› Por Eva Giberti
Durante los primeros tres días arreciaron los llamados telefónicos para buscar información acerca de “la despenalización de la droga”. Con esa frase se grabaron múltiples mensajes en mi contestador, debido a mi participación en el Comité Científico Asesor en Control de Tráfico Ilícito de Estupefacientes, Sustancias Psicotrópicas y Criminalidad Compleja.
La expresión “despenalización de la droga” evidencia cómo el imaginario social conduce, a quienes leen y escuchan una noticia, a quedar capturados por una idea ajena al contenido de la información. Los medios de comunicación publicaron con claridad que se trata de lograr la despenalización de quienes consumen sustancias conocidas como “drogas”, lo cual constituye un proceso distante de esa imagen, instalada en determinados sectores de la sociedad que temen la “despenalización de la droga”, descontando que, si eso sucediera, desembocaríamos en un caos ético y social.
¿Puede penalizarse y luego despenalizarse una sustancia? ¿A qué denominamos droga? La respuesta formal: “Todo el mundo lo sabe... la juventud está arrasada por ese flagelo...”.
Cuando se afirma que hay algo “que todo el mundo sabe” se repite uno de los prejuicios clásicos del imaginario social: ese “todos” es lo suficientemente abarcativo como para que resulte imposible responsabilizar a alguien concreto por dicha afirmación.
Estamos frente a un proyecto destinado a cuidar de quienes avanzan en el consumo de sustancias que podrían dañarlos, o que ya los han dañado, aportándoles los medios para contribuir a su mejoría o “salida” de su situación.
Un principio fundamental para trabajar en serio con ellos reside en aislarlos de cualquier intervención policial y desactivar la legislación dogmática y persecutoria que transformó el consumo personal en un delito.
Al respecto, los técnicos en Derecho que forman la comisión han sistematizado declaraciones que ponen de manifiesto no sólo la inutilidad de las detenciones, a cargo de la policía, sino la violencia que las mismas significan para el trato con quienes están necesitando otra índole de acompañamiento.
Era necesario decidir una política nacional abarcativa que comprometa a las instituciones que se ocupan de la salud, de la vida psíquica, de quienes no logran zafar del consumo indebido, además de los imprescindibles aportes de personal idóneo en materia de creatividad, laborterapia, técnicas dramáticas y teatrales que acompañan las prácticas de rehabilitación. En este nivel es donde nos movemos los profesionales del denominado Mundo Psi y también los médicos. Mientras los expertos en leyes describen qué es lo que hay que evitar –judicializar a la persona que consume–, nosotros, que transcurrimos horas al lado de esas personas, somos quienes podemos reconocer la ferocidad del efecto de una legislación brutal en el ya vulnerable psiquismo de quien recurrió a “las drogas”.
Alguna vez alguien, discutiendo el tema, comentó: “Si se despenaliza la droga los jóvenes se van a volcar en ella...”.
Los jóvenes, en realidad, están haciendo otras cosas, tratando de estudiar y de buscar trabajo. (Algunos creen que sólo se ocupan de delinquir y haraganear, lo que ya constituye una definición de quiénes piensan de este modo.) Por su parte, un segmento de adolescentes estrujados psíquicamente por la necesidad de ser admirados y de formar parte de grupos “de avanzada”, se sumergen en baldes repletos con basuras alcohólicas cuyo consumo suele conducirlos al coma alcohólico. Alcanza con hablar con los colegas que trabajan en las guardias de los hospitales durante los fines de semana.
¿Hay que penalizar al alcohol? La pregunta resulta tan absurda como la afirmación que reza: “despenalizar la droga”.
“Pero no va a negar que la droga es veneno.” Interesante el perfil cultural de quien lo afirma. Droga es una palabra de origen latino que se empezó a utilizar con ese significado en 1582 e inicialmente, en los años 1220 a 1250, se escribía “avenino”.
Ese significado funciona juntamente con la expresión que los griegos socráticos y los latinos denominaban pharmakon, sustancia que es capaz de matar y de curar. Palabra de la cual derivan farmacia y farmacopea, de manera que no es tan sencillo mantener una sola interpretación malevolente de la palabra. De allí que se utiliza la expresión sustancias y no “drogas” cuando queremos pensar cuidadosamente.
¿Cómo se supone que se podría condenar y sancionar una sustancia? “¡Ah no! Se entiende que no se refiere a sancionar a la droga sino a la gente que la vende y a quien la consume...” Esa es la trampa que permitió la creación de una legislación represiva destinada a convertir en personas castigadas a quienes por algún motivo eligieron un arriesgado “alivio” en el uso de sustancias.
Al generalizar el sentido de la palabra “droga”, utilizada de manera incorrecta, en realidad se apunta a sancionar a los consumidores pero sin decirlo abiertamente, escamoteando el afán de encontrar un chivo expiatorio para justiciar y explicar determinados problemas y peligros sociales. Caracterizar a un consumidor como sujeto que amerita ser castigado es lo mismo que decirle: “Te sancionamos porque sos la representación del delito y del peligro social. Sabemos que para ordenar esta sociedad corrupta, en la cual, además, todos somos víctimas de la inseguridad, lo mejor es meterte preso o marcarte con una sanción jurídica para que tengas miedo, vergüenza y se te reconozca culpable, partícipe voluntario de la destrucción de las buenas costumbres. Judicializándote tendrás que asumir tu culpabilidad y pecado y darte cuenta de que sos un vicioso, diferente de nosotros que no usamos drogas; ustedes, los drogadictos, han estropeado a esta sociedad que entre todos tratamos de construir”.
Plantearlo tan claramente evidenciaría la perversidad –necesidad de dañar al otro– de quien de este modo lo piensa y lo siente. Como manera de encubrir la necesidad de encontrar a alguien responsable por determinados transgresiones y delitos, la “droga” aporta el argumento mayor para desembarcarse de las propias responsabilidades sociales. Proyectar en quien consume sustancias, cualquiera que ella sea, la maldad del mundo e intentar subsanarla mediante una legislación que ha demostrado su fracaso, reclamaba una apertura ajena a la hipocresía cotidiana y admitir que aquellos, cuya patología psíquica los ha conducido a buscar sustancias, engañados acerca de las ventajas que obtendrían, constituyen un núcleo de responsabilidad social. Corresponde empezar por estudiar esa patología o esa desesperación existencial o la búsqueda coyuntural de placer.
Tema que reclama la participación por parte de las universidades en la formación de personal capacitado; además de contar con los presupuestos que permitan contratarlos, eludiendo los ad honorem que se instituyen como excesos crónicos en nuestras instituciones (aun contando con el beneplácito generoso de los colegas).
Se trata de terminar con el mandato legal que se instala como dispositivo sancionador contra quien debe ser acompañado por rostros ajenos al perfil judicial y policíaco. Cuando quien consume se convierte en mero destinatario de normas legales y administrativas y pierde su calidad de sujeto necesitado de una escucha abierta, y se transforma en quien debe responder a un interrogatorio, las intervenciones legales se tornan hipócritas. El reino del derecho termina definiéndose por el poder de controlar la intimidad de los ciudadanos con el propósito de sentenciarlos.
Los técnicos que en esta comisión se ocupan de las pautas del derecho han respondido con claridad. Quienes estamos en contacto cotidiano con quienes demandan ayuda para desbaratar su necesidad de consumir sabemos que el proyecto actual, que cumple una función preventiva y asistencial temprana, no ignora la gravedad del daño que las sobredosis y el hábito pueden producir en quienes, antes de recurrir a “la droga”, fragilizaron sus recursos psíquicos –probablemente también padecieron exclusiones diversas– y quedaron expuestos al uso erróneo del pharmakon.
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