› Por Sandra Russo
“No hay nada más triste que un tren inmóvil bajo la lluvia.” Ese micropoema de Neruda siempre se me quedó adherido a la memoria, quizá porque la imagen que trae a la cabeza es lo que golpea el recuerdo. Igual que este otro, que no es un micropoema, sino una microescena, que me tocó vivir en mi adolescencia, cuando los trenes eran del Estado, pero el Estado era de las Fuerzas Armadas. En un vagón solitario del Roca, viajando de la Capital a Quilmes, de noche, sentada y leyendo rompiéndome los ojos con esa media luz que iluminaba los vagones de esa época. Me distrajo un pibe que se paró en el pasillo a la altura de mi asiento. El pibe sacó una navaja de su bolsillo, abrió y comenzó a hacer unos cortes en la cuerina del asiento. No tuve tiempo ni para asustarme, como veo, ahora que lo escribo, que debería haber hecho. “Qué hacés”, le dije. El se encogió de hombros. Yo no me animé a decir más nada. No sabía qué decir en realidad. No tenía muy claro por qué estaba mal cortajear esos trenes de mierda a los que había que esperar horas, y en los que había que esperar horas cuando todos los días se paraban en algún tramo del recorrido. Eran los trenes a los que se subía el Ejército todas las mañanas para requisar a los estudiantes que viajaban en dirección a La Plata. Nadie los quería.
Creo que con el pibe no pasó más nada. Se debe haber bajado. Yo seguí viaje un poco estupefacta, porque esa escena me había revelado un concepto que se puede estudiar en la escuela o la facultad, pero que cobró vida en esa escena. Yo no le pregunté “¿qué hacés?”. No puse signos de interrogación a lo que decía. Era más bien un planteo, un problema a resolver, no sé siquiera si se lo estaba preguntado a él: qué estás haciendo, por qué pasás por acá y sacás una navaja y cortás los asientos, qué ganás, qué perdés, qué significa que te desahogues con este asiento de tren en el que vos viajás y yo también, qué estás diciendo.
Tuve entonces más claro el concepto de Estado. Esos trenes eran, se suponía, de todos, pero el Estado había sido tomado por las Fuerzas Armadas. Lo que habían sustraído los militares a la población era, además de la libertad, las instituciones democráticas, un contrato social y político y varias cosas más: era también el Estado. Lo habían sustraído, digo, del imaginario colectivo. El Estado no era percibido como propio, sino como ajeno. Siempre hubo vandalismo ferroviario. Concentra un tipo de rabia vaga. No hablo de los incendios o destrozos intencionales con objetivos políticos, como encuadra el Gobierno los incidentes de Castelar y Merlo, sino de vandalismo espontáneo. Pibes cortajeando asientos o rompiendo vidrios.
Y sí hubo, bastante después, en democracia, con trenes ya privatizados, protestas legítimas de gente harta. Especialmente en el Roca y el Sarmiento. Chispas de impotencia acumulada durante días y días que de repente estallan. Y a propósito, me gustaría señalar la abrumadora carga de sentido que, incluyéndonos a todos, tiene el hecho de que le demos tanta importancia al cumplimiento de los horarios de las líneas aéreas, y tan poca importancia al cumplimiento de los horario de los trenes.
La importancia de ese cumplimiento sólo se basa en la dignidad atribuida al pasajero. Las esperas en aeroparque son un hit en los noticieros televisivos. Hemos visto millones de ellas. ¿Cuántas hemos visto del incumplimiento de horario de los trenes? Los pasajeros de líneas aéreas son nota simplemente por estar sentados en el piso, y cuando se acercan al micrófono los movileros suelen preguntarles qué perjuicio les provoca la espera, y ellos casi siempre hablan de cuestiones de trabajo. Los pasajeros de los trenes salen en televisión cuando se incendia un vagón o cuando se corta una vía. Los funcionarios también se ocupan de los pasajeros de los trenes cuando algo altera el orden público. Espontáneo o intencional.
Los pasajeros de los trenes hablan también, como los pasajeros de avión, de cuestiones de trabajo. No es que no lleguen a una reunión importante ni que la espera los complique para cerrar un negocio, es más bien que no les pagan el día porque el tren los hace perder el jornal o el premio por presentismo. En la idea que tenemos sobre ciertos medios de transporte, en el maltrato que naturalizamos o en el que nos despierta irritación, en la prioridad que se le da a la información pública sobre uno u otro tema, late nuestra idea de quiénes usan esos medios de transporte.
Los pasajeros de los trenes están hechos de la misma arcilla que los pasajeros de los aviones. Han debido subir sus umbrales de frustración, porque llevan vidas que dan por hecho lo que a los pasajeros de los aviones los escandalizaría. Los pasajeros de los trenes pagan poco. La tarifa ferroviaria argentina es muy barata. ¿Podrían pagar más? Muchos de ellos, no. Que los trenes sean privados no significa, no puede significar que no haya Estado protegiendo a los pasajeros de los trenes. Los pobres, cuando se trasladan, son pasajeros de trenes. Las políticas públicas deberían llegar cuanto antes a ese territorio adverso, maltratador, de nadie, que son los trenes del conurbano.
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