› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO “James Bond no sobreviviría ni cuatro minutos ahí afuera”, dijo un oficial retirado de la CIA, hoy uno de los responsables del Spy Museum en Washington DC.
Es verdad que el agente 007 al servicio de Su Majestad y con licencia para matar pone a prueba nuestra capacidad de credulidad, y que mucho más verosímiles resultan las grises criaturas de Graham Greene y John Le Carré. Pero también es cierto que las vitrinas del Spy Museum donde se desprecia el delirio patentado por Ian Fleming no pueden privarse de exhibir –negocios son negocios– el auténtico Aston Martin acelerado por Sean Connery en Goldfinger.
Y es en esta imposibilidad de negar esa fabulosa fábula que es Bond, donde reside su verdadera seducción: sabemos que todo es mentira, que es imposible que un hombre aguante tantos golpes y que conquiste a tantas mujeres y aun así... Y es que Ian Fleming lo tuvo claro desde el principio: no importa que algo sea increíble; lo importante es creer en ese algo primero y, después, hacer que se lo crea el resto del mundo.
DOS Ahora –a un siglo del nacimiento del creador y a cincuenta y cinco años de la creación de la criatura en la novela Casino Royale– Bond está más vivo que nunca. Se han lanzado sus peripecias juveniles firmadas por Charlie Higson. Abundan las enciclopedias que analizan hasta la última aceituna del último martini (la más delirante, The Bond Code, relaciona y danbrowniza al héroe con una conjura iniciada en el reinado de Elizabeth I, mientras que la más exhaustiva descubre que el primer film de la serie casi resulta ser Thunderball, con Richard Burton como 007 y dirección de Alfred Hitchcock). George Lucas y Steven Spielberg han admitido las raíces bondianas de Indiana Jones (y en su inminente próxima aventura lo enfrentan a una mortal espía soviética circa 1957). El respetado novelista inglés Sebastian Faulks ya ha entregado Devil May Care, nueva novela de Bond a publicarse este 28 de mayo, coincidiendo con el centenario de Fleming. El Correo Real Británico acaba de emitir sellos conmemorando el mito. Y sus películas –Quantum of Solace se estrenará hacia fin de año– continúan siendo la franchise más exitosa en toda la historia del cine.
Son pocos, sin embargo, los que se interesan por Ian Fleming desde los días en que el presidente John Fitzgerald Kennedy declarara que este londinense de Mayfair era su autor favorito. Se sabe, sí, que Somerset Maugham y Kingsley Amis (quien “pulió” el manuscrito póstumo de El hombre del revólver de oro) eran fans del glamoroso ejecutor, pero cuesta pensar que lo que les atraía era su prosa hormonal y adolescente. Las doce novelas y dos libros de relatos de Bond están escritos rápidamente (Faulks, fiel al espíritu de Fleming, confesó haber tipiado lo suyo en apenas seis semanas) y para ser leídos más rápido aún. Lo que interesa del Bond en las letras está más cerca de un afecto especial por el tratamiento de un instante determinado de la historia, donde todo parecía a punto de volar en mil pedazos, que de los efectos especiales de las películas que han perpetuado y –espectacularizado– su leyenda. Así, el Bond literario es alguien que no tiene nada que perder sabiendo que en cualquier momento podemos perder todos. De ahí su adicción patológica al peligro y su compulsión de sátiro para seducir a la próxima belleza que quizá sea la última.
Este sentimiento de kamikaze irrompible fue, también, el que caracterizó a Fleming; quien creó a Bond no a su imagen y semejanza pero sí a imagen ideal y sublimada de sí mismo, llegando a, con el tiempo, confundir los límites entre el presente de su personaje y el pasado de su persona y glorificando su difuso paso por los servicios de Inteligencia de la Royal Navy durante la Segunda Guerra Mundial. Allí, Fleming elaboró extraños planes –con ya bondescos nombres como Operación Goldeneye u Operación Overlord– que incluían al ocultista Aleister Crowley y a la formación de un comando con licencia para lo que les plazca. De ahí a su retiro a una finca de Jamaica y la formulación desaforada de un agente muy caliente para la Guerra Fría que no demoraría en subir la temperatura política. Tiempos donde un bon vivant asesino con credenciales (Daniel Craig, el último de los Bond cinematográficos, recupera un poco la peligrosidad del personaje de las novelas) era, en sí mismo, el gadget perfecto para un nuevo orden –o desorden– mundial que a Fleming le causaba bastante gracia. Ha quedado bien documentada una cena junto a JFK en la que el escritor ofreció delirantes métodos para eliminar a Fidel Castro –como arrojar panfletos denunciando su impotencia sexual–, mientras oficiales de la CIA confiaban, para pasmo del británico, que estaban trabajando en un tónico que haría que el revolucionario perdiera su icónica barba.
TRES (Y entre paréntesis y para despedir el tema: se sabe que Steven Spielberg quería filmar “una de Bond”, pero que George Lucas le dijo: “Tengo algo mejor”, y de ahí la saga de Indiana Jones, y qué buena que es Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal y, claro, Cate Blanchett como la agente rusa Irina Spalko no es otra cosa que una chica Bond mala, ¿no?)
CUATRO Ahora, los hijos de James Bond se llaman Jason Bourne y Jack “24” Bauer –no en vano comparten sus iniciales– y corren y matan en un paisaje donde ya no importan tanto las curvas de la carne sino el anguloso metal de techno-juguetes adictivos. Fleming buscaba y logró otra cosa: “La estimulación total de los sentidos del lector” con modales muy diferentes a los de Proust. Bebidas bien mezcladas, camisas de manga corta, platillos exquisitos, villanos perfectos y mujeres servidas a la temperatura justa.
Fleming murió joven, en 1964 y –según uno de sus biógrafos– “fue la única víctima real de Bond”. Parece ser que el padre de la criatura presentía –gracias a las películas por venir y ya con 30 millones de libros vendidos– que “Bond, James Bond” se convertiría en una máquina de hacer dinero. Y Fleming quería estar en todos los detalles, y su corazón no pudo soportar negociaciones más tensas que cualquier partida de baccarat.
Antes de eso, Fleming fue desobediente, temperamental, infantil, insatisfecho, coleccionista de material erótico (su especialidad era la flagelación) y supo definirse mejor que nadie: “Siempre he tenido un pie que se niega a dejar la cuna y otro apresurado por llegar a la tumba”.
Así vivió Fleming y cabe pensar que tuvo la suerte de habitar la época justa para sus aspiraciones y no llegara a ver este presente convulsionado donde muchos, “ahí afuera”, creen ser James Bond, pero en realidad parecen Austin Powers.
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