La temperatura está templada. Reina la paz. El ambiente es imponente: un estadio con capacidad para más de quince mil personas. Está vacío y prevalece el silencio; apenas se oyen los impactos de algunas raquetas con la pelotita de turno. Afuera está helado y no hay nada. El sigilo interno esconde una trama: allí habita la historia.
Borna Coric golpea sus tiros con una limpieza hipnótica. Está intacto, dicen. Lleva menos de dos meses de recuperación luego de una cirugía de rodilla. En plena era de reconversión de los medios de comunicación, el cronista publica imágenes a la luz con un foco diferente del que observa la gente a más de diez mil kilómetros: no interesa si el centro del encordado marida con la pelota. Del otro lado, al rato, llega un mensaje: "No se mueve para los costados".
Estoy en las afueras de Zagreb, la capital de Croacia, un país que acaba de ingresar a la Comunidad Europea y pretende mostrarle al mundo que dejó atrás las miserias de la Guerra de los Balcanes. El cronista soy yo y el estadio, un par de días después, estará repleto, casi en ebullición. Si bien procura exhibir que está en condiciones óptimas, Coric no jugará la final de la Copa Davis y Croacia perderá. Ganará la Argentina, con un colosal Juan Martín Del Potro, y resolverá su mayor cuestión de Estado, en términos deportivos, después de cuatro décadas. En ese sitio marcará un punto indeleble en la historia. Estoy en las afueras de Zagreb, un lugar que probablemente jamás habría pisado si no fuera por la pulsión irrefrenable de contar el mundo.
Cualquiera puede ser periodista, se escucha cada vez más a menudo. Los canales de comunicación son interminables; las nuevas tecnologías, inabarcables. La información está al alcance de la mano. ¿Realmente la información está al alcance de la mano? Cualquiera puede ser periodista, pero no todos los son. El periodista pregunta, indaga, profundiza, investiga y hasta coloca el foco en un detalle imposible de advertir para un simple recorte a distancia de TikTok, de esos que ahora estimulan segundo a segundo el existir de las personas. Por algo no todos lo son.
Estoy en Buenos Aires, encerrado en una habitación. Esta vez afuera parece templado, pero el territorio está dominado por una pandemia. Nadia Podoroska revoluciona París, en estadios vacíos y entre hisopados para detectar el virus invisible. Asombrará al planeta y será semifinalista de Roland Garros, el torneo más valioso del tenis sobre polvo de ladrillo. La noticia dura estará en todos los teléfonos, los mismos que sonarán en la capital francesa, del otro lado del océano, para intentar contarle a la gente quién es Nadia Podoroska: por qué Nadia Podoroska trabaja con un especialista en neurociencia, de qué manera atraviesa el budismo zen a Nadia Podoroska y cómo experimenta Nadia Podoroska sus horas mas convulsas. La información estará en todos los teléfonos, pero contar el mundo es otra cosa.
Esta nota pretende reivindicar tanto el ejercicio periodístico como su relevancia en el vertiginoso universo actual, incluso más allá de un pequeñísimo rubro en particular. El tenis me atrapó como me pudo haber atrapado y como me podrá atrapar, en un futuro, cualquier otro terreno de exploración. Si bien configura un micromundo, muchas veces agujerea su propia coraza para trascender con fiereza, como ocurrió con la final de la Copa Davis o con aquel golpe de efecto de Podoroska. El oficio siempre es el mismo (o debiera serlo): comprender el mundo y contarlo a partir del compromiso con la verdad.
La cabeza del periodista vive tomada por la información. El objeto es capturarla y reconvertirla en noticia más allá del dato frío. Hablar, prepararse, ganar y perder. "Te falta mucho por aprender, pibe", me dijo un reconocido ex tenista y capitán de la Davis apenas advirtió que, en medio de una vieja conversación en off, olvidé el grabador encendido. El oficio te golpea pero también puede regalar momentos de desquite.
Comprender el mundo es entender, además, el sube y baja de la realidad. Puedo sentarme en una atípica nota de una hora con un ex campeón de Grand Slam y, a los pocos meses, despedazar con argumentos su labor como capitán en representación de su país. Puedo conversar a fondo con una protagonista sobre temas existenciales y, de repente, ofrecerle que cuente su historia de manera pública. Y también puedo viajar en un tren de larga distancia y enviar una infinidad de mensajes mientras aguardo, con cierta ansiedad, la hora de llegada para escribir un perfil del flamante número uno del mundo. Sucede en el tenis como sucede en la vida.
En los tiempos que corren me resulta más necesaria que nunca la supervivencia de la crítica. La celeridad de las redes sociales y la crueldad de sus métricas consiguen opacar, con frecuencia, el trasfondo de los hechos. Ocurre justamente porque los tiempos corren -acaso más rápido que nunca-, pero también porque allí pueden -o suelen, según el caso- residir intereses hacia alguno de los rumbos.
Cualquiera puede ser periodista, pero no todos lo son. Porque cualquiera puede hablar con un dirigente de una federación, pero no todos pueden advertir si ese dirigente además representa jugadores, emerge como el director de un torneo o hasta oficia como "comentarista" en alguna señal de cable. Cualquiera puede observar que Coric tiene la mano impoluta, pero no todos pueden reparar en su estado físico ni avizorar que no jugará en el estadio en el que habita la historia, en aquel sitio que probablemente jamás habría pisado si no fuera por la inquietante intención de contar el mundo. Somos necesarios, a veces, los periodistas.