Como en todo conflicto político serio, lo que está en juego en la Argentina es la forma misma en que se delimitan y plantean los problemas. Los componentes de la derecha extrema, a pesar de adorar la Inteligencia Artificial, no actúan, como creen, razonando de acuerdo a un modelo ultra-lógico (premisas, estadística, conclusión), sino que procesan la realidad bajo el peso del modelo del complot que personaliza de modo paranoico a las fuerzas de la situación. Según el complot, la crisis presente no se explica por las lógicas destructivas del capitalismo —de la acumulación de capital que supone una violenta desposesión social y ecológica—, sino por la acción de pequeños grupos que se aferran a sus privilegios. Da igual si se trata de los comunistas, la casta o los feminismos. La fuerza del modelo del complot, como lo explicó alguna vez Jacques Ranciére, es la de una reacción de las inteligencias contra las manipulaciones de las élites. Si los grupos de poder actúan conspirando —mediante el secreto y la modulación de las percepciones colectivas—, la reacción popular consiste en elaborar teorías propias sobre la realidad de tales conspiraciones. El modelo cognitivo del complot es una reacción que parece despertar la lucidez de un pueblo que no quiere ser engañado, pero también es la masificación de un esquema de comprensión forjado por las propias élites como parte de su poder sobre lo popular. Una pieza que ejemplifica este tipo de funcionamientos ocurrió el último miércoles 26 de junio. Ese día Fernando Sabag Montiel declaró en sede judicial por su intento de asesinar a Cristina Fernández de Kirchner. No hubo sorpresas. No al menos para quien haya leído por ejemplo el libro de Irina Hauser, Muerta o presa. Sabag se limitó a responder preguntas y a exponer su convicción acerca del carácter presuntamente popular de su acción del 1 de septiembre de 2022. Lo único que llamó verdaderamente la atención fue la serenidad con que lo hizo. La escena fue la de un hombre que ha intentado un pasaje al acto a partir de lo que cree haber sido un extendido deseo de asesinato. Un hombre incapaz de reflexionar sobre cómo quedó atrapado en un entorno o microclima que lo empujó a ese acto. Esa serenidad y esa incapacidad van juntas y constituyen lo único realmente inquietante de la escena. En partes porque contrasta con la habitual agresividad comunicativa de la familia extremo-derechista. Pero también porque conecta con ella de otro modo, sin sus rasgos histéricos habituales. Sabag parece a la espera de un reconocimiento. Se propone como un pionero, un predecesor y una condición de posibilidad del arribo la ola reaccionaria-libertaria al poder. Esa sospecha de una conexión entre indigencia retórica y sentido común epocal es lo que impregna de interés la declaración de Sabag. Más aún cuando escasean por el momento los modos de comprensión e intervención capaces de frenar el poder destructivo de esta ola.
En cuanto a la trama explicativa de su propia conducta, la pobreza de Sabag es indisimulable. ¿Qué dijo? Que intentó matar a la vicepresidenta porque consideró que (a pesar de la cantidad de causas abiertas contra ella) debía suplir la ilusoria inacción de cierto sector del poder judicial que no actuaba para apresarla. Sabag se presenta como uno de los muchos que no podían tolerar a CFK, a quien considera responsable de la inflación y del Covid (sin que se pueda distinguir si la considera causante de estos fenómenos, o simplemente, culpable de no haberlos resuelto del modo en que él lo hubiese deseado). En ese contexto —y dado que Sabag era de aquellos que no podían admitir que CFK estuviera libre o viva—, “tuvo que venir un Don nadie a decir: paren”. Por lo que la situación queda expuesta como si estuviese formada por tres términos: instituciones paralizadas, clamor popular, un Don nadie con ideales que decide —y no puede— llevar a cabo un asesinato. Subrayo lo que dice Sabag: el intento de paso al acto se hizo en nombre de un rumor colectivo, y la motivación personal no le vino de “intereses”, sino de ideales. Una segunda explicación complementaria proviene de micro-grupo. Ahí donde su compañera Brenda Uliarte parecía estar jugando, usando las palabras sólo para alentar un acto que haría otro, él asume la tarea —frustrada— de probar a todos que él sí es capaz de actuar. De concretar las palabras. No es claro lo que esperaba de Uliarte. Declara que hubiera esperado una palabra suya para frenarlo y evitar consecuencias graves. Parece referirse a las consecuencias penales por lo actuado. La prisión. Hubiera esperado de ella otra clase de palabras, que fortalecieran en él la conciencia de la ley, reponiendo el mandamiento del “no matarás”. Sin embargo, Sabag siente orgullo por haber probado su coraje. Y eso parece distinguirlo del resto del grupo. Por eso aclara haber actuado por ideales más que por valores. No es que se trate de una frase clara, pero puede entenderse que Sabag opone una conciencia que estima y valora, que sopesa y saca cuentas, a un sacrificio motivado por un ideal que coloca al sujeto más allá de todo calculo. Es en esa idealización de sí mismo que Sabag se distingue, enorgullecido, del resto del grupo y excluye a los demás de todo merecimiento de una gloria improbable. Lo que lo diferencia y lo pone por encima, dice, es el “compromiso” personal. Ese que Uliarte no ha alcanzado por razones de inmadurez personal. El compromiso es, en Sabag, un modo de implicación entre las palabras y los hechos (un hacer lo que se dice), que si bien tiene fuertes reminiscencias a los años sesentas, en él remite más bien a alguna clase de espiritualidad que él mismo declara “apolítica”, y que en su experiencia se masera bajo la forma de un “cristianismo” (un cristiano que intenta matar). Sabag dice, además, haber actuado a partir de una situación de humillación personal. Puesto que durante el gobierno de CFK habría perdido una cantidad de dinero (que, no obstante, lo habría ganado también bajo su gobierno), situación que lo habría degradado al punto de obligarlo a trabajar vendiendo copos de azúcar. Sabag se presenta, así como el humillado que hace de la humillación —actuando como un “copito”— el medio de una venganza. Hacerse copito por razones económicas, le permite actuar camuflado de lo que es: un copito resentido. Y actuar, al mismo tiempo, como alguien -que de algún modo que desconocemos – ha sido seleccionado para llevar a cabo un acto de supuesta justicia en representación de una instancia más amplia que, entramada en una socialidad digitalizada y operada por un mundo de intereses y poderes más denso, le permite decir hoy que “todos sabemos” que CFK era la cúspide de las responsabilidades de lo que pasaba durante el gobierno de Alberto. Ese “todos” despolitizado, desprovisto de mayorías y minorías, viene preparado por la enunciación mediática y precediendo a la sentencia judicial. Es un “todos” que carece de fisuras y ofrece al yo una base multitudinaria imaginaria, un tribunal extendido a la sociedad misma. Es en nombre de ese tribunal total que CFK habría sido juzgada ante la inacción del poder judicial, y es en nombre de él que el humillado extrajo la validación exterior para su acto. Con lo que podemos entender su frase acerca de que no hizo falta hacer inteligencia previa. Según dijo, una vez que se tiene el arma en la mano y se está cerca del blanco, el acto se va abriendo paso. Podemos inferir, digo, que un sujeto así actúa manipulado lo sepa o no. Y por eso se vuelve comprensible que, en respuesta a uno de los abogados de CFK, Sabag haya podido decir: “fue un acto en contra de mi voluntad”. No se trata de la voluntad de un idealista, sino de una imposición sufrida y sobre la cual Sabag no puede decirnos nada. Sólo agregar que, en el momento de actuar, “sentí que no lo quería hacer pero que lo tenía que hacer”. Como dice en algún Arlt la locura consiste menos en la acción que quiere matar que en el “tenía que” (ahí el misterio de la validez interior de su acto). Solo falta preguntar por esa imposición a Sabag del deber de actuar. Y no me refiero acá sólo a la manipulación de una red específica de servicios con terminales financieras y políticas que, según la defensa de CFK, podrían involucrar a Milman y a la familia Caputo. Sino a contundencia de ese “todos sabemos” que adquirió forma política un año después, y que parece aislar en la ingratitud a este pifiador envanecido que viene a recordar su condición de brumoso precursor oscuro. Pues no es fácil saber si su torpeza característica, esa que le impidió realizar el crimen, esa que que no lo deja razonar con claridad, es un factor de marginación en la insignificancia, o bien lo que podría situarlo como una figura capaz de simbolizar un tiempo histórico. Cualquiera que recuerde el debate previo a la segunda vuelta de 2023 entre Massa y Milei, recordará cómo el supuesto éxito del político profesional, mejor preparado y experto en saberes de gestión estatal, fue percibido como un abusivo de la palabra, un miembro de la casta y un defensor de poderes ilegítimos. Milei, que perdía según el parámetro de la política convencional, ganaba desplazando —invirtiendo— el punto de vista de la valoración. Sabag Montiel reclama un lugar en esta historia. Se cree con derechos sobre esta inversión del punto de vista de la sociedad. Después de todo —dice— fue él quien se metió entre los militantes y fue golpeado y encarcelado en su intento de probar que la verdad que esos militantes sostenían ya no debía pertenecer al presente ni al futuro sino solo al pasado. Sabag Montiel procura, sin éxito, romper ahora la narrativa del complot que lo sostuvo a la hora de actuar. Es una triste figura entrapada en las lógicas que ayudó a instalar.