Sos un bebé. Un día estás en la plaza, en tu cochecito, y de la nada un chancho te muerde la cara. Se lleva un pedazo de tu cachete, dejándote sanguinolento y lloroso. Para que una calamidad así pueda ocurrir, la niñera encargada de llevarte a tomar aire tendría que distraerse, tal vez hablando con un galán que vende verdura en un puesto. Y para que un chancho suelto circule a sus anchas en un espacio público tendríamos que remontarnos a fines del siglo XIX y localizarnos en la periferia de Rosario. Ahí estaba Manuel Musto, el pintor más blanco de los que florecieron en los años 1920 en la cabecera del río Paraná, tan chico y ya tan lastimado.
Otro día te levantás achacoso, viejo y aislado, sobrellevando una enfermedad bizarra en la piel, el pénfigo, y una soltería indeclinable. Ya no esperás que te jueguen limpio nunca más, escuchás en la radio: te sentís tan mal que preferís no salir, quedarte con lo que tenés cerca: tus cosas, tus amigos. Ahí estaba Musto otra vez, al filo de los años 1940, en el barrio de Saladillo, así nombrado por el arroyo cercano, pintando en su taller.
Pero sería triste contar la vida de Musto exclusivamente a través de sus desgracias, y sería insuficiente también apelar a las tristezas y alegrías más deliciosas que incluyó: su amor incondicional y lacrimoso por una prima que no le llevó el apunte y a la que le escribió muchas cartas, o las peripecias varoniles en las que incurrieron con su queridísimo Augusto Schiavoni en Italia (un viaje del cual Musto tuvo que volverse apurado por la muerte de su padre, para no faltar en la casa) y otra vez de vuelta en Rosario, más exactamente en las cercanías de ese Saladillo cuyos vados, arbolitos y bichaje de distinto tenor (gallinas, pavos, gansos) Musto y sus compañeros pintaban con embeleso.
Musto había nacido en 1893 en Rosario, donde estudió con Ferruccio Pagni, un artista italiano. Toda su vida pintó, en su taller, las cosas de su taller. Siempre ese lugar, con la mesa cargada de frascos con pinceles, las sillas con almohadones, el caballete, el jarrón azul de todos los días. Esos cuadros hoy pasan la noche en la sala central del Museo Castagnino en la exhibición Vigor y trascendencia: El legado de Manuel Musto, una muestra de gabinete en el corazón de una exhibición más grande con la que el Castagnino celebra sus 80 años de vida y cuyo título global es Un museo moderno, 1937-1945.
La exhibición consta de “piezas de archivo, documentales, bibliográficas y biográficas”, según el texto de presentación. Están ahí las flores y los jarrones, los desnudos, las gallinas del patio. Esas eran las cosas y las personas que Musto tenía cerca: las cosas queridas una tras otra.
Los realistas rosarinos pintan lo quieren, en todos los sentidos del verbo. Pintan la esquina, los cuchillos de la casa, a los amigos o el mundo entero como si estuviera hecho de amigos. Augusto Schiavoni retrata a su hermana, de niña, y la vuelve a retratar años más tarde. Después retrata a los compinches reunidos a la mesa. Después a Musto. Musto también lo retrata a él, dos veces. Panamiguismo, podríamos llamar a esta sensibilidad de un grupo de artistas nucleados en la ciudad de Rosario a la edad en la que se comparten las cosas más simples.
Todo esto empieza lejos de Rosario, sin embargo. Más exactamente en la ciudad bonaerense de Azul. Allí viene al mundo Martín Malharro, en 1865. Viaja a Europa, se interioriza de Montmartre, la poesía y el anarquismo, y alrededor de 1911 saca una pintura con un título formidable: Mis amigos los árboles. A Malharro se lo considera uno de los primeros impresionistas, aunque no era tanto un seguidor de las tendencias del arte europeo como podría decirse de Fader. Y Malharro tenía un entendimiento particular que transmitió a sus discípulos directos, como Carlos Giambiagi y Valentín Thibon de Libian, y también a los que nunca conoció, como los dos Schiavoni y Musto. Todos se hicieron amigos de los árboles, las flores, los remansos, más tarde o más temprano. Si querés algo lo mirás mucho, le encontrás nuevas facetas o detalles. Por eso el panamiguismo es una religión de la cercanía pero también de la constancia. Tiene que ver con ejercer cuidado al mirar. Rincón del taller, la pintura de Musto de 1927, es un mundo de luz suave y virtudes azules. Es una tarde en el taller; es un día y es todos los días. Es como siempre ir al mismo café o decirse todos los días las mismas cosas. ¿Pintor no es aquel que hace siempre lo mismo? Tenerlo en mente ayudaría a aliviar el estigma (compartido con Thibon y con tantos otros) de Musto como un pintor centrado en la mala vida, la juerga y los vahos de la intoxicación. Su pintura casi siempre es diáfana, matinal, y aunque en sus flores blancas pueda despuntar el desequilibrio nunca tiene la melancolía derrumbada de Thibon sino algo más parecido a la alegría inocente de Luis Ouvrard, su amigo pintor al que un día le preguntaron por qué estaba tan contento y respondió: “porque a la mañana comí huevos”.
Alfred Sisley pintaba la nieve. Cézanne pintaba frutas: manzanas, cerezas y duraznos. Fantin-Latour, las flores. Corot, el herbizal. Y Musto encontró su canción con el estribillo más pegadizo y saltarín en un árbol que tenía en el patio: el Peralito en fiesta. ¿Son las dos cosas que Musto más quería, quizás? ¿Las únicas en las que creía con fuerza, su jardín y la joda?
No tanto. También debía creer en los jóvenes, en protegerlos y abrirles las puerta para que aprendan. Este pintor tan irresponsable en apariencia que todavía hoy se siguen haciendo chistes de sobremesa al repetir algunos hechos de su vida todavía no escritos, y que mejor omitir por pudor, por testamento “dejó una suma de dinero para ser invertido en títulos o fondos públicos, la cual tenía que ser destinada a la premiación de pintores, escultores y escritores locales, en el marco del antiguo Salón Anual de Otoño”. En el mismo documento cedió su casa taller para la creación de una escuela de artes visuales. Manuel Musto el reventado, tanto como Eduardo Schiaffino el madrugador (fundador del Museo Nacional de Bellas Artes entre otras instituciones) creía que las escuelas de arte sirven para algo. Tal vez creía en eso cuando le dolían las rodillas a la mañana: se viene el día. Le encantaría saber de los muchos cursos que se dictan hoy en la Escuela Musto, el lugar que una vez fue su casa.
El realismo rosarino es así: querendón pero laburado, dicharachero pero hecho en serio. El progreso general y la industria, en esta visión de las cosas, no están enemistados con la diversión.
Pero es raro que a todo esto (la creencia en las instituciones y el estudio, la simultánea fe en la noche y los lunares en la espalda, la sublimación de la monomanía en vida cotidiana, la presencia cercana de las cosas queridas) lo llamemos realismo. Un profesor frunciría el ceño: estos pintores del Litoral son demasiado líricos, demasiado raros para caber en la fórmula internacional de los realismos de los años 1920 y 30. Por eso a Musto y sus contertulios se los llama también post-impresionistas. Habría que complicar más las cosas y decir que Musto es un artista victoriano, lo quieran ver o no los especialistas. Es un nostálgico tan amoroso de las gallinas como Henry La Tangue, otro fumista al que cautivaban los caminos blancos y bucólicos. O Edward Seago, pintor de marinas blancas, llenas de nubes, arena y velas: un melómano de los estados de ánimo. Muchos otros de aquellos británicos del 1800, como Laura Knight o Dorothea Sharp, que también amaba el blanco, están emparentados con estos rosarinos de acá. Pero si hablamos de jarrones, almohadones, empapelados, vestidos con patrones, no queda duda de que tendríamos que mirar hacia John Atkinson Grimshaw. Porque los grandes victorianos y Musto compartían un vicio único: que te gusten mucho las pilchas. Los trajes de dos piezas. Los buenos almohadones bordados. Y todas cosas así para pintar con denuedo.
Montes i Bradley publicó una biografía muy abarcativa, El camino de Manuel Musto, apenas pasados dos años de la muerte del artista, en 1942. El libro, que todavía no fue reeditado, alimenta la tradición a la que también contribuyeron otros críticos de la ciudad de Rosario, como Ernesto B. Rodríguez con su librito sobre Juan Grela, basado en una larga carta que el artista le envió cuando Rodríguez se puso a trabajar, y en épocas más recientes Santiago Beretta con Rodolfo Elizalde (Iván Rosado, 2017), otro libro corto entretejido de conversaciones con el artista discípulo de Grela y ya fallecido que también tuvo su exhibición de cámara este verano en el Castagnino: El espejo. Pinturas de Rodolfo Elizalde. Esta tradición antigua de escribir biografías de los grandes artistas prendió muy bien en Rosario, pero no tanto en Buenos Aires. ¿Es porque para escribir una vida entera hay que concentrarse en algo y reservar la lectura de revistas y publicaciones de actualidad para la mañana, como recomendaba el victoriano Ruskin? Lo mismo Musto se enfocaba en su peral y nada más: sabía que pintar es dejar lo que tenés cerca, para siempre, en el lugar donde está.
Vigor y trascendencia: El legado de Manuel Musto se puede visitar hasta el 5 de marzo en el Museo Castagnino+Macro, Avda. Pellegrini 2202, Rosario, Santa Fe.