CIENCIA • SUBNOTA › OPINION
› Por Leonardo Moledo
Esto ocurrió en 1992, en la provincia de Córdoba, en La Cumbre, La Falda o alguno de esos pueblos que se suceden en el valle de Punilla. El asunto es que ese año, en julio y allí, se realizó la decimotercera reunión internacional de la Asociación (también internacional, desde ya) de Relatividad General.
El hotel estaba lleno de estrellas relativistas, de la cual la más brillante, o una de las más brillantes, era Roger Penrose, autor de La mente del emperador y temprano colaborador de Escher en la concepción de esos dibujos cuyo uso hasta el hartazgo hizo que perdieran el encanto sin sentido de la sorpresa. Penrose además había trabajado estrechamente en los más importantes trabajos de Stephen Hawking y luego había sido opacado por él debido al desgraciado hecho de no padecer de esclerosis lateral amiotrófica. La verdad me costó mucho conseguir una entrevista con él: era consciente de su papel de estrella y no me dijo nada especialmente interesante. También me acuerdo de que en la conferencia plenaria que dio (completamente abarrotada de relativistas) me perdí por la mitad, pero alcancé a escuchar la siguiente frase del principio: “Nadie que crea en la mecánica cuántica puede trabajar seriamente con ella”, o quizá “nadie que trabaje en mecánica cuántica puede creer seriamente en ella”, vaya uno a saber.
La caza de Penrose terminó siendo (relativamente) exitosa, pero no era la única presa interesante en esa multitud relativista. En algún momento, me acerqué a un tipo flaco y alto, de unos 45 años, que estaba en el lobby tomando café junto a una mesita: resulta que era uno de quienes, muy recientemente, con el satélite COBE, había detectado pequeñas fluctuaciones en la radiación de fondo, que data de cuando el universo tenía apenas trescientos mil años de edad y que no era tan uniforme como se creía, una uniformidad era justamente un obstáculo para la teoría del Big Bang..., porque si todo era exactamente uniforme, el universo consistiría en un gas totalmente uniforme también, sin estrellas, ni galaxias ni Página/12.
“Pero no”, me dijo, mientras tomaba el café, “finalmente encontramos pequeñas fluctuaciones: el universo inicial tenía variaciones que explicaban por qué las galaxias pudieron formarse”.
“Y dígame”, pregunté, “¿qué le pasó cuando vio las señales y comprendió que la radiación fluctuaba?”
“No se lo puedo explicar”, y abrió los brazos: “¡Estábamos viendo lo más antiguo que ningún hombre había visto jamás!”.
“¿Y después?”, pregunté.
“Y después avisamos lo que habíamos obtenido y los teléfonos empezaron a sonar.”
Se llamaba John C. Mather y ayer le dieron el Premio Nobel de Física.
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