Hace poco estacioné a las 23.30 en Corrientes al 1300, frente a Los Inmortales, y cuando salí el auto no estaba. Pensé que me lo habían robado, pero no. Estaba en el corralón. Cuando fui, me dijeron que era porque estaba a pocos metros de la boca del subte, y eso está prohibido. Les dije que a esa hora el subte estaba cerrado y que me había fijado que mi auto se hallaba estacionado lejos de la línea amarilla. Ahí me di cuenta e intenté explicar que la línea amarilla, en lugar de indicar, engaña: se supone que luego de la línea amarilla se puede estacionar, pero NO. El tema es que me dijeron que pagara el acarreo y me fuera a quejar al CGP. Fui al CGP y me di cuenta de que mi queja tenía un costo monetario. ¿Somos conscientes de que si uno no opta por el “pago voluntario” y va a protestar, o en mi caso, para mostrar que hay algo que está mal, por ese solo hecho ya se debe pagar más que si se decide no protestar? Así, el Gobierno de la Ciudad promueve la no participación: si se argumenta lo que crees justo, se paga más. Si uno se calla, paga menos. ¿Qué tipo de ciudadanos se promueve así? Ciudadanos que no eligen sino con la variable monetaria. Existe una opción falsa, una opción maniquea o especie de soborno para aceptar la culpabilidad. En cambio, debiera existir la opción de interpelar al Estado por las cosas que no están bien. Tengo en claro que las leyes se presumen conocidas por todos, porque es una condición para que el sistema funcione. Sin embargo, esta ficción jurídica debiera ser acompañada por un Estado buen comunicador de las prohibiciones. Pero la Ciudad las señaliza parcialmente. Uno no quisiera pensar que la mala señalización tiene fines recaudatorios. El tiro de gracia vino cuando, luego de exponer respecto de estas cuestiones, me informaron que había perdido la oportunidad de pagar menos por el solo hecho de haber puntualizado lo sucedido. Intenté asegurarme de que al menos mis palabras sirvieran para mejorar la señalización, pero me informaron que para ello debía iniciar un nuevo trámite en otra oficina, a noventa cuadras de distancia. Un Estado ágil para cobrar, pero elefantiásico para escuchar. Una vez más, un giro kafkiano que desactiva la participación.
Alejandro Spiegel
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