Vie 27.09.2002

CONTRATAPA

SACRO

› Por Rodrigo Fresán

UNO Hubo un tiempo en que la vocación religiosa –prontamente sistematizada en el oficio de monjas y sacerdotes– era una profesión top e inevitable junto a la de doctor, abogado y político. Las buenas y numerosas familias solían parir un niño o una niña extra y reservarlo para Cristo o María. Ahora no, ahora –se sabe– la cosa está complicada y el trabajo de la fe y por la fe suele aparecer en las tapas de los diarios relacionado con escándalos pederastas, malos tratos, dineros corruptos, órdenes poderosísimas y la figura casi reptante de un Papa más que dispuesto a morir en directo. Mientras tanto –cuando parece que el Apocalipsis se va armando sin prisa ni pausa día a día– algunos se encomiendan a Dios; otros, a Alá y algunos no despegan los ojos de la CNN.

DOS Y tiene su gracia: el cine siempre ayudó, como gran vehículo propagandístico, a la Iglesia. Una relación feliz y productiva donde los DeMille y los Zefirelli funcionaban como evangelistas de celuloide. De tanto en tanto, la comunión se veía entorpecida por chicos molestos como Rusell, Godard, Scorsese y los Monty Phyton o por esos dramones donde Richard Chamberlain o Christopher Reeve o Imanol Arias cedían a las tentaciones de la carne para, a la altura del último acto, recibir su castigo o arrepentirse o colgar los hábitos y casarse con el joven hacendado o lo que fuera dejando bien en claro que lo suyo era cosa de manzana podrida y solitaria y confundida y no de institución en crisis religiosa o crisis a secas. En cualquier caso, cosa pequeña y sin importancia: por encima de todos ellos seguía flotando el espíritu santo de Ingrid Bergman, de Bing Crosby, de Spencer Tracy y las alegres y cantarinas madres superioras de La novicia rebelde. En resumen: en el cine los curas y las monjas eran siempre muy buenos y, si no eran muy buenos, era que, claro, no eran curas y monjas sino personas raras vestidas con ropa rara que se quitaban siempre que podían con velocidad pasmosa. Ya se sabe: el hábito no hace al monje y a la monja. A desnudarse.

TRES Así que tuvo su gracia el ir al cine en el D.F. a ver la última piedra escandalosa a la hora de romper los vitraux de la iglesia. En una sala de Reforma, el día en que la megalópolis azteca ha alcanzado uno de sus picos más altos de contaminación en años, me meto a ver El crimen del padre Amaro rodeado de mexicanos con ganas de reírse o de indignarse, quién sabe. Dirigida por Carlos Carrera, basada en una novela de 1875 del portugués Eça de Queiroz, protagonizada por el simbolito sexual Gael García Bernal, El crimen del padre Amaro limita en el complejo Cinépolis con los aliens del Mel Gibson ex sacerdote en Señales y las satánicas y muecas a go-gó del siempre en celo Austin Powers en Goldmember y les gana a los dos sin gran esfuerzo. El crimen del padre Amaro va camino de ser la película más taquillera en la historia del cine de su país y yo me compro pochoclo grande y Coca-Cola tamaño balde y lo que acabo viendo -¿sorpresa?– no es más ni menos que aquello que suele verse en cualquiera de las gloriosas telenovelas mexicanas: curita caliente, feligresa más caliente todavía, alcaldes corruptos, obispos más corruptos todavía y la trama aggiornada a este presente sísmico para así poder incluir a los narcos, el lavado de dinero, los acomodos, la Teología de la Liberación, ya saben... Nada que sorprenda o escandalice demasiado a nadie salvo a la Iglesia que –con la torpeza que la caracteriza– exigió medidas y lo único que consiguió fue convertir a una película modesta y sin pretensiones en un monstruo invencible y en tema de conversación candente. En la oscuridad, la gente se ríe bastante y nadie se queja y, al encenderse las luces, uno se siente bastante defraudado. Está claro que -–salvo contadísimas excepciones– el cine de denuncia no suele ser gran cine ni quiere serlo. Pero El crimen del padre Amaro tampoco denuncia gran cosa ni nos mete en los recovecos de los sótanos vaticanos que se extienden bajo la superficie de todo el planeta. Habrá que esperar al estreno de la última ganadora del Festival de Venecia: en Las hermanas Magdalenas del escocés Peter Mullan, se narra la historia de los maltratos sufridos por madres solteras y víctimas de violación en ciertas comunidades eclesiásticas de Irlanda. El otro día vi un fragmento por televisión: una monja pega y pega y pega y pega y sigue pegando... La Iglesia protestó y allá vamos otra vez, por los siglos de los siglos, amén.

CUATRO Austin Powers sólo cree y nunca dejará de creer en sí mismo y al final de Señales Mel Gibson recupera la fe en Dios luego de vencer a los extraterrestres de rigor. En Señales Mel Gibson sintió cómo tambaleaba su amor divino por Dios a partir de la muerte de su amor terrestre y carnal por la madre de sus hijos. Mel Gibson es un buen tipo, religioso y su iglesia –a diferencia de la católica– le permitió casarse y todo bien. Nadie se va a escandalizar por eso –nadie se escandaliza porque Gibson sea un cura con familia y muchos se escandalizan porque García Bernal le meta mano y algo más a una muchachita creyente– y ahí radica el problema y el motivo de la proliferación de estas películas que, al final, sólo escandalizan a los que más sufren: los sacerdotes víctimas del estigma medieval del celibato. Las películas de denuncia eclesiástica siempre se apoyan en la misma tercera pata: el placer que sienten los dedicados fieles a la hora de ir a ver lo mal que la pasa ese tipo que todos los domingos los castiga por sus pequeños y mínimos pecados. Una sugerencia: si la Iglesia desea que se dejen de filmar todas estas cosas, debería permitir de una buena vez que curas y monjas lleven una vida normal y lo más parecida posible a la de aquellos a quienes quieren iluminar. El problema es que, cuando la Iglesia autorice el casamiento de sus funcionarios, es más que seguro que –en letra no demasiado pequeña del contrato– les prohibirá divorciarse. Si se lo piensa un poco, ahí hay una película, hay muchas películas ahí. Coming Soon.

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