Torben Ulrich fue un romántico en la era del romanticismo. Un distinto entre los distintos inmerso, para siempre, en un tiempo que ya no volverá. ¿Acaso no se diferencia un hombre que cuestiona ser una mariposa que, a su vez, sueña con ser un humano? ¿O viceversa?

Aquel genial tenista danés, que jugó durante casi treinta años en el umbral hacia el súper-profesionalismo y que falleció a los 95 años, sin dudas era un sofista que se preguntaba cosas de la vida mientras la vida transcurría entre raquetas de madera y las viejas pelotitas que todavía no eran amarillas.

Una mariposa, en efecto, ingresó una vez a la cancha mientras Ulrich jugaba un partido contra el australiano John Newcombe. Aquella irrupción pareció haber perjudicado al danés, quien finalmente caería derrotado. Un periodista le consultó al respecto y la respuesta sorprendió a todos: "¿Yo era un hombre que soñaba ser una mariposa? ¿O ahora soy una mariposa que sueña ser un hombre? ¿Yo soy un hombre?".

En la primera época de la Era Abierta, iniciada en 1968, el filósofo del tenis llegó a ser el 96º del mundo en 1973, el primer año de publicación del ranking ATP. También alcanzó los octavos de final en Roland Garros, en Wimbledon y cuatro veces en el Abierto de los Estados Unidos. En el rubro deportivo, sin embargo, siempre despertó la atención su longevidad. Vistió la camiseta de Dinamarca en la Copa Davis durante tres décadas, con un registro de 40 series y 102 partidos (46-56 global): se estrenó en mayo de 1948, con 19 años, en un triunfo 3-2 ante Egipto, mientras que se despidió en septiembre de 1978, a poco de cumplir 50 años, en la caída 3-2 ante Bélgica en Bruselas.

Ganar o perder, no obstante, para él no representaba más que una noticia. ¿Por qué moriría por ganar un hombre que llegara a evocar la posibilidad abstracta de ser una mariposa? Nacido en Fredricksberg, Dinamarca, el 4 de octubre de 1928, Ulrich fue un ícono de la contracultura en la génesis más temprana de la construcción del tenis como se lo conoce en el presente. 

Aquellos tiempos de los años '70, que bien podrían ser bautizados como los años del renacimiento del tenis, representaron el modernismo caracterizado por la imagen y la disrupción de sus mayores exponentes: el sueco Björn Borg, el estadounidense Vitas Gerulaitis, su compatriota Jimmy Connors, el rumano Ilie Nastase y, por supuesto, el propio Guillermo Vilas, entre otros. Pero Ulrich era otra cosa. Jugaba en otra liga. Música, poesía, cine, esoterismo y espiritualidad, fusionados con una mano exquisita para el tenis y una foto personal que reflejaba pura revolución: usaba pelo largo, tenía barba y fue el primer jugador que utilizó vincha.

Tito Vázquez, el ex capitán argentino de la Copa Davis -finalista del mundo en 2011-, fue uno de sus contemporáneos gracias a la longevidad del danés: tenía 21 años menos pero compartió las mil y una vivencias de un período irrepetible de aquella vida. “Torben era un beatnik de los años ’50, con una manera de ser muy especial. Muy influenciado por ser budista; él fue el primero que me dio un libro zen que se llamaba El arte del tiro con arco (NdR: del filósofo alemán Eugen Herrigel), muy famoso en ese momento, y así me introdujo al zen. Básicamente lo que se destacaba de Torben era la personalidad: era un tipo con más años que nosotros pero joven en su cabeza”, detalló.

Ulrich fue muy amigo de Vilas, a tal punto que se convirtió en cierta influencia. Aunque no sólo lo fuera para el mejor tenista argentino de siempre: el legendario jugador danés tomaría las esquirlas de los años '60, del hippismo, y sería una figura de representación, por su edad y por su manera de pensar, para la generación fundacional del tenis abierto. La imagen era casi unánime entre los mejores del mundo: la vincha, el pelo largo y el reflejo bohemio.

¿Cómo hizo Ulrich para seguir en el tenis hasta los 50 años? La configuración de su juego y el físico emergieron como las claves, según Tito Vázquez: “Se caracterizaba por su físico, de cierta manera, con el pelo largo, la vincha… jugaba un tenis clásico. Pero físicamente no tenía un gramo de grasa. Salía a correr a cualquier hora; había un circuito en Brasil en el que salíamos a correr a las doce de la noche. Y corría y corría. Y había unas escaleras, las subía y las bajaba. Y en un momento nosotros, que éramos más jóvenes, no dábamos más. Le decíamos y nos miraba como diciendo: ‘¿qué es no dar más?’. Abandonábamos y él seguía corriendo”.


Metallica, el corte del legado

Ulrich llegó al mundo con una raqueta en la cuna. Debía ser tenista o tenista. Su padre Einer, nacido en 1896, había sido el primer jugador danés a nivel internacional y estuvo en los Juegos Olímpicos de París 1924 y en 28 series de la Copa Davis. Su hijo tenía todo para seguir con el legado, pero la música resultó más potente.

Lars Ulrich era pequeño cuando su padre jugaba en el circuito. Tenía cinco o seis años y, mientras Torben se entrenaba o estaba en los partidos, tenía niñeros especiales. Vilas lo rememoró en varias oportunidades: “Cuando Torben jugaba en el circuito algunos sudamericanos, como Jaime Fillol, Patricio Cornejo y yo, le cuidábamos a su hijo. Le decíamos que fuera tenista y nos respondía: 'Yo quiero ser músico'". No resultó para nada fallida la elección: Lars sería, con los años, en 1983, el histórico baterista y cofundador de la banda Metallica.

En las redes sociales despidió a su padre con un afecto particular, con imágenes adjuntas que lo muestran durante su etapa de tenista y, más acá en el tiempo, reflejado en una suerte de monje tibetano, con la barba de un viejo sabio. "Torben Ulrich: 1928-2023. 95 años de aventuras, experiencias únicas, curiosidad, superando los límites, desafiando el status quo, tenis, música, arte, escritura... y un poco de actitud contraria danesa. ¡Gracias infinitamente! Te quiero, papá", publicó el músico.

Los años de la pausa

Los tiempos que corren lo hacen, paradójicamente, de manera frenética. Ya no hay espacio para frenar. Los minutos se escurren de las manos mientras el mundo avanza de forma cada vez más veloz a través de los teléfonos celulares. Ocurre en la vida, pero en particular sucede en el deporte. Resulta infrecuente encontrar algún tenista que dedique parte de su tiempo a leer, por caso. Todo es urgente.

En contrapartida aparecen los lejanos años '70. Los años de Torben Urlich. Los años de la lectura, del yoga, de la espiritualidad, de la música. De la pausa. Ulrich manejaba el reloj. Tito Vázquez, al igual que con otras anécdotas detalladas en su novela autobiográfica El ombligo del pulpo, lo pintó a la perfección: “Tenía una manera de hablar muy pausada. Quizá te alargaba las palabras. Por ejemplo te decía ‘nooooon’, que quiere decir mediodía, o ‘mooooon’, que quiere decir luna".

Y detalló: "Una vez, después de perder en cinco sets con Pancho Gonzales en el Abierto de Estados Unidos, los periodistas le preguntaron muy apresurados; es típico que el periodismo te haga preguntas rápidas para que contestes rápido. Le consultaron si el saque de Pancho Gonzales le había molestado, porque tenía un saque maravilloso con una facilidad absoluta para hacer aces, y Torben miró y dijo: ‘Weeeeeeell, you knooooooooow, Gonzales’ seeeeeeerve is soooooooo beauuuuuuuuutiful and how something so beauuuuuuuutiful could bothered me?’ (Bien, tú sabes, el servicio de Gonzales es muy hermoso, ¿cómo algo tan hermoso podría molestarme?). Era su manera de hablar”.

Autotelismo

El deporte, antes que una actividad competitiva y mucho antes que una industria, es un juego. Suele escapar de la visión común pero, en el aspecto más existencial, en el fondo se trata de jugar. El deporte no necesariamente es (o debe ser) autotélico. Pero el juego, por su interpretación más profunda, sí lo es. O al menos debiera serlo.

Torben Ulrich, antes que ganar, quería jugar. Disfrutaba del tenis tanto como disfrutó, hasta el último de sus días, de la música, del arte, del cine, de los sonidos del zen, de la meditación. Exhibía, acaso más que ninguno de su especie, la pulsión por jugar al tenis sin otro objetivo que sí misma. “El deporte no siempre trata de cumplir un objetivo, sino de avanzar uno mismo", solía decir.

Vázquez lo describió con precisión a través de un recuerdo junto a él: “En Brasil, donde yo lo conocí, una vez jugamos una exhibición a nueve games. Cuando le gané 9-6 le fui a dar la mano y me preguntó qué pasaba. Le dije: ‘Se acabó, Torben, porque esto era a nueve games. Y me dijo: ‘No, no. Para que esto se acabe tenemos que estar los dos de acuerdo y yo quiero seguir jugando’”.


El amor por el frontón

Suele sobrevolar un axioma que sostiene que un buen tenista empieza a forjarse en el frontón, el único rival que devuelve todas las pelotas. Las horas en el frontón determinan gran parte del desarrollo. Ulrich, como tantos otros, amaba el frontón. Se pasaba extensos ratos, en cualquier parte del mundo, con raqueta en mano, impacto tras impacto, frente a la pared.

Tito Vázquez vivió ese vínculo en primera persona. Una vez, en una exhibición en Brasil que jugaban cuatro locales -Tomas Koch, Luis Felipe Tavares, Jose Edison Mandarino y Carlos Kirmayr- y cuatro extranjeros -Mike Belkin, Patricio Cornejo, Vázquez y el propio Ulrich-, hubo un momento en el que empezaron a jugar en el frontón. Sin hablar. Sólo oían el sonido de la pelota. Hasta que el danés paró: "Frenó y tenía un termo de café al lado de la cancha. Y me dijo: ‘Esto es el oro negro’. El café brasileño era quizá el mejor del mundo. Y seguimos jugando. Después me fui y se quedó horas; volvías y seguía en la pared”.

Una de sus primeras películas como director de cine se llamó The Wall, como el disco que más adelante editó Pink Floyd, y la hizo con Gil de Kermadec, el que filmaba a los jugadores para las películas en la Federación Francesa. El film representaba el frontón para él. Vázquez lo tiene en la memoria: "Se llama La balle au mur, en francés. En diferentes escenas aparece Torben como un personaje siempre está peloteando. Contra un ómnibus de dos pisos, contra la basura, contra una pared cualquiera, en los aeropuertos parado en una cinta mecánica que va avanzando”.

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