Pero a los Mondongo esa placidez les estaba vedada. Goethe decía: los astros sojuzgan con violencia a quien se les rebela y conducen con suavidad a quien se les somete. Mondongo fue hasta ahora el intento más exitoso que se lanzara desde la Argentina con el objeto de embocar en el mercado global del arte contemporáneo (donde alcanzaron precio máximo en subastas para un artista de nuestro país). Fueron un trío (luego dúo, integrado por Mendanha y Lafitte) de chicos inventivos, inquietos, laburantes, de esos artistas que tienen “un mono en la espalda”, como dice la canción de The Kills. Se dieron a conocer con una muestra de enorme escala y ambición para su momento y lugar: más de cien máscaras mortuorias pintadas, en el Centro Cultural Recoleta, en el año 2000. En la escena artística de Buenos Aires de aquel entonces no se hacían cosas tan sacadas; y nadie pensaba que la producción (en el sentido que se le da al término en el cine) fuera algo propio, o deseable, del arte. Aquel mismo año Pablo Suárez decía, en una charla publicada en el primer número de ramona (abril de 2000):”Una de las cosas que me fascinan del arte es esa cosa casi autista. donde vos no gastás ni guita en hacerla y realmente te manejás dentro de tus límites; en cambio para hacer una obra de teatro se necesita mucha plata, mucho equipo técnico, cosas que directamente son un drama... A mí me parece maravilloso que un tipo pueda escribir con una resma de papel, con una lapicera y ya está; o un tipo que quiere pintar agarra cualquier papelucho y lo pinta. Me angustia la gente que hace cine, que empiezan a buscar créditos, un drama, yo no podría hacer una cosa así ni en pedo.”
Sueños bolcheviques con el arte como producción
Se están cumpliendo cien años de la Revolución de Octubre y la ocasión se presta para citar a Anatoly Lunacharski (1875 - 1933), primer Comisario de Educación del gobierno de Lenin y especie de ministro de cultura (además de gran escritor) que como hada buena acompañaba, promocionaba o al menos toleraba, desde el estado, las aventuras de la vanguardia. Pero “vanguardia” en aquel momento quería decir industria. “Hubo un tiempo en que los refinados representantes del mundo del arte consideraban a la industria su principal enemigo,” escribió en un ensayo muy visionario allá por 1920. El arte de la sociedad del futuro, para Lunacharski, es aquel se equipara con la industria, se consagra a ella. Se sabe que Trotsky le llevaba la contra a Lunacharski en varios temas, y el sentimiento de animadversión entre ambos además era recíproco. (“Su arrogancia colosal y su incapacidad de mostrar cualquier emoción tierna, esa falta tan suya y tan completa de encanto”, escribió Lunacharski de Trotsky: verdadera mala prensa.) Tras la muerte de Lenin, Stalin no tardó en poner a los dos líderes en vereda y los problemas de Lunacharski quedaron irresueltos: ¿Si el arte es una industria, debe revelarse como tal o no? Y el arte burgués, basado en la promesa y la oclusión de sus carácter de industria, ¿sirve cuando el futuro ya llegó? ¿Para qué la panacea del arte? Si el arte es industria y lo dice, en esa medida no miente, no promete. Ese era el sueño (ciertamente contagioso) de Lunacharski.
¿Pero hace falta, podrían gritar espantados Mendanha y Lafitte, repudiar la tradición artística burguesa para pensar en el arte como industria? ¿Por qué la industria tiene que ser lo contrario de la fantasía? Los Mondongo, en sus pinturas, reelaboran las maneras y los efectos de la pintura figurativa clásica con materiales alternativos (plastilina, hilo, etc.). Y eso los acerca a una industria que Lunacharski no conocía: Hollywood.
Tres dibujantes y un robot
En Tres aparece un personaje recurrente, una bruja robotizada y enmascarada que, un pecho al aire, se columpia en la primera sala entre cortinas rojizas manchadas de barro. Frente a ella, un dólar gigante de metal y ramas hechas con monedas. Es una imagen triste; la bruja-robot va y viene sin parar frente al dólar, como si tuviera con el dinero una relación inescindible pero inconclusiva. Es la maldición de Lunacharski, cien años después: ¿es el arte una industria, no? ¿Es idéntico, o no, con el negocio del arte?
Cansados de su propia caricatura (aunque es inevitable que tenga una caricatura quien tiene un destino), los Mondongo se propusieron hacer otra cosa para Tres: nada de plastilina ni cuadros grandes. Dibujos chicos, en cambio: dibujos de a tres, realizados con un amigo: Sergio Bizzio. “Se reunieron durante los años 2016 y 2017 a dibujar”, dice un texto de prensa. “Empezaban los tres al mismo tiempo, cada uno en una hoja que en determinado momento le pasaban al que tenían sentado a la derecha.” Pasaban la hoja dos veces, en el mismo sentido. Cada uno intervenía, entonces, una sola vez. Los materiales: papel, lápices, gouache, acuarela, etc. Los resultados: cientos de pequeños dibujos sin tema ni disciplina.
Ahora sí Pablo Suárez podría entusiasmarse, desde su ministerio astral. Las cosas complicadas con decenas de asistentes y muchos recursos no le interesan (eso es industria, producción: “un drama”, dice), pero una serie de simples dibujos sin plan y en colaboración con un escritor, eso puede andar bien… Habría que avisarle a Suárez que la instalación de los dibujos en la galería, con recortes de telas rojas que cubren todo el espacio, como vestidos de mujer cortados a tijera, le da al conjunto otro sabor: un sabor de industria, de obra consumada y grandiosa. Manos, tinta, pijas y una recurrente morocha esbelta transitan estas escenas disímiles. Hay de todo pero no hay una salida al dilema: ¿el arte es una industria o no?
Tal vez es que no hay que buscar una salida; y la falta de salida, el encierro incómodo del arte en la realidad de su propio negocio, es lo único que se puede contar, como esa grabación de Mullholland Drive que sigue cuando la cantante se cae, y la frase famosa: no hay banda.
La mujer que se hamaca vuelve en la obra de la última sala, un retablo habitable o pintura actuable o teatro miniaturizado: es un pasillo estilo nave espacial, cilíndrico, enrejado, que mira de frente a la sala como un escenario. Allí regresa la bruja en la forma de una actriz (la DJ Carolina Stegmayer) que se acerca al público y amaga con atravesar con la reja que la separa de los espectadores, pero no puede. No puede salir de allí. Su destino es quedarse; el nuestro, mirarla; el de Mondongo, consagrarse a su camino fatídico y singular, que lo que los hace ser, entre todos los artistas argentinos con trayectorias exitosas de su generación, y entre todos los que tienen enormes requisitos de producción, Mondongo. Lo más propio de ellos no es la celebridad ni la industria, ni el mercado, ni los procedimientos posconceptuales, ni los materiales alternativos. Es algo más fácil y que Lunacharski, de todas las características del arte burgués, odiaba con severidad: la ficción como horizonte del arte, la plasmación trabajosa de aventuras y seres inexistentes tal como ocurre en el cine. La reja que la protagonista no puede atravesar es la cuarta pared, un tabú que el arte contemporáneo ha derribado hasta convertirlo de nuevo en tabú. El arte para Mondongo es el lugar de los sueños. Y nadie, nadie podrá despertar y decirles que no.
Tres de Mondongo se puede visitar de martes a viernes de 12 a 18 y sábados de 15 a 19. La perfomance, los sábados a las 18. Hasta el 14 de octubre en Barro, Caboto 531.