› Por Jack Fuchs *
Dos noticias relacionadas con la ex Yugoslavia aparecidas la semana pasada en los medios me impulsan a la reflexión, quizá recurrente pero siempre vigente, sobre las guerras como tragedias humanas inevitables. Murió en Zagreb Dinko Sakic, jefe del campo de concentración nazi más importante de Croacia durante la Segunda Guerra Mundial, detenido en 1998 en Argentina, donde vivió en libertad durante cincuenta años. Con apenas horas de diferencia, fue detenido cerca de Belgrado Radovan Karadzic, quien vivía haciéndose pasar por médico especializado en medicinas alternativas –llevaba el pelo largo, barba y anteojos para ocultar su rostro–. Karadzic era el hombre más buscado por el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia (TPIY) por su implicación en el cerco de Sarajevo y en la atroz matanza de Srebrenica durante la guerra civil que se extendió entre 1992 y 1995.
Sakic dirigió el campo de exterminio de Jasenovac, donde murieron cerca de 100.000 personas entre 1942 y 1944, en su mayoría serbios y judíos ejecutados bajo el régimen ustasha, un gobierno croata títere del régimen nazi. En total, las pérdidas humanas relacionadas con masacres y hechos bélicos durante la Segunda Guerra Mundial se elevaron a cerca de 1.000.000 para el conjunto de Yugoslavia. Los padecimientos de la población de la región no fueron únicamente consecuencia de la invasión nazi. Muchas matanzas se originaron en conflictos internos –justificados por diferencias religiosas o étnicas, a lo que se sumaron razones geopolíticas (excusas que nunca pueden faltar)–, no muy distintos a los que “explican” aquellas ocurridas en los años noventa, cincuenta años después.
Atrocidades cometidas con medio siglo de diferencia y mucho en común.
Srebrenica fue la masacre más grande acontecida en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. El conflicto en la región de los Balcanes, que se extendió por casi cuatro años, entre 1992 y 1995, les costó la vida a alrededor de 100.000 personas y provocó cerca de dos millones de refugiados y desplazados, musulmanes y serbios en su mayoría. En julio de 1995, Karadzic fue acusado por el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia (TPIY) de autorizar el asesinato de civiles durante el sitio de Sarajevo, y cuatro meses más tarde fue acusado de orquestar la matanza de Srebrenica, que dejó en una semana 8000 hombres y niños muertos.
La ex Yugoslavia constituye un claro ejemplo de la realidad de nuestro planeta. Las terribles consecuencias de la Segunda Guerra Mundial no sirvieron de advertencia. Los años noventa mostraron que la trágica historia se repitió en la misma geografía, tan castigada cincuenta años antes. Un período de convivencia pacífica que duró medio siglo se quebró de un día para otro, y el país fue un campo de masacres y exterminios entre 1992 y 1995.
La historia pone en evidencia una vez más la condición humana. Terminada la Primera Guerra Mundial, Europa había quedado tapada de imágenes de espanto. Sin embargo, 20 años después, se volvió a cubrir de cadáveres. A Auschwitz e Hiroshima le siguieron, durante el siglo XX, Corea, Argelia, Vietnam, la amenaza constante de catástrofe nuclear, la guerra entre Irán e Irak, el Golfo, la guerra de los Balcanes. En este siglo XXI, no encontramos tregua alguna: la violencia en Medio Oriente, la invasión a Irak, los atroces crímenes diarios en Afganistán, la terrible situación en Darfur. El derramamiento de sangre ha sido una constante para el género humano. Las explicaciones y causas que encuentran tanto historiadores como politólogos sólo confirman que se trata de excusas. Las guerras existen para que en el marco de ellas todo esté permitido y todo se pueda justificar.
Las imágenes atroces se vuelven naturales y parte de nuestra vida cotidiana. En estos días, releyendo Ante el dolor de los demás de Susan Sontag, rescato las siguientes palabras: “Quizá se atribuya demasiado valor a la memoria y no el suficiente a la reflexión. ... La historia ofrece señales contradictorias acerca del valor de la memoria en el curso mucho más largo de la historia colectiva. Y es que simplemente hay demasiada injusticia en el mundo. Y recordar demasiado nos amarga”.
No puedo escapar a mi condición de testigo de la Segunda Guerra Mundial y sobreviviente de la Shoá –Holocausto– cuando me vuelvo a preguntar una y otra vez cuál es el objetivo de la memoria. Las atrocidades que tuvieron lugar en la ex Yugoslavia en los años noventa sucedieron en Europa, sí, en Europa, ante la indiferencia de muchos. ¿Quién se hubiera imaginado que miles de civiles serían masacrados y arrojados a fosas comunes cincuenta años después del final de la Segunda Guerra Mundial, en una región que había sufrido en carne propia la atrocidad de la guerra?
Nuevamente la realidad nos muestra cuán frágil es nuestra memoria y cómo, equivocadamente, buscamos explicaciones y a veces peligrosas justificaciones, frente a la aterradora irracionalidad humana.
* Sobreviviente del Holocausto.
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