El cinismo moderno es una razón aliada al poder. Una sonrisa burlona que cae sobre quienes no lo tienen. Es un juicio despreciativo de la constitución débil o defectuosa de los cuerpos no poderosos. Es un acto subjetivo que extrae su superioridad de una complicidad explícita o tácita con los valores dominantes.
Los feminismos, como movimiento real -con las contradicciones que tiene todo movimiento real-, producen un saber de contrapoder respecto del carácter patriarcal de nuestras sociedades. Como todo movimiento que combate la lengua dominante, es una y otra vez convertido por la política convencional en un enemigo. Es por eso que se lo caricaturiza.
Que el presidente que hizo gala de su ignorancia declarando que en su gobierno se había abolido el patriarcado sea ahora acusado judicialmente de propiciar golpes y malos tratos a su ex pareja nos hace pensar. La noticia -con lo que se sabe hasta hoy- no hace sino confirmar hasta dónde llega la presencia del cinismo en el propio tejido de promesas -una y otra vez frustradas- del llamado progresismo político (sea peronista o no).
Seguir el hilo del cinismo es esclarecedor. No hay más que tomar los hechos publicitados en las últimas semanas para entender su verdadero alcance. Me refiero, por supuesto, a la visita que un grupo de legisladores de LLA hicieron al penal de Ezeiza para visitar a los genocidas capitaneados por Alfredo Astiz. Y a su gestión para que el Poder Ejecutivo Nacional actúe otorgándoles beneficios. El libro La llamada, de Leila Guerrero, que tanto se difunde estos días, se refiere precisamente a la violencia sexual en la ESMA. La verdad sobre las prácticas del Terrorismo de Estado no constituye un pasado olvidado. No hay cómo esconderse en la supuesta ignorancia de los hechos. Hace sólo unos días, el jefe de la publiscística oficial Agustín Lage insultó en las redes a las Madres de Plaza de Mayo y dijo que sus hijos estaban "bien muertos". Es decir: justificó y reivindicó las prácticas -que incluían las peores violaciones sexuales- del Terrorismo de Estado.
Seamos claros: el cinismo que nos atraviesa -estúpido y criminal- es el principal obstáculo para la regeneración de prácticas verdaderamente libertarias (en el sentido real que esa palabra tiene), es decir, productoras de igualdades. Todo aprendizaje contra el cinismo es un aprendizaje contra la avanzada corrupción del lenguaje. Pero ser claros no es fácil. Supone comprometerse en el ejercicio de buscar -dentro y fuera de cada quien- los recursos necesarios para combatir ese veneno -estúpido y criminal- lo mejor posible. Ejercitarse en un habla y una escucha no cínicas forma parte del entrenamiento elemental de una activa resistencia contra las fuerzas que promueven con éxito la descomposición del habla. Tal la magnitud del ataque que sufrimos. Pero no habría que confundir un habla clara con la facilidad de palabra que circula en la comunicación (en redes y medios). Porque esa aparente claridad es fluidez de circulación transaccional, y tiene la misma lógica diáfana de la circulación del dinero (como lo explicaba hace décadas Gilles Deleuze). No. Me refiero al pretencioso y exigente entrenamiento que nos permitiría no sucumbir del todo al agobio del cinismo presente en nosotros mismos (en lo individual, tanto como en lo grupal y en lo social mismo). No sugiero que tengamos las fuerzas para proponernos acabar con él (ni que exista en nosotros alguna instancia pura y autorizada para moralizar a nadie). No. Pero sí que sin combatir como se pueda este cinismo poderosamente organizado en la propia lengua política (y hasta militante) no habrá como reconstituir movimientos que vuelvan a conmover con la fuerza de la verdad.