PLáSTICA
› LA EXPOSICION DE LILIANA PORTER EN LA GALERIA RUTH BENZACAR
Trabajos forzosos vs. gozosos
Luego de su gran muestra antológica, Porter vuelve con sus insólitas conexiones entre objetos e imágenes.
› Por Fabián Lebenglik
Luego de su gran muestra antológica de fines de 2003 y comienzos de 2004 en el Centro Cultural Recoleta, Liliana Porter –nacida en la Argentina en 1941 y residente en Nueva York desde hace cuarenta años– vuelve al país con un nuevo conjunto de obras en las que continúa explorando inesperadas correspondencias entre imágenes y objetos.
Buena parte de su obra consiste en la producción de mínimas puestas en escena, en las que dos o más objetos –adornos, souvenirs, juguetes– de procedencias y escalas múltiples y muchas veces disímiles, toman contacto y se relacionan de los modos más insólitos, siempre con humor y ternura.
Todos esos objetos, que la artista compra, encuentra, consigue, tienen por supuesto una carga simbólica previa, cristalizada, que, según cada caso, será sabiamente neutralizada, potenciada, desviada o contrariada de acuerdo con la nueva “escena” de destino.
En su lúdica colección de objetos de la cultura de masas, Porter va a buscar, como a una cantera, los componentes perfectos para cada nueva obra, en la que un encuentro feliz producirá la inesperada combustión de sentidos.
A partir de esa cantera inagotable, las piezas citadas, apropiadas, recobradas o rescatadas pasan a formar parte de una situación de laboratorio en la que se las vuelve a nombrar, se les da una personalidad y un protagonismo distintos a los que traían de origen. Se les organiza un nuevo –austero, casi aséptico– contexto para generar el efecto de mundo propio. Todos estos objetos componen luego una obra de Porter, en donde cambia el estatuto de su existencia previa, para quedar atrapados en extrañas interrelaciones.
En el nuevo conjunto de piezas, hay un grupo particularmente feliz en sus hallazgos: La serie “Trabajos forzados” se trata de cuatro piezas (un cuadro y tres objetos) en las que la artista reflexiona visualmente sobre el mundo del trabajo. En esta serie, personajes diminutos acometen con resignada entrega un trabajo más o menos mecánico y rutinario, que adquiere la envergadura de una hazaña, por razones de escala.
En el caso de los tres objetos de la serie, una barrendera, un granjero y una tejedora deben cumplir, a partir de sus respectivas manualidades, una gran tarea, que se supone desproporcionada. En este punto, la humilde tejedora están en mejor posición que sus colegas de yugo, dado que en este caso su obra descomunal ya está en buena parte realizada, a menos que se trate de una destejedora y ahí sí, tendría un compromiso considerable hacia el futuro. Los otros dos obreros –la barrendera y el granjero– están en distintas etapas: el granjero ya lleva paleada una gran cantidad de madera; mientras que la barrendera tiene todavía demasiado trabajo por delante.
En tales desproporcionadas tareas lo que se juega es la relación de necesidad inherente al mundo del trabajo, que casi siempre se acepta mansamente, tanto como su inevitable carácter rutinario.
En la teoría capitalista como en la marxista, aunque desde distintas perspectivas, funciones y estatutos, el trabajo es un componente crucial.
En la perspectiva que propone la breve serie de Porter, todo trabajo podría pensarse como forzado y en este punto, se trataría de una condena.
Si desde las doctrinas bienpensantes se impone el trabajo como noble obligación, la serie “Trabajos forzados” reúne de una vez el producto del trabajo realizado y/o por realizar toda una vida. La obra actúa sobre la temporalidad –como buena parte del trabajo de Porter– exhibiendo toda junta la enorme tarea de los años “productivos”.
De algún modo, esta serie subraya la enormidad del mundo del trabajo, la relación desproporcionada entre lo mucho que se pone en el él y lo poco que se suele recibir a cambio; lo heterogéneos que acostumbran ser lostrabajos en relación con los deseos. La artista también se mete de lleno –siempre con humor– en la cuestión de la rutina y el automatismo. Tomando al trabajo como “forzado”, las demás ideas condenatorias asocian al trabajo con la penalidad, el tormento, el sufrimiento... en fin, con la hereje necesidad.
Sobre la pared del fondo de la sala, la obra “El dibujante” podría inscribirse dentro de la serie “Trabajos forzados”, aunque con otro signo. Allí, un enorme dibujo de líneas caóticas aparece como salido de la mano de un pequeñísimo personaje ad hoc. La relación de escalas hace que la línea “artística” resulte desproporcionada y por lo tanto cabría la incorporación a la serie. En este caso se trataría de un trabajo creativo y gozoso y entonces contrario a la condenada rutina. Pero no cabe duda de la enorme tarea que le cupo al diminuto “dibujante” que transformó el sacrificio en divertimento.
La artista siente tanta debilidad por las ideas como por los objetos, pero aquellas están siempre subsumidas en éstos. Porter dice las cosas en su idioma, puramente visual, y deja que las interpretaciones corran por cuenta de los demás. Por su parte, ella obtiene del espectador el mismo tipo de contrato de provisoria credulidad y en él se establece una momentánea sincronía de temporalidades, hasta entonces inconciliables, donde toda diferencia cualitativa es transitoriamente abolida.
En cada nueva obra, Porter establece una nueva lógica, una especie de lógica concialiatoria, en donde varios sistemas previos –que venían dados con los objetos, o que los espectadores traían consigo– caen en pos de esta nueva trama de relaciones insólitas.
En la pieza “Regresar”, un enorme caracol de iridiscentes reflejos nacarados, típico souvenir de alguna playa paradisíaca, en cuyo visible interior un artesano pintó un paisaje de ensoñación, la artista trazó un camino de salida que se continúa en una repisa. Siguiendo el camino, un muñequito mínimo –tal vez un viajero– queda inmediatamente relacionado con ese paraíso del que lo separa una distancia corta. Con pocos elementos, Porter reubica el caracol entre sus obras, lo transforma en un paraíso portátil, juega y se apropia de los sentidos previos, aportándoles su marca registrada en el orillo.
Cada una de sus obras puede ser pensada como un producto generado en el laboratorio lingüístico, filosófico, artístico, literario, semiótico, y luego, social e ideológico. Porter es una coleccionista que tiene especial respeto por las cosas; de modo que cuando las transforma en “obra”, el efecto es en parte un homenaje y en parte un nuevo relato visual.
El laboratorio de la artista sería la contrapartida del que funciona en el set de la televisión; lo opuesto a esa maquinaria de producir mezclas e hibridaciones compulsivas, muchas veces monstruosas. Contra ese efecto caníbal, Porter genera una ética del encuentro, de la mirada, del diálogo. Logra construir un mundo de relaciones amables y nuevas entre objetos que de otro modo estarían destinados al olvido. (Florida 1000, hasta el 7/5.)