CONTRATAPA
Coincidencias
› Por Juan Gelman
Anton Chejov nunca supo –y seguramente o casi nunca imaginó– que su obra engendraría una discípula en la remota para él Nueva Zelanda. Tampoco lo sabía Katherine Mansfield cuando el gran escritor ruso falleció en l904: tenía 16 años por entonces y estaba a punto de pergeñar una novela de la que se conservan algunos fragmentos. La llamó Juliet y resultó autoprofética. La protagonista contrae una gonorrea que debilita sus defensas, aborta y muere de tuberculosis. La autora sufrió idéntico destino y su vida cesó a los 35 de edad.
Nació en Wellington, en un hogar con padre que de empleado bancario se convirtió en banquero, siempre ganoso de posición social y respetabilidad. La hija cultivaba otras pasiones, oscilaba entre ser violoncelista profesional o escritora y practicaba rebeldías irritantes para una sociedad más bien pacata. ¿Se amotinaba contra el filisteísmo familiar quien escribió “un músico no desea a un hombre o a una mujer, desea toda la octava del sexo”? Virginia Woolf, que la conoció íntimamente, pinta en su novela Las olas a un personaje que padece de padre banquero australiano y que “nunca pudo perdonarse esa barbaridad”. Cualquier semejanza con las realidades de la joven Mansfield sería no casual.
El año 1909 le trajo acontecimientos decisivos. Es enviada a Baviera para dar a luz a un hijo de neocelandés con el que casa e inmediatamente se divorcia. Pierde el hijo y adquiere un amante polaco con gonorrea incluida. Y sobre todo lee por primera vez a Chejov, que la impresiona y marca. Tal vez no cabe hablar en este caso de influencia sino de coincidencia en una manera de ver el mundo, del encuentro –dijo ella– con “un espíritu pariente”. Como el ruso, la neocelandesa desnudó el aburrimiento anodino y los padecimientos sin propósito de ciertos sectores de la “buena sociedad”. Por las páginas de “En la bahía” –uno de sus cuentos más largos, escrito en 1922 y el más envidiado por la Woolf– transita un Jonathan Trout que se pregunta “qué diferencia hay entre mi vida y la de un preso común. En realidad soy un insecto que se metió en una habitación por su propia voluntad. Choco contra las paredes, choco contra las ventanas, revoloteo contra el techo, hago de todo menos salir volando afuera. Y me paso todo el tiempo pensando, como esa polilla, o esa mariposa, o lo que sea, ‘¡la vida es corta! ¡la vida es corta!’”. El Nicolai Stepanovich de Chejov no dice algo distinto: “Me está pasando algo que sólo es disculpable en un esclavo... Estoy lleno de odio y de desprecio, indignación, hastío, miedo”.
Mansfield publicó en vida tres libros de cuentos que la instalan de manera especial en la literatura inglesa. Fue la primera que registró la tristeza irresuelta que yace bajo los entumecimientos de la vida diaria y lo hizo con más fuerza y concreción que contemporáneos suyos como E. M. Foster y aun James Joyce. Creó lectores con sed de su escritura y John Middleton Murry, editor, ensayista y esposo, le publicó póstumamente dos libros de cuentos –El nido de la paloma y Algo infantil– con textos que había rastreado en los 53 cuadernos y otros papeles sueltos de la muerta. Lástima que Murry incurrió luego en lo que no mucho antes había condenado: publicó en forma de diario una selección de las notas que su mujer redactaba en trenes, vestíbulos de teatros, acostada en la cama, y usando cualquier trozo de papel a mano. Murry las expurgó para dibujar la figura de quien definió como “la flor perfecta de Inglaterra”, un ejercicio común a ciertos parientes de escritor que lo corrigen cuando ha desaparecido, como la sobrina de Flaubert y ejemplares de otras latitudes. La edición completa de las notas por Margaret Scott descubre la medida de esa malversación.
Detrás de la confección del diario de un famoso suele rondar la idea de su publicación y no pocos aprovechan la oportunidad –en ocasiones póstuma– de arreglar cuentas con amigos y enemigos. No es el caso de las notas de Katherine Mansfield, en las que abundan rasgos de su dureza, su apetito sexual, sus celos de otros escritores, su obsesión con la muerte. Entre esbozos de tramas narrativas, citas de autores preferidos y aun recetas de cocina, destellan su percepción del absurdo cotidiano y la visión tragicómica de las peleas con el marido, de sus infidelidades mutuas, de la envidia que le despertaba –y devolvía– Virginia Woolf, de sus desesperaciones.
“Ser salvajemente entusiasta, o gravemente serio, es un error. Ambas cosas pasan. Hay que tener siempre sentido del humor”, apuntó tres meses antes de morir. Se había internado en el Instituto para el Desarrollo Armonioso del Hombre que fundara Gurdjieff en Fontainebleau y sus últimas anotaciones son poco más que listas en ruso de palabras como hombros, cuello, dedos, estómago, pecho, que necesitaba para describir los síntomas de su afección. Estos vocabularios dan tristeza y testimonian que Katherine Mansfield alcanzó más en su hacer que en su vivir. Le acontece a la mayoría de los seres humanos, Chejov incluido.