› Por Rodrigo Fresán
UNO Cuando en 1988 Michael Chabon debutó con la celebrada novela Los misterios de Pittsburg –próxima a ser película con Sienna Miller y en su momento comparada, casi nada, con lo mejor de Mark Twain, Francis Scott Fitzgerald, Jerome David Salinger y Jack Kerouac–, pocos podían imaginar los rasgos y modales que acabaría teniendo la carrera del joven escritor por entonces considerado una de las “50 personas más hermosas” por el semanario People.
Y, seguro, nadie habría apostado a un recurrente interés y una constante entrega a los géneros supuestamente menores de la galaxia pulp. Aunque –visto desde el presente– es verdad que ya en Los misterios de Pittsburgh aparecían esos gangsters. Con Chicos prodigiosos –de 1995, una de las más logradas y divertidas y tristes novelas de campus jamás escritas– el síntoma comenzaba a hacerse más evidente con la invención y evocación de Augustus Van Zorn: escritor à la Lovecraft que “firmaría” uno de los relatos reunidos en Jóvenes hombres lobos (1999).
Después, enseguida, el desenfreno de un vicio hecho público como gozosa virtud: Las asombrosas aventuras de Kavalier and Clay (del 2000 y Premio Pulitzer 2001) o la saga de dos artistas de la edad dorada de los comics (donde “lo judío” ya era El Tema), la edición de antologías de amazing stories firmadas por escritores de prestigio para la siempre cool y cult editorial McSweeney’s comandada por Dave Eggers, aportes argumentales para el film Spider-Man 2, una novela mágico-juvenil –Summerland, del 2002–- con el baseball como gran metáfora, guiones para las historietas de su personaje El Escapista, la reinvención de un otoñal Sherlock Holmes en La solución final (2004) y, hace unas semanas, los ensayos reunidos bajo el título de Mapsand Legends (precioso el diseño de portada con tres sobrecubiertas troqueladas), donde analiza sus pasiones que no hacen distingos entre alta y baja literatura.
DOS En El sindicato de policía yiddish –editada en el 2007 en Estados Unidos y una de las mejores novelas de historia alternativa junto a El hombre en el castillo, de Philip K. Dick, o La conjura contra América, de Philip Roth, o Fatherland, de Robert Harris–, Chabon aborda con talento, elegancia y clase (y mucha gracia, como lo hiciera también su amigo Jonathan Lethem en ese otro thriller raro que fue Huérfanos de Brooklyn) el policial duro patentado por Hammett & Chandler. Pero aquí con Isaac Babel como tercer hombre. Y, como toda ucronía que se precie de tal, El sindicato de policía yiddish es –por encima de todo– una novela política. La extraña y tan solo en apariencia imposible mezcla no sólo funciona –y funciona muy bien, es impresionante el cuidado y detalle que pone Chabon para crear y hacer creíble al Distrito Federal de Sitka en Alaska– como original artefacto literario sino, también, como noir puro y duro, al que sólo cabría criticarle, apenas, una cierta y acaso inevitable precipitación en los últimos tramos. Y queda claro que así como el lector se la pasa muy bien con ella y con un argumento que, de tan raro, enseguida se vuelve verosímil gracias al talento de su autor: aquí y ahora, en una Alaska alternativa donde en 1941 se han establecido los judíos perseguidos por Hitler (el Estado de Israel colapsó en 1948), el detective perdedor y alcohólico Meyer Landsman decide investigar el asesinato del hijo drogadicto de uno de los hombres más poderosos del lugar. Una muerte que oculta una conspiración de gran alcance y con derivaciones mesiánicas cuyas consecuencias no sólo afectarán al presente de Landsman sino, también, al destino del llamado Distrito Federal de Sitka, próximo a ser recuperado por Alaska y anexado a los Estados Unidos de América. Mal clima, conjuras cabalísticas, asesinatos surtidos y prosa cruda y dura, pero kosher.
TRES Chabon –quien dijo que la reescribió varias veces hasta obtener exactamente lo que buscaba– está encantado con lo conseguido, al punto de ya haber publicado una suerte de apéndice a todo el asunto como serial en la revista de The New York Times durante el 2007: la novela semítica y aventurera en plan H. Ridder Haggard Gentlemen of the Road (alias “Judíos con espadas”), narrando las peripecias de un par de ladrones de caballos en el año 950 D. C. protegidos por Jehová. “Leo para divertirme y escribo para divertir”, declaró Chabon alguna vez; y no estaría mal grabar estas palabras como lema en su escudo de armas o en lo alto de su templo.
La reciente noticia de que serán los Hermanos Coen quienes lleven al cine a El sindicato de policía yiddish alegra pero no sorprende porque ¿cómo iban a perderse esos dos la oportunidad de filmar otra de sus cosas con actores hablando con acento muy marcado?
Eso sí: para el protagónico Meyer Landsman estarían perfectos los gentiles Robert Downey Jr o John Cusack.
Mientras tanto y hasta entonces, aquí va esta novela que tal vez no vaya a ser mejor que la película pero, seguro, será igual de buena, de muy buena.
CUATRO Pero lo que en realidad deja la lectura de El sindicato de policía yiddish (que acaba de llegar a la Argentina en la edición de Mondadori) es lo que siempre provocan este tipo de libros que se ocupan de realidades alternativas, de variaciones de nuestra realidad que no tiene por qué ser la única o –por supuesto, está más que visto– la mejor. Así, con la novela en las manos, miramos el noticiero y no podemos evitar pensar en todos esos american psychos limpiando sus rifles mientras salivan frente al suculento botín de un blanco con silueta de presidente negro o imaginarnos a John McCain saltando en una pata (luego de meses de desgaste demócrata) seguro de que, a la hora de la verdad, en las tinieblas del cuarto oscuro, los norteamericanos difícilmente deseen un presidente afroamericano y todo eso (recordar esa gran canción de Graham Parker donde se oye aquello de “Nunca van a dejar entrar a un negro ahí / ¿Por qué te crees que se llama la Casa Blanca?”).
Pero nunca se sabe.
Y lo que sí se sabe es que los Estados Unidos fueron, son y siempre serán un país posibilidoso donde puede pasar cualquier cosa y donde la Historia no obedece a ningún manual de estilo o límites de velocidad narrativa y anecdótica. Michael Chabon lo sabe y por eso quiso y pudo escribir una novela tan buena y tan fantástica y tan verosímil como El sindicato de policía yiddish.
En Argentina, en cambio, las cosas son diferentes: pasa de todo, todo el tiempo; pero el argumento de la novela es siempre el mismo.
Y, me temo, Meyer Landsman y los suyos no se habrían quedado tanto tiempo por aquí.
Shalom y a otra cosa.
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