Andy Murray puede vanagloriarse: acaso sea uno de los pocos seres humanos que derrotaron al destino. Lo hizo en varios rubros: le ganó a la muerte, la ganó a la historia, le ganó al límite natural del cuerpo. Que el anuncio de su retiro haya llegado recién esta semana, en la previa de su última aparición como tenista profesional en los Juegos Olímpicos de París 2024, también representa una victoria personal.
Murray es, en una simple pero potente definición, un escapista. Huidizo, calculador y estratégico, las tres características que lo acompañaron durante su carrera como tenista, en la que llegó a ser el mejor en la era de los mejores. Escapista en la cancha, escapista en la vida. Con precisión, desde el 13 de marzo de 1996.
Thomas Hamilton, un coordinador de los Boys Scouts apartado de su puesto por mala conducta, irrumpió en el gimnasio de una escuela primaria de Dunblane, al norte de Edimburgo, y abrió fuego contra alumnos y maestros. Disparó sus cuatro pistolas durante tres minutos y luego se suicidó. La masacre se convirtió en el asesinato múltiple de menores más resonante del Reino Unido.
Dieciséis niños y una docente perdieron la vida. Aquel fatídico día, sin embargo, un chico de ocho años volvió a nacer. Cuando se dirigía rumbo al gimnasio junto con su hermano, escuchó los tiros y corrió a esconderse bajo una mesa. Estratégico, escapó de la muerte. Ya lo había hecho antes, cuando llegó al mundo como un bebé prematuro y con la rótula bipartita -los huesos de la zona se mantienen separados en la etapa infantil-, pero aquella vez el destino lo transformó en un verdadero sobreviviente.
Por el asedio del trauma, su madre lo envió a Barcelona cuando tenía 14 años. Allí, en la conocida academia de Emilio Sánchez Vicario -autoboicot-mas-increible-del">capitán campeón de la Copa Davis en el autoboicot argentino de Mar del Plata 2008- y Sergio Casal, el joven que pudo haber perdido la vida en aquella matanza se forjó como tenista y se propuso ser el mejor. Y vaya si lo consiguió.
Un escapista, un deportista que creció, se formó y alcanzó la cima del mundo mientras materializaba su fortaleza emocional en momentos que trascienden la historia. Tanto que el hecho de que la cadera le dijera basta, y tuviera que anunciar su retiro con apenas 31 años en enero de 2019, luego de una primera operación en 2018, quedaría obsoleto durante la misma temporada: después de una difícil segunda cirugía de "reconstrucción de cadera", en la que le extrajeron una articulación y para reemplazarla por un implante metálico, volvió a jugar. Volvió a ganar, volvió a disfrutar de su pasión y de su espíritu competitivo, incluso tras las afirmaciones de los medios británicos de que debiera conformarse con el tenis recreativo.
“No puedo ponerme las zapatillas o las medias sin dolor”. Las palabras habían salido de la boca del escocés durante una conmovedora rueda de prensa en Australia, en la que contaba detalles sobre su dura decisión: “En diciembre decidí que no puedo seguir con esto. Necesito darle un cierre a la situación porque estoy compitiendo sin tener idea de cuándo acabará mi dolor. Le dije a mi equipo que podía aguantar hasta jugar en Wimbledon, aunque no estoy seguro de que pueda aguantar cuatro o cinco meses”.
No llegaría a Wimbledon, pero sí jugaría cinco años más, en un nuevo desafío contra el destino: volvería al top 50 y hasta ganaría su último título en el ATP de Amberes, en Bélgica, en noviembre de 2019, en una recordada pelea entre dos viejos conocidos contra el suizo Stanislas Wawrinka. Sabe a poco en relación a lo que fuera su carrera. Resulta diminuto respecto de la leyenda que supo construir.
Porque sólo un hombre fue capaz de destronar a todos en plena etapa dorada de Federer, Nadal y Djokovic; sólo un hombre tomó la herencia de Fred Perry y cortó una maldición de 77 años sin campeones británicos en Wimbledon, el mayor peso de su vida deportiva -cuando perdía en el All England "era escocés"; a partir de sus conquistas comenzó a ser británico-, y 79 sin conquistas en la Copa Davis; sólo un hombre se colgó dos medallas doradas en singles de los Juegos Olímpicos. Andy Murray, el ajedrecista, uno de los jugadores con más recursos y mayor inteligencia que surgieran en las últimas décadas en el circuito.
La construcción de la leyenda
Con cuatro derrotas consecutivas en finales de Grand Slam, en enero de 2012 Murray contrató como entrenador al mítico Ivan Lendl, quien también había perdido sus primeras cuatro definiciones grandes antes de triunfar en Roland Garros 1984, la primera de sus ocho conquistas de calibre. Los frutos aparecieron en su temporada debut con el checo.
Tras el llanto por la derrota en su primera final de Wimbledon, se colgó la medalla dorada en los Juegos de Londres, en el mismo recinto, meses antes de estrenar sus vitrinas de Grand Slam con el trofeo del Abierto de Estados Unidos. Dicen que, en medio de los festejos por el primer Grand Slam, su equipo de trabajo gastó miles de dólares en bebidas mientras que él apenas tomó una limonada de tres dólares.
Murray capitalizó el aporte de Lendl de semejante manera que encontró la entereza mental necesaria para soportar la presión de toda Gran Bretaña y lograr el ansiado título en Wimbledon, en 2013, para tomar el legado que había dejado Perry en 1936. La sequía se cortó con una maravilla digna del escocés: el triunfo 6-4, 7-5, 6-4 ante el incorruptible Djokovic en la final quedó plasmado como una exhibición táctica y estratégica de otro planeta. El serbio jamás encontró posibilidades contra un rival que colocaba la bola en el preciso lugar en que se lo proponía.
La lucha de género
A mediados del año siguiente pateó el tablero. Nunca fue común que un tenista masculino de elite elija a una mujer como entrenadora y el británico lo hizo. Por eso recibió infinidad de críticas cuando empezó a trabajar con la ex número uno Amelie Mauresmo, actual directora de Roland Garros. Con ella empezó a mostrar su faceta feminista y comenzó a defender los derechos de las mujeres siempre que tuvo oportunidad.
Su vínculo con la francesa duró dos años pero fue una clara muestra de su lucha contra el sexismo en el tenis. “Estoy a favor de la igualdad de oportunidades; si eso es ser feminista entonces podría decir que lo soy”, había deslizado años atrás. En un ambiente en que el feminismo aún no tomó cierta fuerza, Murray nunca tuvo problemas en pelear por la equidad de género.
Meses después de terminar 2015 con la primera Copa Davis para Gran Bretaña desde 1936, decidió cobrar los mismos premios que las mujeres en el Masters de Roma de 2016: “El Abierto de Italia parece ser uno de los últimos bastiones del chauvinismo machista; las jugadoras que el año pasado llegaron a cuartos debieron conformarse con 46 mil euros”.
Meses después ganó su segunda medalla de oro en los Juegos de Río y un periodista le preguntó qué sentía al ser el primero en lograr dos medallas en la misma disciplina. La respuesta fue determinante: “Creo que Venus y Serena (NdR: las hermanas Williams) tienen como cuatro cada una”.
Aquella temporada 2016 marcó un antes y un después en su carrera deportiva. Volvió con Lendl y sacudió al mundo: ganó 78 partidos sobre 87 disputados, logró nueve títulos, saboreó la gloria por segunda vez en Wimbledon y le arrebató de las manos a Djokovic el Masters de Londres y el número uno de fin de año tras otra final categórica. El punto cúspide de una trayectoria que acumula 45 trofeos -tres de Grand Slam y 14 de Masters 1000-, una Copa Davis, dos oros olímpicos, 41 semanas en la cima y 12 victorias frente a los número uno.