› Por Noé Jitrik
No recuerdo en cuál de sus novelas, Adolfo Bioy Casares observa que se conocía que un personaje era argentino por lo bien que hablaba en francés. Irónica observación, qué duda cabe, pero que recaía no en todos los argentinos, sino en los cultos o pretendidamente cultos o pretenciosamente cultos. Sin embargo, no podría decirse que tratar de hablar bien en otros idiomas, incluido el francés, sea un vicio insoportable; al contrario, de alguna manera ese prurito recuperaría la versatilidad lingüística que la inmigración instaló. ¿Y en qué consistiría, por lo tanto, lo ridículo del que se mofaba Bioy Casares? No en el conocimiento del francés, sino en el exhibicionismo.
Pero, ¿por qué el francés, y no otros idiomas, es objeto de esa burla? ¿Habría dicho Bioy Casares que se conocía que un personaje era argentino por lo bien que hablaba el italiano, o el idisch o el japonés y aun el inglés? Es difícil: el francés es, o era, el idioma de la cultura, estaba en el pináculo y no sólo era, o fue, vehículo de pensamiento, sino sello de universalidad, de distinción, también de amaneramiento. Lo cual dio lugar a muchas bromas, como la de aquel sainete en el que un personaje ilustra a otro en el aprendizaje de esa lengua diciéndole que es muy fácil, que para decir “argentino” en francés basta con decir “argentinó”, si se quiere pedir “mate” basta con decir “maté” y no hay problema, los galos entienden.
Sea como fuere, contrariamente a lo que ocurre en otros países, en especial de Europa, los argentinos, cultos por supuesto, se esmeran en respetar la pronunciación de palabras foráneas, nombres de personas o de cosas. A nadie se le admitiría que dijera, por ejemplo, “Beatles”, por los Beatles, pero en Francia se les dice “bitels” y todos entienden; y si eso funciona con el francés y el inglés no es lo mismo con el italiano, pese a que ese idioma está mucho más metido en el inconsciente nacional que los otros; nadie diría, frente al apellido Cichero, “chiquero”. En cambio, a César Fernández Moreno lo hacía sufrir que los ingleses lo llamaran “mister Morino”, no se reconocía, no era él.
La voluntad de respetar idiomas se detiene en este punto. Y, dados los vertiginosos cambios en la importancia económica y política operados en el mundo, se comprende que el inglés haya desplazado al francés, mientras que el ruso no logró imponerse como lengua universal y acaso el chino lo esté consiguiendo, nadie detiene a los chinos en la carrera que han emprendido, así como producen de todo también pueden producir fonemas y a ver cómo nos arreglamos para mostrar nuestra competencia. Si eso ocurre, veremos qué pasa con el argentino culto: ¿pronunciará tan bien el chino como, presuntamente, lo ha hecho con el francés y lo está haciendo con el inglés?
Más o menos parecido, en cuanto a exhibicionismo, ocurre con las citas que revelarían prestancia intelectual. No digamos en el campo universitario: siempre fue elegante sazonar un razonamiento con una frase que empezara con “como habría señalado...” y aquí nombres irrefutables, Borges, Heidegger, Adorno o quien fuere, Freud es uno de los favoritos. En los debates de la izquierda, nadie quedaba en pie luego de que un antagonista saliera con una cita de Lenin o de Trostsky, y si era un ortodoxo, de Stalin, tendiente a aplastar a un equivocado, desviado o, como decían los trotskistas, un capitulador; pero pronto el desviado, el equivocado, el capitulador, se daba cuenta de que la cita era inventada y replicaba inventando a su vez una cita que refutaba a la primera. Eso era muy bueno: revelaba inventiva, hasta cierta poesía.
El hecho es que no se perdona, según quien sea el que se equivoca, que una cita esté mal hecha. Pero es inevitable citar incorrectamente tan sólo porque uno confía en su memoria y la memoria, como se sabe, a veces juega malas pasadas. A mí me sucede con frecuencia y no faltan buenos lectores que me lo recuerden, aunque me cuido bastante de citar a Marx o a Lenin, lo dejo a cargo de los habitantes de la Facultad de Ciencias Políticas, que en eso de citar para aplastar al enemigo son expertos. Le descubrí, incluso, a alguien tan conocedor como José Lezama Lima una cita mal hecha: aludió a El caballero de la Rosa, de Richard Strauss, un título bastante conocido, como “Der Rosen Kavalieren”, que sin duda podría querer decir otra cosa. ¿Y el fecundo Menem, de gracioso recuerdo?
Por eso, me pareció un tanto trivial la sorna con que se tomó la frase de Marx que emitió Cristina Fernández de Kirchner. Como se recordará, en lugar de la palabra “farsa” dijo “comedia”. No es tan grave el desliz porque, en resumidas cuentas, si comedia indica un género, según nos lo dijo el sabio Aristóteles, la farsa sería una especie menor del género y si, modernamente, se aplica comedia a una situación ligera y amable, y farsa a una grotesca, la distancia entre ambos conceptos no es abismal. Agudos críticos, como Beatriz Sarlo –recordando sin duda antiguas lecturas y forzando un tantito el “querer decir” de la Presidenta a la que, por ese mecanismo, le atribuye creer que la “grandeza”, propia de la tragedia, residiría en los golpistas del ’30 o del ’76–, hicieron la observación; me imagino que las reflexiones de Sarlo regocijaron a varios lectores de La Nación que admirarían esas tan sutiles distinciones. Celebraron, sin duda, que le clavara en el costado discursivo unas eficaces banderillas, como si la hubiera puesto en descubierto, como si le estuviera diciendo maternalmente a la Presidenta “no te metas con eso que no lo manejás muy bien”, “eso no es para vos”, “Marx no dijo lo que parece que estás diciendo que dijo”, “Marx fue muy profundo y no es bueno trivializarlo citándolo cuando no es necesario”, etcétera. De un desliz de la memoria, propia de un simple deseo de argumentar o de alzar un poco un discurso, se pasaba a una ironía política que a muchos les venía muy bien en el marco del conflicto que la Presidenta tiene con el “campo”, cuyos voceros no cometen esa clase de errores; seguramente, atrapados por el cierzo helado de las madrugadas, no han tenido tiempo para leer a Marx o, siquiera, a los preferidos de Menem. Este error de la Presidenta podría culminar un sentimiento creciente de que no lleva bien las riendas del gobierno, una prueba más de su decidida vocación por improvisar, navegando en una deriva verbal inflacionaria que nada puede envidiarle a la otra, la que estamos padeciendo todos con resignación, sobre todo los sufridos hombres del campo.
Poca gente resiste la tentación de reaccionar frente a una cita incorrecta. Supongo que Beatriz Sarlo pertenece a ese grupo pero, que yo sepa, ese mecanismo no le funciona automáticamente; o sea, dicho de otro modo, tengo la impresión de que no ha reparado en otras distorsiones semejantes, citas o pronunciación de nombres extranjeros muy conocidos, aunque los protagonistas podían ser personas de tanto relieve como la Presidenta. Por ejemplo, su contrafigura, la señora Elisa Carrió, a quien le he oído invocar, con tono magistral y absolutamente segura de lo que decía, la inmarcesible autoridad de Hanna Arendt a quien llamaba “Ana Harendt” y, con el mismo impulso, decir “Sartré” en lugar de Sartre, y algo más exquisito todavía, “Focó” en lugar de Foucault, “Barthés” en lugar de Barthes. Lo notable es que, pese a que sin duda estaba negando la sentencia de Bioy Casares, nadie escribió en La Nación para señalar ese error y adiestrar a la señora Carrió en la pronunciación de nombres indispensables para presentarse como persona culta, muy alejada de la vulgaridad de políticos puramente pragmáticos como la Presidenta o su marido.
De modo que, aunque pronunciar bien o mal, citar bien o equivocarse, no tenga la menor importancia en sí mismo, es evidente que debe haber criterios diferentes para aplicar cuando eso sucede, según quien comete el error, según la voluntad que pueden tener, y en la situación actual tienen, determinadas personas para quienes acumular torpezas o infamias es un objeto de intenso placer, así el pretexto sea una reverenda tontería.
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