La mitología azteca cuenta que hay dos dioses enfrentados, dos divinidades que encarnan realidades, miedos, enseñanzas, caminos y sensaciones que los constituyen como opuestos complementarios: el uno existe en su condición de reflejo por la negativa del otro. Tezcatlipoca Negro y Quetzalcóatl vendrían a ser los Dionisos y Apolo mexicanos y, como tales, condensan en sus concepciones el universo todo. Una cosmovisión que poco tiene que ver con las valoraciones en términos del bien y del mal, producto de lo que sobrevino después de la manzana, la expulsión y toda la historia tan conocida que explica por qué las cosas buenas siempre vienen con una carga de culpa. Existen otras maneras de entender la vida, la muerte, el gozo, el pasado y el presente. Tal es el mensaje que, desde hace casi treinta años, se propuso difundir el grupo mexicano Café Tacvba. Y el show del jueves pasado en el Gran Rex no fue la excepción.

Hay una preocupación que se mantiene a través del recorrido musical del cuarteto y es una preocupación por el presente. Ese camino fluctuante de estilos que constituye el sello de la banda tiene una constancia y una coherencia en el plano poético. Y eso se pudo confirmar en las más de dos horas que duró el recital en las que, con la excusa de la presentación de su último disco, Jei Beibi, dio un repaso por su discografía, con el que reforzó cada uno de los motivos que sobrevuelan el espíritu tacvbo.

Como si del ritual de una tribu de un mañana distópico se tratara, ataviados con máscaras, apoyados en un beat tribal y a la vez electrónico: así fue la irrupción de los cuatro en escena. “Futuro” es un canto a ese ahora que el ser humano se empecina en desperdiciar: “Es una cuestión de tiempo, tan sólo este momento en que eres y en que soy”, repitieron una y otra vez para concluir que “El futuro es hoy”. La gravedad del asunto quedaría reafirmada y confirmada con “Disolviéndonos”, “Matando” y “Volver a comenzar”. El arranque del show fue una declaración de principios firme y contundente, tanto desde la lírica como desde lo musical. Porque la banda sonó aplastante pero, al mismo tiempo, logró crear en cada tema texturas y climas que hicieron que cada uno se moviera dentro de su propia lógica. Esa obsesión por el presente se tradujo en la intensidad de estas canciones que sonaron como si cada una fuera a ser la última.

El siguiente bloque habilitó un lugar para el amor como otra forma del presente. Emmanuel “Meme” del Real le puso voz a “Eres”, seguida por “Que no” y “53100”. El ambiente se tornó remolón y bailable con “Como te extraño mi amor” y, con “Chilanga banda”, nuevamente rock/hiphopero, como para que no pasara demasiado tiempo sin que apareciera ahí, sobre el escenario, cada recortecito de ese patchwork que es Café Tacvba: desde Leo Dan hasta los Beastie Boys. Todo en su medida y armoniosamente.

El baile como liberación, como rito, como exorcismo: ahí también hay una apreciación del presente instantáneo, efímero y único. La seguidilla de temas a continuación fue un in crescendo en el que Rubén Albarrán pareció dejar su cuerpo a merced en esos trances de la danza y se convirtió en un pequeño chamán saltarín, feliz y sonriente. “Seremos capaces de bailar por nuestra cuenta”, cantó (¿se preguntó o lo afirmó?) en “El fin de la inocencia”. “Todo se acaba. El momento es un gas que se disuelve como un sueño”, advirtió risueño, en una de sus conversaciones con el público. Y entonces llegó “La chica de la banda”, canción de amor a una muchacha punk, y el primer corte de la noche.

Si la primera parte del show se trató de hacer foco en diferentes maneras del goce del presente, la segunda estuvo marcada por una mirada un poco más crítica acerca de lo que la humanidad está haciendo con ese presente que le toca. Meme, acompañado solamente con un sintetizador, dio inicio a esta sección con “El mundo en que nací”. Luego, con la banda completa, llegó “Volcán”, primer tema de El objeto antes llamado disco de la noche. Después vino “Pájaros” con su arenga casi mántrica, sostenida en dos notas, espiralada, insistente, corrosiva.

Antes del final, y como si la posición del cuarteto no quedara suficientemente clara a través de sus canciones, Albarrán se tomó un tiempo para poner nuevamente en palabras eso mismo que está en sus letras: su preocupación por los derechos de los niños, de las mujeres, de la comunidad LGTBIQ, de los pueblos originarios y de los animales. Con “1,2,3”, el escenario se convirtió en pista de baile, porque los tacvbos tienen la particularidad de poder hablar sobre una injusticia tan triste y tan grande como el asesinato de 43 estudiantes sin ponerse solemnes. Y entonces llegó el “paparapaparapaoeeeeo” y “el amor es bailar” y la ilusión de un cóctel en la mano con “El baile y el salón”. 

“Un pensamiento para los que arrancaron su camino hacia las estrellas y para nosotros también, que en cualquier momento lo comenzamos, para que lo hagamos así, ligeritos, sin angustias y sin miedos”, presentó Albarrán “Déjate caer”: la muerte como parte de la vida y nuevamente ese presente escurridizo. Un presente que, minutos después, marcaría el final de ese acontecimiento llamado concierto de rock.