PLáSTICA
› MNBA: UNA ANTOLOGIA DE LA OBRA DE HARTE
El hombre de la burbuja
Miguel Harte es uno de los artistas argentinos más originales y representativos de la década del noventa. Una muestra antológica revela el extraño y complejo recorrido de su obra.
› Por Fabián Lebenglik
El Museo Nacional de Bellas Artes presenta dos de sus salas –y un hall de distribución– de la planta baja, una antología retrospectiva de Miguel Harte (1961) –artistas característico de los noventa–, que abarca el período 1989-2002 y fue curada por Patricia Rizzo.
La obra de Harte –fundamentalmente objetos, de todos los tamaños– se condensa inicialmente en las “inclusiones” que el artista inserta como supuestos accidentes dentro de la trama de superficies engañosas como la fórmica, primero, y la pintura martilux para automóviles, después.
Lo que a comienzos de los noventa es apenas una inclusión diminuta como una lágrima transparente que irrumpe en la fórmica, con el paso del tiempo y el crecimiento artístico de Harte va desarrollándose hasta convertirse en diminutos mundos incluidos, de modo que las gotas se transforman en burbujas y en esferas: microscópicos mundos autogenerados y autosuficientes, en los que crece toda una artificiosa naturaleza, donde conviven extrañas criaturas (híbridos entre insectos y humanos) rodeados de un ambiente que sugiere tanto la hipótesis submarina como intergaláctica. Cualquiera de las dos ensoñaciones funciona como microcosmos.
Desde las “lágrimas” iniciales (Sin título, 1991), pasando por la resina transparente que a modo de accidental derrame sobre una mesita plegable de fórmica contiene una mosca (La mosca, 1991), hasta las burbujas que van ganando en tamaño y se independizan de las superficies que las contienen para surgir como enormes mundos autónomos (El jardín filosófico, 1998), la obra de Harte es de una complejidad creciente, que avanza hacia la hipertrofia de las “inclusiones”, como abismos abiertos a partir de fallas, cráteres, fisuras, orificios, túneles y demás accidentes surgidos al amparo de superficies magmáticas.
Las inclusiones crecen hacia adentro de las formas que las contienen, o bien desbordan esas mismas formas, que ya no pueden oficiar de continente.
Las incrustaciones de Harte son claramente disruptivas. En este sentido, la idea de la “falla” como ruptura de una lógica supuestamente eterna y naturalizada es notoria en la pieza La quebrada (1997), en la que se pone en funcionamiento la falla como irrupción lingüística.
Siempre en su obra nacen burbujas que aparecen en la superficie aparentemente impenetrable de la fórmica o de la pintura para autos. Harte propone una trama cerrada, aparentemente impenetrable, que se ofrece como engañosa trama visual. Si allí terminara la obra, “sólo” habría para ver un conjunto de sutiles variaciones, cromatismos y ondulaciones, obtenidos por la manipulación del material. En esas superficies se juega una estética de la falsificación, en la que toda supuesta nobleza (del metal, por ejemplo) es reemplazada por imitaciones.
Pero lo que para Harte pudo haber significado el descubrimiento de un material (que le permite un acabado industrial) es en realidad una trampa para el ojo, una buscada impostación. La materialidad magmática y, como dicen los avisos publicitarios, el poder “cubritivo” de esa clase de pintura, sirven como el dulce aroma –el color llamativo o las formas inquietantes– de las plantas carnívoras para atraer a los insectos. Precisamente, muchas de las burbujas de Harte están habitadas por raros insectos.
Los pequeños –y luego no tan pequeños– mundos encapsulados en burbujas lucen como la materialización de obsesivas y recurrentes ficciones delirantes. También debe anotarse la relación entre Miguel Harte y Sebastián Gordin –dos obras de la muestra recuperan este intercambio de poéticas–: ambos microcosmos se complementan y retroalimentan.
Las incrustaciones de Harte suelen contener asfixiados autorretratos del que con ojos espiralados y saltones, se encuentra atrapado en cuerposajenos. Son mundos a escala infinitamente pequeña, que incluyen cosmogonías completas en el marco de una reinvención de la naturaleza donde proliferan nuevos y extraños vegetales, animales y minerales. El detalle y la minuciosidad de esos pequeños mundos es tan pasmoso como delicado: en medio de esas plantas y rocas se desarrollan historias profundamente introspectivas, como si el artista fabricara un insecto de la familia Harte y a partir de esa criatura generara un hábitat apropiado para contenerlo, comenzando por la atmósfera amniótica y el alimento orgánico. En este sentido, las piezas de Miguel Harte parecen encadenarse como si formaran parte de una nueva teoría de la evolución biológica.
En El jardín filosófico –obra de gran tamaño–, una enorme pirámide transparente sostenida por raíces da vida a un idílico y extraño paisaje, en cuyo centro se yergue un árbol y al pie hay un lago –con agua que se pone en movimiento a intervalos regulares–. En la copa del árbol crecen racimos con rostros diminutos, mientras un insecto-Narciso contempla su imagen espejada en el lago.
Sueños de liberación o pesadillas asfixiantes y dantescas, utopías colectivas y privadas, a medida que pasa el tiempo, las crecientes inclusiones se autonomizan al punto de –literalmente– radicalizarse: es decir, de transformarse en plantas y raíces gigantescas que, como vegetación de otro planeta, crece hasta contener renovadas formaciones inclusivas: otras burbujas, como parte de una historia infinita que se reproduce inevitablemente para abrirse camino hacia nuevos sueños, pesadillas y utopías. (En el Museo Nacional de Bellas Artes, Avenida del Libertador 1473, hasta el 13 de julio.)