Esa, entiendo, es la pregunta principal. Todo lo demás, si se dice kleiniano, lacaniano, bionianio, winnicottiano, es secundario. Cada uno de los que ejercemos este oficio deberíamos hacérnosla en varios momentos de nuestra vida como analistas. Cada vez, encontrarnos con nuevos motivos para seguir ejerciendo esta práctica.

Operamos con lo que en nosotros analistas sigue interrogándonos en tanto analizantes sobre qué es lo que nos lleva a crear ese lazo particular con otros. Lazo cuya peculiaridad, como sabemos, consiste en poner a trabajar nuestro inconsciente al servicio de una escucha de la que no sabemos a dónde ha de conducirnos.

Se trata de una implicación que no es ni la de la amistad ni la de la medicina. ¿Entonces?

Vayamos por partes. Una asociación viene a mi memoria, Ludwid Wittgenstein dijo una vez que sobre lo que no se puede decir es mejor callar. Más tarde reformuló su idea y propuso que lo que no se puede decir es posible mostrarlo. Esto me lleva a pensar que como analistas nos deslizamos entre estas dos aseveraciones. Entre lo reprimido y su retorno en los síntomas y lo que no fue inscripto en el psiquismo y su retorno como, lo que denomino, una insólita extranjería. Cuerpo extraño que interfiere en el lazo social en el que se manifiesta. Locuras transitorias o permanentes en los vínculos.

Cuando ocurren dentro de un análisis nos afectan directamente. Cuerpo y mente denotan lo que en el otro no tiene aún condición de palabra con sentido. Momentos especialmente intensos que nos llevan a preguntarnos qué nos hace analistas.

Si la cadena del lenguaje se rompe a causa de impresiones amputadas, imposibilitadas de palabra, no queda otro recurso más que hacer del otro, en este caso de la persona del analista, el sitio donde manifestarse.

No todo es palabra en una historia de vida, lo que no llegó a serlo necesita expresarse. Buscará la manera de mostrarse ante otro al que desconcierta, o lo que es más insólito, se manifestará en el otro. Si uno es analista deberá aceptar esa afectación y convertirla en labor analítica. Si no lo hace no habrá lugar para el análisis.

Ahora bien, qué es lo que impulsa que uno se empeñe en estar ahí dispuesto a recibir o, mejor dicho, a hacerse portador de lo indecible de un otro. Momentos donde el lazo analítico, la transferencia, es interferida por esa ajenidad que sin embargo resuena como propia.

No se puede elegir el cuerpo con el que se expresa un sufrimiento ni la boca con la que se formula una verdad oculta. Estar analista es sobrevivir al momento donde se pierde la certeza yoica. Aceptar abandonar la seguridad que nuestra identidad como analista nos brinda para poder resonar en consonancia con otro.

Si un análisis puede ser útil para alguien, es porque hay alguien que se presta a ser tomado en un vínculo donde pone entre paréntesis su subjetividad para que esos fragmentos de una historia mutilada puedan ser inscriptos en un relato que signifique algo para alguien. El analista, a él me estoy refiriendo, no tiene otra ayuda que su propio inconsciente. Oficio que puede transformarse en algo sumamente ingrato o luminoso. Pagar con su ser el estar allí no es algo indiferente a la persona.

Y, entonces, la pregunta sobre qué nos hace analistas está ahí. Las respuestas que nos demos no necesariamente provengan de nosotros. Winnicott agradecía a sus pacientes el que pagaran para enseñarle. Y si alguien con su locura viene a darnos alguna respuesta tal vez no tengamos otra salida que la entrada al laberinto.

El monstruo está demasiado allí... tal vez para hacerlo existir y finalmente poder convivir con él. Y con eso curamos. Paradojas del análisis.

Ferenczi pensó que podía ocurrir en un análisis algo así como una experiencia de mutualidad, donde el analista pasara en algún momento del análisis a ser el paciente de su paciente a partir de poder poner en juego algo personal que resonara entre ambos. Y que eso personal al entrar en consonancia con lo que el paciente trataba de expresar podía alcanzar a develar algo a lo que el análisis tradicional, el que sostiene siempre una neutralidad benévola ante los dichos del paciente, no llegaba a acceder. A eso lo denominó análisis mutuo.

Pienso que hay situaciones en un análisis donde alguien podría preguntar cuál es el sujeto analizante. En esos momentos, entiendo que la cuestión transcurre en un “entre”, ni totalmente uno ni otro. Es a lo excluido de una historia, borrado de la cadena del lenguaje, a lo que se dirige ese análisis. A eso que retorna entre paciente y analista como cuerpo extraño, extranjero al decir y a lo dicho, insólito que intenta un nuevo juego de lenguaje que le permita poder expresarse. Interferencia en el diálogo analítico que afectará a ambos participantes, extranjería que balbucea lo indecible.

La idea de un yo como ejecutante del decir quedaría abolida. Se pone a rodar otra película que se vivió pero que no se podía referir, porque no se tuvo palabras para contarla.

La narración analítica se construye entre lo que uno no sabe pero muestra y otro que lo recibe desde sus propias interferencias resonantes posibilitando poner en juego aquellas cosas innombrables de una historia. Y en eso está uno afectado subjetivamente. Aquello que lo hace a uno estar analista.

Luis Vicente Miguelez es psicoanalista.