› Por Sandra Russo
Después de todo cada vez que se habla de “setentismo” de lo que se habla es de un falso setentismo; ni siquiera de un falso recuerdo, sino más bien de una abstracción generada en la lengua a través de una operación de poder.
Sería mejor dejarlo claro. Cada vez que se habla de “setentismo”, todos, los que estamos a favor o en contra de cualquier cosa, entendemos algo en lo que no necesariamente pensamos. A esa palabra que es usada en el habla común argentina como un desprendimiento de discursos que bajan desde la política y los medios, la lengua le ha hecho flecos, o satélites, o flechas. Esas segundas capas de sentido no guardan una relación ajustada con lo que pasó en los ’70, sino más bien un recorte manipulado por el poder. Santucho es un nombre setentista. Camps, no.
El tiempo ha sido encapsulado por el poder. No por el poder gubernamental solamente, porque ya es tiempo al menos de incorporar generalizadamente la idea de que el pensamiento crítico se inscribe como tal contra el poder, pero el poder hace décadas que se ha diversificado y es como esa escultura que Marta Minujín hizo para el Tafirol. Tiene muchas caras. Opera por sobre el poder político, sin negarlo ni compitiendo con él en la esfera pública.
Pero no es ni un gramo menos peligroso que el poder político. Todo lo contrario. El poder político es el que participa de la democracia. El otro participa de todo.
No voy ahora con la cita de Marx sobre la tragedia y la farsa porque ya la sabemos de memoria. Pero incluso el hecho de que esa frase haya ido pasando este año de boca en boca, indica una percepción general de que hay cosas que están repitiéndose, que estamos acosados por la sensación de un raro déjà vu, cuando en realidad la etapa que estamos viviendo se caracteriza por rasgos muy diferentes a los que enmarcaron al verdadero “setentismo”.
La Mesa de Enlace recuerda a los patrones camioneros chilenos que encendieron la chispa para el golpe de Pinochet. Se puede considerar esa imagen válida para una argumentación, o se puede creer que no es “ajustada” por diversos motivos, pero nadie discute la verosimilitud de, al menos, la evocación. Eso no forma parte de lo que hoy se tilda de “setentista”. Nadie diría que Buzzi es “setentista”. Precisamente, lo que irrita de su perfil a los que no lo quieren –porque Buzzi genera rechazos viscerales– es que salpica con gestos “setentistas” (sí, haberse embanderado con una abuela de Plaza de Mayo) un rol claramente reaccionario. Sus representados fueron, junto con el Gobierno, los grandes derrotados de la puja por la 125.
Con la reapertura del caso Rucci, esa percepción volvió. Nadie citó la frase, pero quedaría bien combinada con los recuerdos que trae el caso Rucci (cuyos familiares con toda lógica quieren saber quién lo mató). En este caso, una de las grandes diferencias con los setenta es que la dirigencia sindical se mantiene del lado de la institucionalidad. Es una diferencia sustancial. Lo que vuelve es entonces no un suceso nuevo que replica uno anterior, sino un recuerdo fuerte, que sirva para tirar tierra vieja sobre nombres de hoy. La de Rucci es una de las páginas más negras, más irracionales del peronismo. Una vertiente horrible para su desmesura. Todo lo oscuro sale en cuanto se abre fuego.
Lo oscuro es imparable después que se abrió fuego. Incluso en circunstancias legítimas, incluso del lado bueno, que según quién puede ser cualquiera, esa última instancia que quema todas las naves democráticas y habilita además a atenerse a oscuridades impensadas de propios y ajenos, tiene que haber habido muchas otras derrotas democráticas anteriores para que un crimen como el de Rucci ocurriera. Tantas, que ya exceden lo político y entran en lo existencial.
El crimen de Rucci es “setentista”. No se le llama “setentista” a un Falcon verde, ni a una mujer que mandó postales de Para Ti a Europa para desmentir la campaña antiargentina, ni a los morochos con lentes y sobretodo que eran servicios, ni a los policías infiltrados en las universidades que andaban con libros de Paulo Freire para hacer hablar a los perejiles, ni al señor del promedio que decía “yo, argentino”. Todo eso quedó en los setenta, pero el setentismo se redujo a una partícula de olor fuerte, a una intención soterrada, a una explicación que no requiere más palabras. “Setentismo” huele a pólvora. Y me permito no oler pólvora por ninguna parte, vamos.
La lengua se jacta más de lo que obliga a decir que de lo que prohíbe decir. La lengua madejada por el lenguaje político y periodístico chorrea significados colaterales que siguen soplando el oído de la gente aun cuando las palabras se extinguieron. En materia intelectual, Barthes distinguía entre “descomponer” y “destruir”. Asumía que la tarea del intelectual es “descomponer” la conciencia burguesa, no “destruirla”. No por una elección, sino por dialéctica: sin condiciones prerrevolucionarias, como no las había en la Francia del ’50 ni en casi ninguna parte hoy, la “destrucción” implica un salto al vacío. “Mientras que al descomponer, acepto acompañar esta descomposición, descomponerme yo mismo en la misma medida: desbarro, me aferro y arrastro conmigo.” Esa es la razón por la que es bueno, cada tanto, descomponer palabras.
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