El balance político en marcha, obligado por el ascenso de la ultraderecha, tiende a densificarse en torno a dos palabras que por momentos aspiran a funcionar como categorías históricas exactas pero son redefinidas al fragor de la lucha política que se pretende aisladamente “cultural”: progresismo y fascismo.

Estupefacto ante la ola ultraderechista, el llamado progresismo se esfuerza en caracterizar los rostros intencionalmente imprecisos de un enemigo que no deja de agredirlo de mil maneras desde un poder estatal asistido por perturbadoras prolongaciones virtuales. Pero lo que lo ha vuelto vulnerable, torpe y desprovisto de humor al progresismo no es el neofascismo en curso, sino su propia renuncia a estudiar y denunciar las formas de explotación social.

¿Qué es lo que dice la objeción reaccionaria (tan de moda) contra lo “progre”?: que la “diferencia” cultural, empleada contra la “igualdad” real fue una estafa. Y esa objeción tendrían toda la razón del mundo si no fuera -pequeño detalle neofascista- una violenta impugnación de las diferencias reales tanto como de la igualdad social. Convertida en crítica radical, apuntaría contra el patrón de acumulación de capital y “sus” formas culturales. Pero la astucia sin verdad de los reaccionarios se limita a sacar provecho de una derrota previa del propio progresismo. Esa derrota autoinfligida fue una
práctica de la “cultura” artificialmente separada de las relaciones de explotación social (que como sabemos son siempre explotación de la diferencia de género, de la diferencia nacional y étnica y un proceso racializante). El “neo facho” no hace más que tomarse en serio lo que el “progre” se tomó a la ligera: que no hay política democrática efectiva escamoteando el hecho de que unos pocos se apropien de manera privada lo que surge del tiempo de vida cooperante de amplias mayorías.

El 18 de noviembre de 2024, un día después de que un vistoso referente del mileísmo hubiera anunciado en un acto de escenografía fascistoide la constitución de su agrupación “Fuerzas del cielo” como brazo armado de la “nueva” derecha”, el filósofo Luis García hizo referencia al “fascismo cosplay” como una apropiación por parte de la “nueva” derecha de la “mascarada travesti” y de su enorme “potencia camaleónica”. Lo que le interesa al capitalismo cosplay, dice García, es incorporar una movilidad y una flexibilidad que el fascismo histórico rechazaba. El cosplay es el modo de superar la “rigidez y estereotipia” que convirtió al fascismo en objeto de “parodia” (por ejemplo en “El gran dictador” de Chaplin). Al actuar voluntariamente en la parodia de sí mismo, el fascista cosplay obtiene un “mayor dominio sobre el campo de efectos de su performance”. El efecto de esta acción de “imitación” de lo que es redunda en que nadie “cree” que estos jóvenes fascistas que participaron de aquel acto sean “realmente” “fascistas”. El carácter “pantomímico” y provocador de la actuación parece relevarlos de los efectos de sus actos. Lo que advierte García es que “el devenir travesti del fascismo es su estrategia más deslumbrante y genial”, la que le permite ingresar “en nuestro mundo pluralista y escéptico, fluido y veloz”. La autoparodia del fascista nos avisa entre chascarrillos que la cosa puede ir en serio.


Los neofachos, o fascistas cosplay, comparten con el progresismo una práctica de la cultura sin arraigo en las críticas de las practicas materiales de vida. La renuncia a comprender que la explotación social es irracionalidad colectiva concentrada, permite al fascismo 3.0 llevar esa irracionalidad a fondo, contra toda experiencia vaciada de democracia (y liberalismo). Y es que el “culturalismo” desarraigado de la lucha contra la explotación de lo común (de la “batalla cultural”) deviene superestructura de un neoliberalismo guerrero a gran escala. De ahí el entusiasmo -quizá prematuro- ante el surgimiento de un antifascismo denso en prácticas -festivo, serio y combativo- capaz de hacer de la diferencia subjetiva el camino a una igualdad material, y de la cultura una expresión de lucha contra la explotación: una convergencia de movimientos, grupos y personas que aman la libertad y denuncian todas las formas de explotación de lo común: las que ocurren bajo la forma de la renta -inmobiliaria, agraria, financiera- y la extracción de plusvalía -fabriles, algorítmicas, sexuales-: contra los extractivismo, los neo extractivismo y los tecnoeoextactivismo.

Lo facho que pretende sustituir a lo progre como superestructura de un capitalismo “brutalista” (en el sentido arquitectónico que le da Achille Mbembé) o “absoluto” (Etienne Balibar) forma parte de una absorción de la cultura, la geografía y la técnica en favor de la acumulación del capital a gran escala. Por eso suena a poco limitarse a corregir los "excesos woke", y a canalla aceptar que la crítica de lo progre siga en manos de los “fascistas cosplay”. La crítica radical del progresismo -como del neofascismo- solo será radical cuando sea hecha desde un tipo de antifascismo que no puede, si desea ir en serio, ser confundido con una tolerancia de las identidades cínicamente indiferente a la intensificación neocolonial de la explotación de la vida (gran tema para quienes postulan un frente electoral democrático antimilei).

El problema de fondo que plantea el “fascismo cospley” es el de la violencia. No sólo por que autoriza la amenaza y el ataque físico (“los vamos a ir a buscar”, Milei dixit); o por la agresión vía delivery que se macera entre trolls y servicios de inteligencia. Hablamos también de la militarización de lugares de trabajo denunciada por el gremio de aceiteros y, sobre todo, de la violencia estructural que parte de privatizar las formas de regulación de la reproducción social. Si el fascismo actual pretende tomar, desactivar y convertir el entero cuerpo social a una forma hiper reaccionaria del mercado, el enorme logro del antifascismo actual sería activar -y ojalá la marcha del sábado 1 haya sido un paso en este sentido- un afecto multitudinario opuesto y mayor (como decía Spinoza) al del miedo, el individualismo y el amor a la esclavitud.

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