En este preciso instante podríamos separarnos. Y quedar de un lado quienes pueden pagar una noche en un muy sofisticado hotel de París y del otro quienes no pueden, por sus ingresos o sus circunstancias. No sería una división justa de la población mundial, seguro, pero así sabríamos de qué lado estaba Alejandro Kuropatwa cuando quiso despedirse de sus seres queridos, pagó una noche en el Hôtel Meurice y en una de sus habitaciones montó una muestra de fotografías: estaba del lado de los que pueden. Y para certificarlo pidió filmar un video que narrara tal circunstancia y que hoy puede verse en Imágenes seropositivas, la muestra sobre el impacto del vih en la cultura artística argentina de la década de 1990 curada por Francisco Lemus, muestra que va a cerrarle los párpados a la sede microcéntrica del Nuevo Museo Energía de Arte Contemporáneo (La Ene), inaugurada a comienzos del año pasado con la primera muestra individual de Básica TV en la ciudad de Buenos Aires. Integran la muestra una serie de fotografías de Alejandro Kuropatwa, distintos materiales del proyecto Yo tengo sida de Fabulous Nobodies (Roberto Jacoby y Kiwi Sainz) y documentos de la época, como rodaje de tv, campañas gráficas y demás, para desplegar “las tensiones entre los discursos oficiales en torno al vih y las imágenes artísticas, que desbordaron los contornos del mundo del arte para hacer legible desde lo público y lo privado distintas maneras de vivir con el virus.”
Como dos novios
¿Alguno tuvo el privilegio de escuchar alguna vez, en el asiento de atrás del colectivo, a dos novios contándose por enésima vez cómo se conocieron? Imágenes seropositivas, incluso mediante aquellos materiales inéditos como las fotos de Kuropatwa, tiene algo de eso: es una historia de amor donde se repiten las cosas si hace falta. La primera vez que nos cruzamos, y lo que uno le dijo al otro. Y los Fabulous Nobodies con sus frases y locuras tiernas. ¿Y el día que uno de los dos se animó a mandarle al otro un SMS, allá lejos en el tiempo? Fue cuando Kuropatwa, otra vez, le hizo una serie de fotos a Liliana Maresca.
“La gente con sida tendría que tener la misma oportunidad que yo”, escribió Kuro, como lo llaman sus seguidores, en una solicitada publicada en Clarín un día de 1997 (recuperada en uno de los papeles que uno puede llevarse a casa al pasar por la muestra) tras ver que los efectos del cóctel carísimo lo eximían de morirse. Hoy en día una frase semejante podría servir de molde para una declaración de Lena Dunham al explicar sus ingresos, por ejemplo: las mujeres que sufren toqueteos al obrar como recepcionistas en una oficina de abogados y que además necesitan un segundo trabajo para alquilar un monoambiente oscuro tendrían que tener las mismas oportunidades que yo. Claro que una declaración así caería medio mal. Y es una pena que en Estados Unidos, con tanta gente buena, próspera y preocupada por los demás como hay en ese país, como los modestos titulares de la revista New Yorker cuyo lema es: “la mejor prosa del mundo, siempre”, tengan a un presidente que es tan fanfarrón. También debe haber sido una pena (sad!, en palabras de Trump) ver cómo las personas que se contagiaban HIV y no podían pagar el delivery de pastillas se morían tiritando de frío, pero Imágenes seropositivas se mantiene al respecto libre de opinión: así prolonga el mito de cómo fue luchar contra el virus para artistas como Kuropatwa que hicieron una fructífera industria del tema. La muestra apuesta a lo que Lemus llama sida power contra el sida down, en un año que ya tuvo de protagonista a Liliana Maresca, una mujer enigmática que hacía cosas increíbles con ramas y tronquitos bañados en metal, hoy reconocida en una retrospectiva (la tercera, si no la cuarta) en el Mamba. Además de los canadienses General Idea (Malba) y Sergio Avello (Mamba otra vez), entre otros portadores semánticos del VIH cuyas obras, sin embargo, se esforzaron especialmente en trascender ese tópico, como quien quiere cambiar el tema en una conversación. Reconocerse, reconocer a un artista, debería ser un proceso mutuo, un secreto compartido entre entidades que progresivamente van perdiendo sus límites: pero usar vidas, nombres y objetos para llenar gacetillas de prensa y excitar a la opinión pública al mostrar al enfermo o al drogadicto en el museo es algo raro, que no se parece a compartir una mirada con alguien. Ni debería llamarse reconocimiento, por eso. Se parece más a lo que se hacía con los orangutanes y las panteras en los zoológicos victorianos: el término más aproximado debería ser explotación. De ahí tal vez la insistencia de Lemus en la palabra imagen al referirse a una muestra que casi no tiene acentos visuales dignos de ser explorados: la imagen (sea texto, foto, video) es por definición algo explotable, instrumental, casi comestible. Al convertirse en imagen, la obra de un artista deviene fuerza de trabajo disponible, sustrato del significado institucional y objetivo móvil de las gacetillas de prensa más consensuales y benevolentes. Deberíamos pensar si la historia del arte quiere tener este destino: enrejar y poner un texto impreso al costado de la jaula, para promocionar sus más vistosas características. Todas cosas que ya nos dijimos, cuando nos conocimos, y que muchas veces nos hemos vuelto a decir: porque la historia de los artistas que debieron bregar contra el virus es una historia de amor, es verdad. Y a los artistas que hicieron cosas grandes, cosas interminables, como Maresca y Avello, y en los que un día te pudiste reconocer viéndolos en un libro o en una página web, o en una retrospectiva anterior, es raro ver cómo sus obras bailan cansadas al ritmo de la flauta de los funcionarios de la imagen. Es como si algo infinito pudiera cerrarse en el sentido, o como si pudieran decirte que el mar cabe en un frasco de vidrio, al presentar a un artista con rasgos y acentos rápidos que desconocen esa cosa incoherente, distractiva y elemental que los alimentaba, a ellos y a nosotros.
¿Tiene algo frívolo, entonces, embutir la obra de un artista en una gacetilla de prensa que explica cuestiones de la esfera pública? Ser frívolo no es un problema hasta que tengas que atravesar una circunstancia incierta pero muy urgente: el repliegue político. Hasta que te toque la suerte que New Yorker le deseaba a Donald Trump en las horas previas a su reveladora elección del año pasado, un momento para el cual la revista compró mucho champagne y mandó a Barbara Kruger a diseñar una tapa que nunca vio la luz, con el primerísimo plano en blanco y negro del entonces candidato y la palabra loser sobreimpresa. Y no es que la tapa hubiera sido tan fanfarrona como el slogan de la revista con la mejor prosa del mundo (ever seen, agregaría Trump): el verdadero problema es que creyeron que Barbara Kruger podía traerles suerte.
Los jóvenes no dan bola
¿Qué le pasa a un nene sentado en la mesa del living, frente al cuaderno abierto, en el trámite dilatado de hacer la tarea de matemática? Se distrae, por supuesto. Se queda a solas mirando la escuadra y el compás. Lo invade la duda frente a lo obvio: Jacinta festeja su cumpleaños, invita a cinco amigas a su casa y tiene cuarenta caramelos. ¿Cuántos caramelos se lleva cada una de las amigas? Pero antes de escribir la respuesta el nene ya está distraído o pensando en algo más importante. Y al volver a la consigna escrita en imprenta, siente que lo desconocen, que le hablan como si sufriera algún retardo. Con las muestras pasa también: sin enigmas ni lagunas, al estar todo explicado, la sensación principal es la de no entenderse. Después de la primera sala con el video y las fotos de Kuropatwa se pasa, mediante pasillo con documentos de prensa y publicidad de la época, a la segunda con la mesa con el material de Fabulous Nobodies, más extractos periodísticos esta vez en una tele y más fotos de Kuropatwa. La muestra intenta que las obras (“las imágenes”) contrasten con el material documental: publicidades y comunicados de prensa que bajan línea sobre los peligros del vih y las formas de abstenerse del contagio. Los artistas, postula Imágenes seropositivas, hacían y decía otra cosa sobre el tema. Elaboraban estrategias más vitales y más sutiles. Y eso es verdad. Sin embargo, el buscado contraste tarda en llegar porque la mayoría de las piezas, las fotos y el video, se muestran tenues, pidiendo un contexto más silencioso donde acercarse a ellas, por ejemplo sin la estridente gráfica periodística montada en el pasillo, en primerísimo plano, casi para chocarse contra la nariz del espectador, con esos mensajes sanitaristas que recuerdan los avisos sobre problemas de erección o cáncer de boca de las marquillas de cigarrillos o los afiches del Opus Dei contra la posibilidad de interrumpir un embarazo en caso de necesidad: todo crudo y a muy alto volumen. Lo mismo vale para la tele y las escenas que recoge, magistrales algunas, como un recordado almuerzo en la mesa de Mirta: en el esfuerzo de hacer exhibiciones de cultura visual que entremezclen obras de arte con fragmentos brutos de la vida social, a la manera de las curadurías de un Cuauhtémoc Medina, se llevan puesto todo lo que tienen alrededor.
Una banda de cuatro cantantes
“Drogate todo lo que quieras”, le dijo Moria Casán a la hija que estaba trabajando con ella en una obra, “pero respetá a la gente y llegá temprano a los ensayos”. Y eso es algo que los jóvenes pueden entender. Lo podría haber dicho de otra forma: cuando llegás tarde tenés menos tiempo, las cosas no pueden hablar entre ellas y quedan así como llegaron. Imágenes seropositivas está hecha con retazos de otras cosas, vistas o no, pero en lugar de templarlas en su propia conversación las presenta en su individualidad, cada una aislada del resto. Nada asiste desde las penumbras, nada yace en segundo plano. Como en una banda de rock perdida en una lacerante pelea por el micrófono principal, en la que nadie quiere ser bajista o arreglador, cada objeto de Imágenes seropositivas se desvive por el protagonismo y farfulla los títulos de las novelas de Dalia Rosetti (Dame pelota y Me gustaría que gustes de mí).
Sería bueno, un modesto día como hoy, poner algunas certezas en dudas. Y para eso, aunque tengamos la mejor compañía, hay que estar a solas con los símbolos. Sería fácil, además decir que el VIH, la sexualidad y la biopolítica están en tren de convertirse en el próximo Che Guevara de la historia del arte argentino, la nueva épica del sacrificio artístico que los historiadores están descubriendo en archivos o abajo de alguna cama. Imágenes seropositivas hace un aporte en esta dirección. Tanto tiempo después de las proezas de Tucumán arde! y de las acciones del grupo C.A.D.A, hechos gastados que muchas horas sin dormir pasaron en innumerables curadurías en los últimos años, ahora llegan a ustedes en forma de cáscara, en forma de imagen, los ídolos de los años 1980-1990, la intensidad, la noche y los festejos del trabajo creativo y otras emanaciones del capitalismo tardío. Por eso tal vez hoy en día los ídolos, no así las personas, están de más. Y lo demás, como dijo una persona que sufría del estómago hace muchos años, no importa nada.
Imágenes seropositivas se puede ver en La Ene, Esmeralda 320, 2do piso, jueves y viernes de 15 a 19. Hasta el 22 de diciembre.