PLáSTICA
› LOS DOCUMENTALES SOBRE ARTE DE HEINZ PETER SCHWERFEL
Contrapuntos entre cine y artes
El lúcido cineasta alemán explica el sentido del cine sobre arte, a propósito del ciclo en el que se exhiben sus películas. Bruce Naumann, Jannis Kounellis, Rebecca Horn, Jeff Koons y otros, bajo la lupa.
Por Heinz Peter Schwerfel*
“La imagen tiene siempre la última palabra.” En boca de un filósofo esta afirmación suena resignada. De hecho, su autor es el francés Jacques Derrida y tiene toda la razón si se habla del cine sobre arte.
Porque las artes visuales –e incluso el teatro– conducen a su público a un territorio más allá del lenguaje, donde todas las funciones cerebrales dependen directamente de los estímulos que recibe la corteza cerebral. El arte no produce conceptos, los utiliza. Lo que sí se producen son estímulos neuroquímicos que requieren de la fuerza de las imágenes. Imágenes que no deben ni embellecer ni mejorar el mundo (como en la moda o la publicidad) sino hacerlo entendible. Todo arte, también el arte abstracto, conceptual o enemigo del realismo, se entiende a sí mismo como una escuela de la mirada. Una escuela que nos enseña a ver con nuevos ojos el mundo interior y el exterior, la realidad social y la psicológica, la política y la historia. En este contexto, ¿qué puede seducir, cautivar y ser más apacible que un cine acerca de la escuela de la mirada?
Hacer cine sobre arte y artistas es un privilegio. No hay materia más noble; de lo que se trata es de echar una mirada más precisa: el cineasta puede usar y abusar de los trucos del cine a su antojo. Ya sea viajes enteros a través de las instalaciones de Bruce Nauman, o el filósofo Peter Sloterdijk dentro de un set virtual en tres dimensiones, o escenas de una rapidísima puesta de Shakespeare con imágenes que se multiplican: en el documental sobre arte o artistas no existen tabúes de tipo formal. Aquí se permiten la ficción y la narración: una entrevista con Georg Baselitz puede devenir en un psicodrama, un automóvil Jaguar puede transformarse en un elemento con sex appeal, una instalación espacial de Annette Messager puede convertirse en un apocalipsis o un gabinete existencialista, repleto de espejos y muñecos de trapo en los que terminamos por reconocer nuestros propios rostros.
El cine tiene un solo pecado mortal: el de menospreciar al público. No sólo dictarle lo que tiene que ver, sino también cómo debe pensar. Un buen documental debe tener una estructura formal y emocional abierta para convertirse en una experiencia estética, de igual calibre a la experiencia estética que provoca la obra documentada. El documental está al servicio de su objeto; al espectador le transfiere materia en bruto, lo seduce, lo motiva y renuncia a las explicaciones que la propia obra se niega a dar.
Hacer de la escuela de la mirada una doctrina con moralina es lo mismo que hacer terrorismo mediático de la misma calaña de los programas didácticos de poco vuelo o del tipo de panfletos de poca monta como Fahrenheit 9/11. Un director como Michael Moore opera como un Arafat del cine documental. Ambos atentan contra el canon de la belleza viril, protagonistas marginales enamorados del poder que, en aparente lucha por una causa justa, utilizan métodos falsos e incorrectos. Bowling for Columbine de Moore, en su periodismo de investigación, todavía le brindaba al público sustancia para mirar y pensar, aun cuando la retórica emocional usara algunos golpes bajos. A su lado, Fahrenheit 9/11 es propaganda fundamentalista, la declaración de guerra a Bush con una retórica tan primitiva como los discursos bíblicos del presidente norteamericano.
¿Por qué citar a Michael Moore y a George Bush en un contexto dedicado al documental sobre las bellas artes? Porque el arte contemporáneo ya no es bello sino que se ocupa de las miserias del mundo, porque ese arte es, como el mundo que refleja, tan patético, fragmentario y fragmentado. Y también porque el cine documental cobró nuevos bríos después de la película de Moore: el docu-drama, la docu-ficción, el documental telenovelesco se han puesto de moda. Esta breve historia del éxito actual del documental es, igual que cierto arte contemporáneo arribista y especulativo que llena los museos con eventos espectaculares y hace hervir el mercado de arte, un enorme malentendido mediático. Hace treinta años que filmo documentales sobre arte. No hago panfletos ni melodramas y todavía pienso que mis películas tienen la misma actualidad sin tiempo que la obra de sus protagonistas Bruce Nauman, Rebecca Horn o Jannis Kounellis. El amor verdadero no envejece, dice el adagio popular.
El arte moderno y el cine son contemporáneos. El collage cubista le obsequió al arte la dimensión espacial; el montaje al cine, la temporal. Desde entonces, arte y cine han estado coqueteando, se conocieron, se desposaron, se separaron, se divorciaron. No es una historia de amor, sino una relación compleja que culmina en un romance sin igual cuando artistas plásticos como Julian Schnabel, pasando por Eija-Liisa Ahtila o Pierre Huyghe, hasta Isaac Julien o Stan Douglas, se valen de la cámara para devolverle a la imagen artística el tiempo.
Para mí, el cine es la metadimensión ideal para el arte. Si la imagen tiene siempre la última palabra, entonces vale no decirlo todo; no revelar el pequeño acertijo, el que se le escapa a la razón y hace cómplice al espectador. Mis películas no son obras de arte ni tampoco propaganda, son una invitación. Una invitación a recorrer, en los que el lenguaje no tiene nada más para decir. La creación visual y el medio no verbal se encuentran más allá de las barreras lingüísticas. Porque una historia de amor no se puede contar con palabras. (El ciclo de H.P. Schwerfel, organizado por el Instituto Goethe, se proyecta los días 19, 20, 21 y 22 de agosto, en el Malba –Figueroa Alcorta 3415–, de 14 a 18.)
* Especial para Página/12.