PLáSTICA
› EL LIBRO “SIESTA ARGENTINA”, DE FACUNDO DE ZUVIRIA
Preludio fotográfico a la siesta
El nuevo libro de fotografías de Facundo de Zuviría sumerge la mirada en un tiempo suspendido de imágenes simétricas, detrás de las cuales se ocultan historias asimétricas. Retratos de la onda expansiva de una caída.
› Por Fabián Lebenglik
Podría pensarse que la siesta es patrimonio privilegiado de los niños, los viejos y los provincianos. Que la siesta también pertenecería a los barrios (abiertos o cerrados). O que es el premio de un almuerzo pesado de fin de semana, que media entre la sobremesa y el crepúsculo.
En sus sentidos segundos, tanto se la toma a la siesta como metáfora del aburrimiento –suele hablarse de una literatura, una música, una película para hacer la siesta– como de lo prohibido –de aquellos juegos a la hora de las siesta que los chicos sólo pueden hacer cuando están fuera de la vista y el control de los adultos–. La siesta, sin duda, forma parte de un sistema de división del tiempo que no se corresponde con el trabajo a destajo. Y en este sentido, es obvio, aparece como un modo de sustraerse de la acción, pero especialmente de la producción económica, que equivale a poner al mundo entre paréntesis por dos o tres horas. Entonces puede catalogársela como una lucha no violenta... –para decirlo con propiedad: de lucha descansada, módica, horizontal– contra capitalismo salvaje: algo así como un anarquismo hipnótico.
Otro de los opuestos de la producción económica es el sexo (aunque alguno podría decir que incluso el sexo es funcional al capitalismo). Allí también se cruza el momento de la siesta, para aportar la franja horaria diurna en que mayor ocupación se registra en los albergues transitorios, especialmente para los amores furtivos.
Facundo de Zuviría acaba de publicar su libro de fotografías Siesta Argentina, que consiste en cuarenta fotos de extraordinaria calidad, frontales, blanco y negro, a página completa –más un grupo de tomas en formato pequeño, casi ilustrativo y complementario– de típicos frentes de pequeños negocitos familiares, todos con la misma arquitectura: puerta doble central y dos ventanales laterales.
Lo primero que hace el libro –editado como un continuo desplegable y no como un libro tradicional, con lomo, lo cual introduce desde el formato la cuestión de una línea de tiempo– es sumergirnos en un tiempo suspendido, en una breve eternidad intemporal: un sueño diurno.
La frontalidad del punto de vista, la nitidez de las imágenes, el contraste de luces y sombras que genera el pleno sol del día, producen un efecto del más puro y literal suspenso.
En esa suspensión entramos y allí comienza la compleja estructura conceptual del libro: los tiempos superpuestos. ¿Cuáles son los marcadores temporales, los índices que fechan cada foto? Cualesquiera fueran –y de hecho, son variables y suponen capas de tiempos sucesivos y distintos–, no hay que obviar un dato elemental: el libro acaba de salir de imprenta. Es, por lo tanto, un trabajo cuyo contexto de análisis es indiscutiblemente actual, aunque las imágenes resulten, en principio, anacrónicas, porque en ellas se aísla y recorta una arquitectura específica, una mirada que establece un largo presente, un estado de deterioro y al mismo tiempo de duración, de persistencia, de memoria que se centra a mediados del siglo veinte, pero que también remite a décadas anteriores y muy posteriores. En estas fotos se puede ver, además, una ciudad sin ciudadanos; una urbe detenida y arrasada, luego de la bomba neutrónica que estalló en diciembre de 2001.
De a poco, los afiches, volantes, papeles de diarios, inscripciones, anuncios, carteles y graffitis que cubren, adornan o tapizan ventanales, persianas metálicas, puertas y paredes, van dando cuenta de picos temporales engañosos –porque fechan una inscripción pero no fechan el momento del registro fotográfico– que van repatriando una arquitectura histórica a zonas de la memoria más recientes: los graffitis “Alfonsín” y “Sí a la paz con Chile” remiten a los años ochenta. Mientras que los pocos números de teléfono que aparecen con el prefijo “4” o algún celular, con el “15-4”, nos llevan, al menos, hasta los años noventa. Del mismo modo que los cartelitos de la AFIP, las calcomanías de los tickets de almuerzo,los afiches de la Alianza o la página del diario anunciando Terminator, van acercando el calendario hasta playas conocidas.
Otras inscripciones, tal vez producto del despecho, la furia o el escarnio –como “Sandra puta”–, llevan la imagen al territorio de una intimidad denunciada. También los cartelitos con precios funcionan como índices.
Y luego la intemporalidad nuevamente nos proyecta hacia el pasado –hacia el pasado que pervive–: en algunos ventanales se reflejan los autos que pasan o que están estacionados frente a los negocitos: allí los reflejos devuelven imágenes de los años setenta: un Chevy, un Dodge 1500, un Falcon... como monumentos móviles.
“Vote sí”, a su vez, es un graffiti ambiguo, inequívocamente político, sobre el que podría conjeturarse que evoca el plebiscito por el tratado de límites con Chile y nuevamente estaríamos en los albores de la era democrática.
Un dato visual clave de la obra es que el anverso y el reverso del libro (no debe olvidarse el detalle de que se trata de un volumen desplegable como un acordeón) se corresponden con una suerte de yin y yan. En el anverso, todos los negocitos están abiertos. En el reverso, toda otra serie de frentes, muestra los locales cerrados, con las persianas bajas. Allí también la marca formal hace evidente la relación de las imágenes con el sentido del título, con la inactividad de la siesta. Pero también se muestra un límite difuso entre la actividad y la inactividad: los bolichitos abiertos no exhiben demasiada actividad: salvo excepciones, como ya se dijo, casi no hay personas en estas fotos. Y si las hay, están agazapadas en la penumbra apenas visible del interior de algún barcito (como el Varela-Varelita y allí nuevamente la cita entra ambiguamente al terreno de la política). En varios de los locales (supuestamente) abiertos tampoco hay señales de vida, porque lo que se ve es un interior desordenado, semidesierto, sin tiempo, con algún grado de abandono, incluso con el candado puesto.
En cada una de las fotos, la disposición clara en el plano de tres partes bien diferenciadas (ventanales laterales, puerta central) ejerce un ordenamiento y una serialidad que determina un sentido rítmico, maquinal, repetido. Tal estructura establece un juego de las diferencias, dado que, en principio, siempre se trata de una misma configuración formal (3 aberturas), explotada hasta el infinito. En este punto, de Zuviría introduce un componente obsesivo, donde cada foto puede superponerse con la siguiente hasta constituir una sucesión ininterrumpida de micropaisajes urbanos, una suerte de partitura coral de la ciudad, donde cada imagen es un capítulo de una misma historia. Lo individual y lo colectivo se entrelazan en una politización (etimológica y semántica) de la imagen fotográfica que pasa del documento visual al monumento arqueológico (de una arqueología del presente) y de ahí a la narración.
Por allí desfilan barcitos, carpinterías, tintorerías, escuelitas de fútbol, básquet y voley, ventas de maniquíes, reparaciones de televisores; gasistas matriculados, marmoleros, parquetistas, electricistas. En ese relato de estructura e imagen simétrica se cuenta la historia asimétrica del pequeño comerciante y de los oficios, arrinconados a una economía de subsistencia.
De algún modo la inercia temporal a la que nos introduce el libro, ese estado entre el suspenso y el sopor –donde parece que ha sucedido o está por suceder algo siniestro; o bien que no ha pasado nada– es el efecto de la onda expansiva que generó la caída argentina de fines de 2001, como inevitable corolario de la década menemista. (Siesta Argentina, de Facundo de Zuviría; con prólogo de Lucas Fragasso; ediciones Lariviere)