Lun 01.09.2008

CONTRATAPA  › ARTE DE ULTIMAR

Telegramas

› Por Juan Sasturain

En un libro muy divertido e inteligente titulado Museo del chisme, Edgardo Cozarinsky recoge y transcribe una anécdota –un chisme, un alevoso trascendido– que implica a dos grandes escritores franceses del siglo veinte, dos premios Nobel, dos amigos que no dejaron de polemizar durante décadas: el ateo consecuente André Gide y el no menos católico militante François Mauriac.

Según cuenta Cozarinsky que le contaron, cada vez que el homosexual Gide iba de vacaciones a Marruecos o Argelia en busca de sosiego y algo más, y se encamaba con algún dócil jovencito del lugar solía –después de los hechos– detenerse en dejar huella memoriosa de su paso. Así, acostumbraba confiarle al ocasional compañero de lecho que él, en Francia, era un hombre muy conocido, un escritor famoso, y que sería bueno para el muchacho tener su nombre bien presente a la hora de establecer contactos íntimos con otros ocasionales turistas sexuales europeos: “No te olvides: diles que estuviste con François Mauriac”. Qué bárbaro este Gide.

Pero parece ser que la capacidad de gastar bromas pesadas del autor de Los monederos falsos al torturado novelista de Nudo de víboras llegó (desde) mucho más lejos que el norte de Africa. Que incluso trascendió el mero tránsito al Otro Lado. Así, es historia famosa y largamente testimoniada que el 20 de febrero de 1951, un día después de la muerte del viejo Gide, François Mauriac recibió un telegrama que decía textualmente: “L’enfer n’existe pas STOP Tu peux te dissiper STOP Préviens Claudel STOP Signé: André Gide” (El Infierno no existe STOP Podés relajarte STOP Avisale a Paul Claudel STOP Firmado: André Gide).

Desechada por quién sabe qué prejuicio realista la autoría del propio Gide, el telegrama ha sido atribuido con ligereza a varios improbables –el mismísimo Jean-Paul Sartre (no tenía humor para algo así) o la bella musa existencialista Anne Marie Cazalis– para finalmente cargarlo casi sin margen de error en la cuenta y la fama del malogrado Roger Nimier, un talentoso provocador de derecha que dejó –entre otras– un par de excelentes novelas, El húsar azul y D’Artagnan enamorado, y el guión de Ascensor para el cadalso –de Louis Malle, con música de Miles Davis– antes de deshacerse en una curva con su Aston Martin y una amiga, a los 37 años, en 1962.

A todo esto, el flaco François Mauriac, convertido de algún modo en magra estatua viviente de las letras francesas más académicas y equívocamente conservadoras, sobrevivió largamente tanto a Gide como a Nimier, como a tantos. Tuvo cuatro hijos –todos escritores, varios de ellos en actividad– y dejó un puñado de novelas y de ensayos que se leían mucho en la Argentina hasta los sesenta. Ya no. A Graham Greene le gustaba y lo defendió. No es poco.

Estos chistes de humor verde y negro que desempolvamos vienen a cuento porque en un día como hoy, el primero de septiembre de 1970, a los 85 años, finalmente también Mauriac dio las hurras y se tomó el buque definitivo. No se sabe que haya enviado ningún telegrama para saber dónde está.

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