Dom 10.08.2008

CONTRATAPA

China y la historia universal

› Por José Pablo Feinmann

Y durante unos días, en China, los hombres jugarán a que se aman, a que el deporte todo lo puede, a que, después de todo, formamos parte de una humanidad que comparte un hogar común: la Tierra. China ha entrado definitivamente en ese espacio que Hegel le negaba, la Historia Universal. Lo hizo por medio de un desarrollo tecnológico (que es el alma del siglo XXI) que consiguió lo que buscaba: ser apabullante. El espectáculo de Beijing buscó decir: “Ahora venimos nosotros. Somos muchos y poderosos. Somos capitalistas de mercado y somos comunistas. Somos autoritarios. Somos agresivos. En menos de diez años dominaremos la economía mundial”. Cierta vez, en los sesenta, Mafalda preguntó a su padre: “¿Qué pasaría si un día todos los chinos a la vez dieran una patada en el suelo?” ¿Qué pasaría? O reventarían el planeta. O el planeta saldría de órbita. O los mares se desbocarían. El poder de China siempre impresionó. Impresionó lo que impresiona a Mafalda: son muchos. En ningún lado son tantos como en China. Tiene 1300 millones de habitantes. Ahora se ha consolidado. Su economía tiene una pujanza de la que carecen casi todas las otras. Y este espectáculo de Beijing fue mucho más que la exultancia de un nuevo rico (como pudo parecer el de Barcelona en los ’90). Fue, en muchos de sus pasajes, una exhibición de belleza. Le recordaron al mundo la riqueza, la densidad de su milenaria cultura. Porque los chinos son geniales en el arte del diseño y eso los convierte en uno de los pocos pueblos que pueden utilizar el avance tecnológico para hacer arte. Cuando los norteamericanos hicieron sus Juegos Olímpicos sentaron a 40 pianistas ante 40 pianos blancos. Todos tocaron la Rhapsody in Blue. Fue la peor versión de la historia de una partitura que casi no puede sonar mal de ninguna manera. Gershwin, en su tumba, no sólo ha de haberse revolcado, debe haber insultado gravemente a sus compatriotas. Fue la apoteosis de estética-Liberace. China, por el contrario, alcanzó, con el talento y la sutileza de sus diseñadores, momentos de exquisitez, de alto refinamiento. Tengamos en cuenta que la finalidad última del espectáculo era decirle al mundo que ellos son poderosos y que se vienen con todo y nadie los detendrá. Pero supieron expresar esa voluntad de poder no sólo por medio de la aparatosidad, de la grandiosidad técnica, sino que se dieron el lujo de llegar a los niveles del arte, en ceremonias en las que casi nunca ocurre eso. Posiblemente haya sido la mejor fiesta de inauguración de los Juegos Olímpicos en toda su historia.

¿Qué sabemos de los chinos? ¿Por qué Occidente los mira como a invasores, peligrosos o no? Pero China vivió siglos encerrada en sí misma. Era un imperio que miraba hacia sí, solamente. Su Gran Muralla se hizo para frenar a los mongoles, pero es también un símbolo de ese Imperio: que nadie entre aquí. Nos bastamos solos. Este volverse sobre sí fue interpretado por los grandes filósofos de Occidente como una negación a participar de la Historia. Al ser Occidente una cultura colonialista siempre consideró que la Historia era su Historia. Que aquel que no se ligaba a su rumbo permanecía, no fuera de la historia occidental, sino fuera de la Historia, sin más. “La China y la India se hallan, por decirlo así, fuera de la historia universal (...) Ni en la China ni en la India hay progreso, tránsito a otra cosa (...) Desde que el mundo existe, estos imperios sólo han sabido desenvolverse dentro de sí. Son (...) los primeros y a la vez los inmóviles” (Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Alianza, Madrid, p. 221). Para Hegel, “la historia debe comenzar por el imperio chino” (Ibid., p. 220). Pero este Imperio se de-senvuelve dentro de sí, es inmóvil. Sólo participa de la historia aquello que forma parte de su dialéctica. Si China no se une a la historia universal, si no entra dentro de esa dialéctica, queda condenada a la inmovilidad, se encierra y se mira meramente a sí misma. De aquí que la Muralla china tiene una significatividad más abarcativa: es una Muralla levantada contra la historia: no entrará en nuestro Imperio. Pero la historia habrá de jugar duro con ese Imperio. Porque habrá otro –gran productor de mercancías– que tendrá hambre de mercados, que fabricará tantas mercancías en sus ciudades industriales de Manchester y Liverpool que, si algún mercado se le niega, si alguno tiene la osadía de negarse a comprar sus mercancías, lo abrirá a cañonazos si es necesario. Esto hizo Inglaterra con China. En 1840, los cañones ingleses “abatieron la autoridad del emperador y obligaron al Celeste Imperio a entrar en contacto con el mundo terrenal. El aislamiento total era la condición fundamental para la preservación de la antigua China. Como tal aislamiento tuvo un fin violento por intermedio de Inglaterra, la disgregación era tan inevitable como la que espera a una momia, cuidadosamente conservada en un ataúd hermético, cuando entra en contacto con el aire” (Karl Marx, La Revolución en China y en Europa, en New York Daily Tribune, junio de 1853). Sarmiento llamaba al Paraguay “la China de América”. Se sabe que la pequeña nación de Francisco Solano López se había cerrado al comercio con Inglaterra y buscaba un desarrollo propio. Esto le era intolerable a los liberales del Plata y armaron una guerra que fue la de la Triple Alianza. Sarmiento (en Facundo) habría de decir que así como Inglaterra había abierto a cañonazos al viejo Imperio chino, los países de la Triple Alianza abrirían a cañonazos el obstinado encierro paraguayo. La verdadera financista de esa guerra fue la banca británica, que no toleraba mercados cerrados. Paraguay no era China, pero era un pésimo ejemplo en una América latina que Inglaterra requería abierta a sus intereses comerciales. En suma, China hace su entrada en Occidente para que Inglaterra introduzca en ella sus mercancías y para que el opio del Celeste Imperio se comercialice sin trabas.

Pero los chinos vuelven a apartarse de Occidente con la experiencia maoísta y principalmente con la Revolución Cultural que esa experiencia promueve. Una Revolución Cultural china señala un camino autónomo, diferenciado del de Occidente. Esta experiencia se recorre y fracasa y China pasa varios años en un segundo plano. No más, ahora ocupa el primero. Y tal vez debiéramos llamar a ésta otra Revolución Cultural. No es sencillo entender qué pasa en China. No parece haberse “occidentoxicado” como muchos creen. Su declarado “comunismo”, su autoritarismo, unidos a su economía de mercado dan un producto original, al que habrá que seguir observando porque la mayoría de sus aristas son fascinantes. De lo que no hay duda es de que, no sólo ya no está fuera de la historia, sino que ambiciona con ser la historia. Su vanguardia, su potencia más avanzada, o, en el menor de los casos, la única y verdadera competencia de Estados Unidos en el dominio estratégico del planeta.

Entre tanto, abre en Beijing los Juegos Olímpicos con un espectáculo sin parangón alguno. Y uno de sus atletas más venerados, Li Ning, un hombre que ha ganado seis medallas en los juegos de Los Angeles en 1984, corre con la antorcha en su mano derecha para encender la llama que inaugurará los Juegos Olímpicos. De pronto, inesperadamente, da un salto y vuela para llegar hasta ella, que está en lo alto, que parece inalcanzable, pero no: hacia ahí va Li Ning, volando, con su antorcha en ristre y enciende el fuego olímpico. Sin embargo, nada ha impedido que veamos unas cuerdas sosteniéndolo. Que descubramos que Li Ning no voló en realidad sino que lo hizo porque unas cuerdas lo elevaron hasta donde debía llegar. Ah, no: así cualquiera. Creeremos verdaderamente en China el día en que Li Ning vuele como Superman. Pero no en los comics o en las películas. Eso ya lo hicieron los yanquis. Es en la realidad donde lo queremos ver volar a Li Ning. Hasta ese día, no estaremos convencidos del absoluto poder de la China del siglo XXI.

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