› Por José Pablo Feinmann
Sammaritano eligió el camino del erudito, no del “creador”. “Creador” es cualquiera. Eso le sirve para el ego, para el desdén, para la vanagloria. Eruditos hay pocos. El Negro Sammaritano pudo haber filmado. Pudo haber escrito. Pudo haber hecho música. (Sobre todo, no se sorprendan, música.) Pero le sucedía algo casi inexistente hoy: tenía autocrítica. Decía: “Yo veo una película de Bergman o una de Ford o una de Antonioni, y me digo ¿para qué voy a filmar yo? Si yo pudiera acercarme un poco a lo que esos tipos hicieron, si pudiera agregar algo, por pequeño que fuese, a lo que esos tipos hicieron, filmaría. Si no, no. Con las ganas no alcanza. Uno tiene talento o no lo tiene. Y si no lo tiene, mejor que lo averigüe pronto y no les quite tiempo a los demás”. El Negro sabía mucho de muchas cosas. Admiraba tanto a los grandes que le pareció más importante dedicar su vida a divulgar sus obras que a hacer las suyas. Tipos como el Negro, que toman una decisión así, no sólo son también, a su modo, creadores, son sabios. Hizo, entonces, todo lo que hizo. Fundó el Cine Club Núcleo en 1954; tendría, él, 24 años. Después publicó una revista hoy mítica, Tiempo de cine. Se peleaba con los que hacían otra que tuvo presencia en los últimos años. Les decía: “Tiempo de cine tuvo que cerrar por falta de guita. Ustedes van a cerrar por exceso de soberbia”. Fue profesor en universidades extranjeras. Anduvo por Cuba, por México. Viajó mucho a Europa. Había sido parte de la escuela de cine del litoral, la que fundó Fernando Birri, una escuela que hizo historia, de la que salieron tipos de mucha jerarquía. Cuando, durante el menemismo, le dieron el Instituto a Antonio Ottone, al Negro lo pusieron de subdirector. Era una garantía que estuviera ahí. Todos lo sosteníamos. Duró poco. Lo echaron. Le hicimos una cena de desagravio. El Negro tenía un humor que lo salvaba de todo. Del ridículo y de esa forma exasperada del ridículo que es la solemnidad. La cena de desagravio fue un jolgorio. Comimos, bebimos, contamos chistes. El Negro era un formidable y apasionado contador de chistes. De pronto, alguien tiene que hablar. Hay que decir el discurso de la circunstancia. Hay que decir que está mal que lo hayan rajado al Negro, que lo rajaron porque es honesto, porque el menemismo es la superproducción, en Cinemascope, sonido estreofónico, reparto estelar e infinito, de la corrupción. Es Lo que el viento se llevó llevado al arte imperecedero del afano. Cualquiera podría haber hablado, el buen vino aligera cualquier lengua. Hablé yo, acaso porque ni vino necesito para darle duro al parloteo. Se me ocurre decir (aludiendo al raje del Negro): “De donde echan al Negro, echan al cine”. Desde lejos, el Negro dice: “Callate, che. Que ahora mismo están filmando unas películas buenísimas en Holanda, en Nueva York y hasta en Madrid, y yo estoy aquí, boludeando con ustedes”.
Era radical y admiraba a los revolucionarios soviéticos. Esto me lleva al aspecto acaso menos conocido del Negro, pero el más hondo porque tiene que ver con el arte que más amaba, y eso que al cine lo amaba como pocos lo amaron. Pero el Negro era un eximio musicólogo. Sabía de música más que, por ejemplo, el hoy completamente olvidado, el estrepitosamente vanidoso Jorge D’Urbano, que ponía la boca como culo de gallina para decir “Bruckner”. O “Beethoffen”, que así le salía el nombre del Gran Sordo. Un tipo que, de Gershwin, decía: “Un músico brillante, pero exterior”, algo así, algo horrible. El Negro amaba toda la música. El Negro también –como dije– amaba a los revolucionarios soviéticos. Creo que era muy antiperonista, pero nunca hablábamos de eso, ¡había tanto para hablar! Una vez, me dice: “Papá Stalin no se equivocó con Shostakovich. Ya con La nariz Dimitri se estaba bandeando demasiado para el lado del atonalismo. Con Lady Macbeth del distrito de Mtsensk insistió. Ahí, Papá Stalin le dijo ‘basta, Dimitri. No joder con atonalismo. La música es para el pueblo’. Gracias a eso tenemos la 15 maravillosas sinfonías de Shostakovich. Hoy, que las orquestas sinfónicas son más poderosas que nunca, que suenan fantásticamente, ¿qué tocarían si no? Lo tienen a Shostakovich”. “¿Cuál te gusta más de las 15?” Lo piensa. Dice: “Todas son lindas”. No podía elegir. Le gustaban tanto, que no había una que pudiera privilegiar a las otras. Si uno iba a su casa lo llenaba de música. Además asumía que uno era tan erudito como él. “¿Qué escuchamos? –me preguntaba–-. ¡No te voy a poner el concierto de Ravel!” Para el Negro, el concierto de Ravel era pan comido, algo que uno ya se sabía de memoria. Entonces ponía una joya como el Concierto para terminar con todos los conciertos. Y se divertía como un niño. Es un concierto que mezcla los de Rachmaninoff, el de Tchaikovsky, el de Grieg, alguno de Beethoven y la Rhapsody in Blue. El resultado es desopilante. “¿Te gustó? ¿Te gustó?”, preguntaba con ese arte para el tartamudeo del que solía hacer gala. No estaba con Schoenberg, es cierto. Le parecía que había tomado un camino equivocado. Pero no había obra del disonante Arnold que no tuviera, que no conociera, que no hubiera escuchado un montón de veces. “Sin embargo, tiene cosas buenas. Escuchá, escuchá esto”, decía. “Ger-shwin y Schoenberg jugaban juntos al tenis –me permitía decirle yo–. Arnold orquestó el segundo preludio de George. Ellos eran amigos y los críticos creen que son antitéticos.” Y él, con una seguridad que me llenaba de alegría: “¿Y qué querés? Si Gershwin era Dios...” Una vez viene a mi casa. Yo tenía todavía mi piano y solía tocar. Ahora lo regalé, pero eso no importa. Había tramado algo parecido a un preludio. (Como dije: cualquiera puede hacer cualquier cosa. Sobre todo, mal.) “Escuchá, Negro. Escuchá.” Lo toco. Sonaba demasiado a Gershwin. El Negro dice: “Pero eso se lo afanaste al maestro”. “Y sí.” “Dejate de joder y seguí escribiendo.” Ahora estamos en la puerta de un cine, alguien se acerca y empezamos a hablar de música. El Negro me señala y dice: “Sí, él sabe de música, pero porque la merca se la doy yo”. El, es verdad, me daba la merca. Lo que le pedía, al Negro no le faltaba. No bien lo conocí –allá lejos, por 1982– le dije que mi mujer y yo, en nuestra primera cita, nos habíamos confesado lo que amábamos: Faulkner, Chandler, Borges, el Séptimo Círculo, Cantando bajo la lluvia, Gershwin, Schumann, los estudios de Chopin y el “Concierto para dos pianos” de Poulenc. “Que no lo podemos conseguir por ninguna parte. Increíble, Negro. No tenemos ni una versión.” Al día siguiente, el Negro me trajo una. La que tiene al propio Poulenc en uno de los pianos. “¡Qué concierto hermoso!, ¿no? –dice–. Es la alegría de vivir.” También él lo era. Me hizo conocer la versión de “Té para dos” que Shostakovich había compuesto para la Sinfónica de Leningrado. La cosa fue así: la Sinfónica salía de gira mundial y, al frente de ella, su gran director, Kirill Kondrashin. Cuenta la leyenda que Kondrashin advierte –al pie del tren en el que partirán– que la gira incluye Estados Unidos y no tienen algo bueno para un bis. “¿Qué hacemos si nos piden un bis en el Carnegie Hall?” Desde la estación lo llaman a Shostakovich, que responde: “No se preocupen”. Y al rato llega a manos de Kondrashin un arreglo de “Té para dos” que Dimitri había compuesto en media hora. Es una obra maestra, sin más. Salvo la de Anita O’Day en el Festival de Newport, ninguna otra versión la supera. La conocí –como tantas otras cosas– gracias al Negro. Tenía las 104 sinfonías de Haydn. Y decía, contra eso que muchos dicen, que no eran todas iguales. Y hasta era capaz de silbarte o tararearte las 104. Pero lo mejor que me hizo conocer el Negro fue él. Conocerlo fue una de las alegrías, de los privilegios de mi vida. Era un gran tipo. Un tipo que amaba el cine, la música, contar chistes, recibir amigos en su casa, hacerte descubrir algo que él había descubierto hacía mucho pero volvía a descubrirlo con vos. Lo vamos a extrañar. Aunque siempre que lo recordemos –y será a menudo– algo de su alegría, de sus ganas de vivir, de su pasión, nos hará más tolerables las desventuras de este mundo.
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