CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Por cuestiones –digamos– laborales he tenido que contestar últimamente con cierta regularidad preguntas acerca de la lectura. Hablar/escribir/pensar sobre el acto de leer. En general, se trata acerca de su necesidad, y de la catástrofe que supone su aparente desaparición como hábito entre niños, jóvenes y no tanto. En general, por ignorancia o pereza, no tengo demasiado que decir al respecto que no sean los lugares comunes del buen sentido: qué lástima que se lea menos (si es que es así); lo que se pierden los que no leen y, sobre todo, no jodamos demasiado con la necesidad, la obligación y otras compulsiones. Los que leemos (literatura) lo hacemos básicamente porque nos gusta, por placer. Y eso, si cabe, es lo único que vale la pena y vale el gusto transmitir. Una experiencia placentera que otros, si se les canta, pueden llegar a compartir, y experimentar por sí, como debe ser.
La otra cuestión conexa –que es la misma, al fin– suele centrarse en el pedido de una crónica personal del acceso a la lectura. Cualquiera tiene la suya. Me suelen pedir la mía, los primeros pasos, cómo se produjo el contagio, los primeros síntomas y la caída en la enfermedad. Creo que tiene validez generacional y por eso me animo a recontarla una vez más.
Soy del ’45 y me tocó ser chico, hasta los diez, en varios e intercambiables pueblos de la provincia de Buenos Aires. No me contaron/leyeron muchos cuentos de pibe, ni los clásicos; pero antes de leer, igual algo escuchaba: a los seis y a las seis sintonizaba Radio Splendid y seguía las aventuras de Tarzán de rama en rama, navegaba con Sandokán. En mi casa, por entonces, hacia principios de los cincuenta, había algunos libros pero no una biblioteca; plomadas católicas de Editorial Difusión, novelas de las Ediciones Selectas de Jackson, clásicos inabordables a dos columnas de Sopena, algo de Tor (recuerdo un Stefan Zweig), algunos libros de hazañas de la Segunda Guerra –espías, submarinos alemanes–; módicos best sellers de la época: Cronin, Vicky Baum, el maestro Somerset Maugham, poco más. Había un Martín Fierro, un Quijote que mi viejo leía a carcajadas, y las Rimas de Bécquer en cuero y un Tú y Yo de Paul Geraldy que, como algunas novelas y lecturas más modernas, eran y sobre todo serían después el legado de mi hermana Sarita, siete años mayor. Es bueno tener una hermana mayor. Pero nadie “compraba libros” sistemáticamente; habían ido quedando ahí. No leí casi nada de eso, sólo los de guerra; y después.
Pero se compraba mucha letra impresa en el kiosco, y me mandaban a mí: el diario y El Gráfico o Goles para mi viejo; y revistas femeninas para el sector: Damas y Damitas o Maribel o Cuéntame o Chabela o Para Ti y, más tarde, Vosotras. Y estaba el Leoplán, ya en el formato chico de tapas a color, mensuario con cuentos, una novela y secciones fijas. Esas revistas –por suerte– no se tiraban y pocos años después leí ahí a Jack London, Simenon, Hammett y al que le gustaba a mi vieja: William Irish (lo pronunciaba “irísh”); en esos Leoplán se me revelarían –sin saber que era el joven Walsh quien traducía y editaba– el Roal Dahl de El hombre del sur –primer cuento que me dio vuelta la cabeza–, Bierce, Poe, Bradbury, la literatura, al fin... Pero eso sería después. Mientras, para mí, Mundo Infantil –y no Billiken: mi viejo era peronista– y El Pato Donald.
Así, hasta los diez años leía historietas y juntaba las revistas. Pilas. De las de Disney con dibujo humorístico –ahí leí al gran Carl Barks y a Oesterheld sin saberlo...– pasé a las de aventuras, las versiones de Editorial Muchnik de los yanquis traducidos: Superhombre, Tommy Futuro, Hacha Brava. Ya dibujaba todo el día: Donald, Mickey, Superman y cowboys con sombrero mal colocado copiados de Puño fuerte y El Gorrión, que leía de ojito. Así, sólo revistas; nada de libros –me regalaban Vida Espiritual de Vigil, para los cumpleaños...– y de la Colección Robin Hood, sólo los de El Príncipe Valiente, de Hal Foster, porque tenía dibujos grandes. Eso duró hasta tercer grado: 1954.
Al año siguiente lo bajaron al peronismo, mi viejo fue cesanteado y nos fuimos a Mar del Plata donde viví cinco años, hasta los quince. Y creo que todo lo que vendría después ya está ahí. Fue la primera ciudad grande que conocí: me puse los largos, anduve en ascensor por primera vez, fui al cine solo a ver dibujos animados –Disney, Tex Avery, Chuck Jones– al Opera los lunes, y las tres películas de aventuras de los miércoles en el Atlantic y me intoxiqué con las nuevas revistas “mexicanas” de Novaro –Roy Rogers, La Zorra y el Cuervo, Archi–. Hasta que me encontré con Oesterheld en el otoño del ’57, al comienzo de quinto grado. Así, durante dos años largos, los últimos de la primaria, leí Ernie Pike, Ticonderoga, Joe Zonda, El Eternauta, Randall, Sherlock Time... y descubrí, con los dibujos de Pratt, Breccia y Solano, la Aventura, el relato de aventuras que no había leído ni en Verne ni en Salgari ni mucho menos en Stevenson, que vendría después.
Con el secundario sucedieron dos cosas. Una, que apareció el pelado Marcángeli –el profesor de Castellano e Historia–, que más allá de la Marianela de Galdós programada y obligatoria prestaba libros y podía, por ejemplo, traer un lunes un soneto de Borges recortado del suplemento cultural de La Nación para que leyéramos “A un capitán de los ejércitos de Cromwell” y se nos revelara la poesía. La segunda cosa, en consecuencia, fue que dejé las revistas y empecé a comprar libros, juntar los míos: anárquicamente primero –de aventuras africanas, expediciones, el Diario de Ana Frank, novelas de guerra o de crímenes– y sistemáticamente después, cuando se lanzó Eudeba y me hice adicto: en el kiosco de la Editorial Universitaria de Buenos Aires de la esquina de San Luis y San Martín de la Feliz me compré –de a paquetes de cuatro libritos– todas las primeras entregas de la Serie del Siglo y Medio (sesquicentenario de la Revolución, 1960) treinta, cuarenta libros en los que descubrí, antes que otras, la literatura argentina, sobre todo cuentistas y poetas, todo: de Hidalgo a Borges y Marechal, de Echeverría a Quiroga y Arlt.
Cuando me di cuenta, el mal ya estaba hecho: ya escribía, ya no tenía regreso.
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