PLáSTICA
› VIII BIENAL INTERNACIONAL DE ARTES DE CUENCA
Iconofilia versus iconoclastas
Panorama de la muestra ecuatoriana, tercera bienal en importancia de Latinoamérica, luego de las de San Pablo y La Habana. La argentina Mónica Millán ganó una mención especial.
Por Susana Klinkicht y Carlos Rojas Reyes*
Desde Cuenca
El viernes 11 de junio será clausurada la VIII Bienal Internacional de Pintura de Cuenca, en la que están participando 78 artistas de 24 países. En la ceremonia de clausura, le será entregada una mención especial a la argentina Mónica Millán.
La Bienal ecuatoriana constituye, luego de la decisión de Lima de suspender la organización de la bienal propia, una de las citas del arte contemporáneo más importantes en Latinoamérica, después de San Pablo y La Habana. Cuenca, con 290.000 habitantes, la tercera ciudad del Ecuador y registrada por la Unesco en la lista de los Patrimonios Culturales de la Humanidad en 1999, ha demostrado más que constancia en su afán de ofrecer una vidriera de lo que en América se hace en las artes plásticas. También ha logrado avanzar en el proceso de apertura de un certamen que antes avalaba únicamente la pintura de caballete, hacia un encuentro de todas las formas de expresión artística.
En esta ocasión el tema fue la “Iconofilia”, el amor por las imágenes, como intento de rescatarlas del papel negativo que han llegado a tener en la sociedad, debido a su proliferación en los medios de comunicación masiva, donde cumplen el dudoso propósito de persuadir, de obligarnos a actuar como no queremos, de hacernos consumir lo que no necesitamos.
Con el tema, la VIII Bienal de Cuenca intentó relativizar a los teóricos de la crítica a las imágenes que afirman, como Guy Debord, que vivimos en una sociedad del espectáculo, en donde el medio visual se ha convertido en el mensaje. La idea es poner una nueva visión de las imágenes frente a aquellos que dicen que hemos reemplazado los contenidos y la información por meros imagos, que acaparan el más importante de nuestros sentidos, la visión. Fue el deseo de corregir a Baudrillard, cuando dice que el peso de la realidad en nuestra sociedad ha disminuido significativamente, porque ha sido reemplazada por las imágenes. La misión de esta Bienal es demostrar que no es real únicamente lo que vemos en la televisión.
Detrás de este planteamiento estaba la reflexión de que las aproximaciones negativas al mundo de la imagen dejaba fuera muchas consideraciones, especialmente el hecho de que ese mundo fundamentalmente óptico no deja de estar sobrepoblado de palabras, que interpretan, analizan, distorsionan o que proveen de una lectura a las imágenes, que no es necesariamente la mejor. Ocultan que éstas son indispensables para ubicarnos en el mundo, tanto desde la perspectiva de lo cotidiano, como de la ciencia y especialmente desde el arte.
El tema de la “iconofilia” propuso rescatar este papel positivo de las imágenes, como formadoras de un mundo que va más allá de la persuasión, más allá de las ilusiones del mercado, que rebasen las palabras y que nos digan mucho acerca del mundo real.
Además se trató de buscar imágenes que liguen a nuestra memoria, que sirvan de vehículo para retomar aspectos de la historia desde nuevos iconos, que sirvan de canal para un nuevo quehacer político; se pretendió su revalorización, tanto para escapar del consumismo como para recrear la memoria.
La respuesta de los curadores y artistas a este tema resultó efectivamente productiva para el debate sobre la ubicación del poder sobre las imágenes, incluso cuando las propuestas fueron, como en el caso de la muestra centroamericana curada por Virginia Pérez Ratton y Tamara Díaz, de declarada orientación iconoclasta.
La experiencia más interesante para Cuenca fue que, por primera vez, un tema fue realmente trabajado por los curadores y hecho obra por parte de los artistas. El debate entre iconofilia e iconoclastas se dio, no sólo en la voz de los curadores, en todo el transcurso de la Bienal. Hubo obras profundamente iconoclastas, de expresa destrucción de los iconos, como el caso de Luis Apóstol, quien ganó un premio con videos de imágenes del agua que disuelve un edificio mal hecho, típicamente monumentalista. Pero incluso en la destrucción, gana el juego de la imagen, el baile de los edificios, el aspecto lúdico de la imagen, que posiblemente incluso se escapó de la intención iconoclasta del artista, que termina cautivado por la nueva imagen que crea, cuando pretende destruir el icono en su obviedad.
Posiblemente el artista que mejor reunió en su propia obra esta dualidad fue otro ganador, José Alejandro Restrepo, de Colombia, con una muestra de su serie Video Verónica en la que expresamente reflexiona sobre el amor y el abuso de las imágenes.
En el caso de la Argentina, la curadora Mercedes Casanegra armó su recorrido por la muestra regional, de Argentina, Paraguay y Uruguay, con mucha dedicación al concepto del amor por las imágenes, pero también insistió en un aspecto un poco más oculto en otras propuestas, de que éstas deben servir para repensar la memoria histórica de los pueblos. En este sentido, su muestra fue la más lograda.
Particularmente en el caso de Mónica Millán, Casanegra encontró este cometido en el lento proceso de construcción de la obra a partir de productos y costumbres de una comunidad rural. La obra de arte como “un trabajo en proceso”, le permitió a Millán mostrar que los contactos, las tareas artesanales, las conversaciones y la convivencia fueron elementos indispensables para dar ese paso lento y duro de transformar el mundo popular y diario en una obra de arte.
La muestra ecuatoriana merece un tratamiento aparte porque incluyó de manera mayoritaria, no sólo a artistas jóvenes, sino a aquellos que estaban haciendo propuestas nuevas, que se desplazaban de las tendencias posmodernas, minimalistas o expresionistas que se han estado viendo en este país. Este recurso, que tal vez privó a la numerosa representación local de un premio o mención, permitió, en cambio, una entrada fuerte al arte contemporáneo, del que finalmente se apropió con naturalidad. Como no se había visto en bienales cuencanas anteriores, el arte ecuatoriano entró y se apoderó de lleno del lenguaje de la tecnología y los recursos de la publicidad. El arte salió de los museos para utilizar la escena pública.
Entre la veintena de participaciones, pueden mencionarse tres trabajos para ejemplificar esta situación: Isabel Espinosa, radicada actualmente en Buenos Aires, resimbolizó el mundo de lo femenino en un trabajo de una enorme delicadeza en papel reciclado. Katya Cazar rompió la perspectiva intimista de su arte anterior para irrumpir en el mundo público y plantearse cómo uno puede ser icono de uno mismo, cómo uno puede finalmente anunciarse a uno mismo. Un desafío enorme de tomar los iconos clásicos, en este caso de Alicia en el país de las maravillas y verlo en el momento en que Alicia ha perdido su inocencia, enfrentaron Ariadna Baretta y Verónica Pons, cuando asumieron el atrevimiento de utilizar un icono tan visto y conocido para plantarlo de una forma totalmente nueva y lúdica.
* Susana Klinkicht es periodista. Carlos Rojas es miembro del Comité Técnico, en calidad de curador de la VIII Bienal de Cuenca y quien planteó el concepto de la “Iconofilia” para esta edición.