› Por Leonardo Moledo
Dos malevos se enfrentan en una esquina cualquiera. Sacan sus navajas para eliminar al contrincante, al que juzgan (con apresuramiento) innecesario. No saben (y presumiblemente no les importaría saberlo) que están utilizando una herramienta inventada por uno de los más grandes pensadores europeos.
Tampoco saben (ni piensan) que el personaje central de El nombre de la rosa, todavía no publicada, se llama Guillermo de Baskerville, en homenaje a Guillermo de Ockham, ni que la popularidad de este último y su aparición en las conversaciones de los ascensores, los trenes, las multitudes en las plazas, se debe al famoso utensilio que concibió, la “navaja de Ockham” –expresión feliz que en realidad no fue acuñada por él sino por sus seguidores, Jean Buridan (1295-1358) y Nicolás de Oresme (1323-1382)–, y que muchas veces es esgrimida en los duelos intelectuales cuando se llega al punto en que los felices adversarios quieren ver correr la sangre.
Ni deben saber, mientras luchan, que además de inventar su navaja (en rigor, lo que él enunció fue que “no se debe multiplicar de manera innecesaria el número de los entes”; y que cuando estamos ante dos teorías igualmente explicativas, se debe elegir la más simple), Guillermo de Ockham fue el pensador más importante del siglo XIV europeo, el que de alguna manera anuncia el final de la escolástica medieval y el que establece un nexo (temprano, por cierto) con lo que será la nueva ciencia que representará Galileo, doscientos cincuenta años más tarde.
Ignoran (mientras buscan el flanco débil del adversario) que, como su nombre lo indica, había nacido en la aldea de Ockham, a unos 30 kilómetros de Londres, alrededor de 1380, ingresó en la orden franciscana y realizó sus estudios en Oxford (donde funcionaba, dicho sea de paso, una escuela que investigó y encontró grandes novedades en física, en especial cinemática, que contradecían fuertemente al aristotelismo reinante); escribe algunas de sus obras y en 1324 es llamado a Aviñón (entonces residencia de la corte papal) por el papa Juan XXII (1244-1334), para responder a una acusación de herejía; en 1328, cuando la cosa se pone espesa, y los problemas teológicos se complican con los políticos, puesto que toma “la opción por los pobres” de los orígenes del franciscanismo y, en contra del despilfarro y la riqueza de la corte papal, se escapa y se refugia en Pisa bajo la protección de Luis VI de Baviera, a quien sigue después a Munich, donde muere en 1349 durante una epidemia de cólera.
Ni siquiera sospechan (y si lo sospecharan, ¿se detendrían?) que el pensamiento medieval se arrastró en medio del debate y el difícil problema de conciliar la razón y la fe. Mientras que algunos pensadores optaban por la fe lisa y llana, y negaban la posibilidad de la razón o la subordinaban lisa y llanamente a la teología y a la revelación, a partir del siglo XII, con la reintroducción del aristotelismo, se produce un esfuerzo marcado por encontrar entre ambas una articulación aceptable tanto para la teología y el catolicismo papal omnipresente como para la “ciencia según Aristóteles”, que pretende llegar a la verdad a través de la observación y el razonamiento: será Tomás de Aquino (1225-1274) quien en principio encuentra un razonable ensamble entre ambas (en su Summa Theologica) y le da finalmente al aristotelismo patente de ciudadano en la ciudad de dios pretendida por la Iglesia (ciudad a la que el correr de los tiempos iba convirtiendo cada vez más en ciudad terrena).
Y que Ockham toma una postura radicalmente diferente y opuesta a la de Tomás de Aquino: si éste había trabajosamente ordenado y jerarquizado las “verdades de fe” y las “verdades de razón”, para nuestro buen Guillermo no existe ni puede haber ninguna articulación entre ellas: la razón y la fe no tienen nada que ver, la teología y la filosofía (o la ciencia) se ocupan de cosas distintas, por caminos distintos y no pueden prestarse ningún apoyo mutuo (una separación que en su momento marcará claramente Galileo).
Pero que además, y a pesar de venerar a Aristóteles, rompe con el aristotelismo, negando la posibilidad de conocimiento universal: todo conocimiento se deduce de la experiencia con los objetos individuales, que luego puede o no plasmarse en ideas generales que no tienen existencia real (como lo hubiera sostenido Platón, y parcialmente Aristóteles) sino como, dicho de manera moderna, formas puras del entendimiento, y que están en el pensamiento, pero no en el mundo. Es decir, establece un fuerte sentido experimental, que cuajará a través de Jean Buridan en la teoría del impetus, una descripción del movimiento que desbanca el temible y ya estrecho corset aristotélico, y que será la inspiración del joven Galileo para avanzar hacia la ley de caída de los cuerpos.
No les preocuparía saber que esto fue en relación con las disciplinas científicas, o la filosofía natural, pero que en teoría política, además de la ya relatada opción por la pobreza, proclama un dualismo parecido entre poder temporal (el emperador) y espiritual (el Papa); ambos no tienen nada que ver, y ninguno de los dos está sometido al otro; nudo de la lucha política en los siglos medievales; el Papa, por su parte, no es sino un príncipe de la Iglesia, es falible como cualquiera, y no es el árbitro de la verdad (que reside, para Ockham, en la Iglesia, en todo caso); los príncipes temporales, por su parte, se ocupan de las cuestiones civiles sin tener que rendir ningún tipo de pleitesía al Papa: no es extraño que tuviera que escaparse de Aviñón; en sus últimos escritos, reclamó la separación de la Iglesia y el Estado, avanzó singularmente hacia la tolerancia y la libertad de pensamiento (“fuera de la teología, cada uno debería ser libre de decir lo que le parezca y le plazca”), valores que ya prenuncian el Renacimiento, para el cual todavía falta un siglo. Y mucho más, que, como suele decirse, excede lo que se puede decir aquí.
Los malevos siguen su lucha, sin pensar que nuestro amigo Guillermo fue un pensador múltiple y feraz, que enfocó los principales problemas de su época y los resolvió en el sentido en que marcaba la historia (y rompiendo cierto inmovilismo medieval), que se de-sembarazó (y desembarazó al pensamiento) de la pesada carga del dilema razón-fe, que adivinó la tolerancia y el pensamiento libre.
Los malevos continúan su danza de navajas; fatalmente, una de ellas se hundirá en el cuerpo del otro; habrá un vencedor, un vencido, y un hilo de sangre que corre por la vereda, tributario de una cuestión de fe. Ninguno de los dos fue capaz de someterse a la dulce tiranía de lo razonable.
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