La operación “zurdos tiemblen” es ante todo ideológica: comienza y termina con la introducción del término "woke" (que los neofachos traducen como "progre"). Una vez que se acepta ser progre, la operación se ha consumado. Tanta eficacia esconde una derrota de otra índole. 

El “neo facho” no hace más que tomarse en serio lo que el "progre" se tomó a la ligera: que es posible hacer política democrática sin tomarse en serio el núcleo constitutivo de la injusticia que son las relaciones de explotación social. El simple hecho que tanto tiempo de vida de los muchos (trabajadores) sea subordinado a la ganancia de unos pocos (propietarios privados). 

Si por “progresismo” hay que entender una posición que relativiza esta condición estructural y estructurante de la explotación social, y que crea una practica de la cultura sin arraiga en esta condición de injusticia suma, entonces la derrota frente a los “neo fachos” viene casi consumada. Dicho de un modo más directo: una vez que se asume -dentro del progresismo-, una idea de la cultura y de la historia incapaz de comprender que la explotación social es irracionalidad colectiva concentrada, ya no hay cómo detener el desbarranque (ni mucho menos ganar ninguna pretendida “batalla cultural”). Al aceptar que la explotación social -que es siempre ya explotación de la diferencia de género, de la diferencia nacional y étnica y un proceso racializante- no tiene más realidad que la de las palabras que la nombran, y que no es más que un efecto de discurso que rivaliza en pie de igualdad con tantos otros, la crítica radical del neoliberalismo deja de ser tal, y pierde -como decía Walter Benjamin- capacidad de enfrentamiento con el neofascismo. El progresismo desarmado, abrazado a una retórica insulsa de “democracia” y el “liberalismo”, se declara en estado de perplejidad continua mientras los neofachos arrasan con la cultura del pacto social y político. La eficacia de la operación “zurdos tiemblen” consiste sacar las conclusiones obvias -sus crueles pavadas- del supuesto fin de toda verdad ligada al antagonismo social.

Nazis contemporáneos, neofachos, o reaccionarios de nuevo tipo: no discutiremos ahora mismo los nombres, sino las condiciones en las cuales una oligarquía occidental acompañada de publicistas se apodera de la crisis desde arriba para imponer un orden por medios violentos.

Y si digo “violencia” no es para agitar fantasmas en vano, ni para hacer comparaciones históricas impropias. La violencia de las oligarquías occidentales contra las comunidades de trabajadores está en acto bajo la forma de la limpieza étnica en Palestina, el odio al migrante en Europa y las deportaciones en EEUU. En nuestro país, la violencia política es una cuestión inminente. No solo por las personas y grupos neofascistas que se sienten autorizados por la voz oficial (“los vamos a ir a buscar”) a agredir y atacar a activistas y comunidades. No sólo porque el gobierno estructura pacientemente una red de activistas capaz de provocar agresiones por delivery. A todo esto hay que sumar una violencia ejercida por medio de la privatización de los mecanismos de regulación social -coberturas sociales, derechos sindicales, espacios de la memoria- que agrede, atemoriza y dispersa a las y los trabajadores de nuestro país. La operación “zurdos tiemblen” repite como farsa lo que recordamos como tragedia. No alcanza con repetir lo que sentimos: que aquí no tiembla nadie; que somos los orgullosos hijos de las Madres y las abuelas. Urge, además, asumir plenamente la agenda 2025 desde interpretaciones activas y lúcidas del antagonismo social.