› Por José Pablo Feinmann
A veces pareciera que las películas exageran. Y no poco ni mucho: demasiado. Al fin, necesitan vender butacas, ése es su principal objetivo. ¿Por qué habrían de privarse de acudir a cualquier medio para hacerlo? Por ejemplo: ¿usted podría creer que Estados Unidos cree una guerra para tapar el desliz sexual de un presidente? Para entendernos: no es que esa guerra haya sido creada sin motivos, sea una pura agresión sin causa, y por fin una masacre. No, ésa, después de todo, sería una guerra real. Nos referimos a una guerra inventada. A una pura y perfecta invención de los massmedia. Se hizo (y a ella nos referimos) una excelente versión sobre este tema. Se llamó Mentiras que matan (Wag the Dog), es de 1997, la dirigió Barry Levinson y la escribió un tipo con mucho talento: David Mamet, acompañado por Hilary Henkin. Si agregamos que Dustin Hoffman y Robert De Niro están en los protagónicos tendremos el panorama claro: esto no puede fallar. La historia es así: dos miembros del gobierno (De Niro y Anne Heche) buscan a un productor de Hollywood porque necesitan distraer al público norteamericano. “¿Crees que será posible?”, le pregunta, en el avión que los lleva a California, Heche a De Niro. El tipo se ríe: “¿En serio me preguntás eso? ¿Si será posible engañar al público norteamericano? Dime, ¿tú sabes algo de la Guerra del Golfo? ¿Alguien sabe algo de esa guerra? Nadie. Sólo lo que les dejamos ver. ¿Qué vieron? Unas cuantas luces atravesando el cielo, la noche. Eso les vendimos como Guerra del Golfo y eso creyeron. ¿Por qué no vamos a poder fabricarles una guerra ahora? La necesitamos”. La necesitan porque la administración a la que sostienen está en peligro. Puede bajar la popularidad del presidente por ese affaire sexual que tuvo. (Referencia insalvable al affaire Lewinsky. Aparte: conocí a un escritor alemán de nombre Charles Lewinsky. Me decía: “Todo es más simple para mí ahora. Ya no necesito deletrear más mi apellido. Sólo digo: Lewinsky, como Monica”.) Hay, pues, que inventar una guerra. Se encuentran con Hoffman, productor de Hollywood que nunca ganó un Oscar y vive amargado por eso. Pero tiene esperanzas. “Queremos fabricar una guerra”, le dicen. Primero necesitan decidir con quién. No tardan en decidirlo: “Con Albania”. “¿Qué tenemos contra Albania?”, pregunta alguien. “¿Qué tenemos a favor?”, le contestan. Empieza la tarea. Se trata de “armar” una imagen dramática que irá a la tapa de los diarios. Lo hacen: bombas que estallan en una aldea de Albania y una mujer que huye con un niño en brazos. Conmovedor. Pero falta. Hay que componer una canción patriótica que consiga encender los corazones del público. Lo llaman a Willie Nelson, el famoso cantante country. Nelson se pone a trabajar. Graban la canción. Advierten que “Albania” no rima bien con casi nada, pero ya es tarde para cambiar. Y no dudan del resultado final: hace falta una guerra y los medios la crearán. Las imágenes se difunden, el público se las cree y el talentoso pero ingenuo productor exige que se presente lo que ha hecho a la Academia de Artes Cinematográficas porque quiere ganar su ansiado Oscar. De Niro, que se lleva muy bien con el FBI y con la CIA, ordena que lo liquiden. Hoffman, ilusionado por algo que le han dicho, entra en una enorme limousine que sólo lo trasladará hacia su injusta pero inevitable muerte.
En Poder que mata (Network, 1976) Sidney Lumet entrega una de las mejores películas de su larga carrera. Pero detrás de esa conquista hay un guión ya mítico de Paddy Chayevsky. Ned Beatty le dice a Peter Finch: “Olvídese: ya no hay primer mundo, ni segundo mundo ni tercer mundo. Sólo hay negocios”. Se trata aquí del mundo de la televisión. Hay que atrapar, domesticar, someter, idiotizar a los que miran. Nadie sabe hacerlo como Faye Dunaway. Tiene un programa que se llama: La hora de Mao-Tse-Tung. Tiene otro que ha entregado a los Panteras Negras. Pero su punto máximo es el loco mesiánico de Peter Finch. Aquí aparece el talento de Dunaway. Es evidente que el tipo está peligrosamente loco. No importa. Se lo puede usar. Puede ser un hit. Lo ponen en un horario central. Finch tiene la locura de llamar a la rebelión. Se pone frente a la Cámara y vocifera: “Abran sus persianas. Asómense y griten: ¡no aguantamos más, ya no podemos tolerar más, estamos hartos!”. La gente, en sus casas, sin creerlo al principio, empieza a oír gritos. Abre sus ventanas y se asoma. Ahora todos están asomados. Al comprobar que todos gritan lo que Finch exige que griten, no hay uno que deje de gritarlo: “¡No aguantamos más! ¡Ya no podemos tolerar más! ¡Estamos hartos!”, se crea una situación de rebelión social que estaba soterrada pero que Finch ha sacado a flote. Ahora la gente está furiosa. No sabe por qué. O tiene uno que otro motivo. Pero quiere estar furiosa. Finch, un pastor iracundo, lo exige desde la tele. Van a ver en vivo su programa. No bien él aparece todos empiezan a gritar: “¡No aguantamos más, etc.”. Como todo lo que se lanza sin demasiado control la cosa se le empieza a ir de las manos a la sagaz y algo detestable Dunaway. Ella lo arreglará. Pero uniendo lo útil a lo comercial. Siempre se trata de subir el rating. Les dice a sus jefes (que ya son pocos, ella ha trepado muy alto) que la dejen hacer. En su próxima aparición, Finch saluda a su público vociferante. Por fin, silencio. Finch se dispone a dar su sermón iracundo del día. De pronto, entre el público, surgen varios Panteras Negras con metralletas y acribillan a Finch en vivo, ante las cámaras. Exito total. Se han librado del loco y han atrapado aún más a la gente. Que –Dunaway lo sabe bien– es nada, es arcilla en sus manos, es basura, concluirá.
Nuestra tercera película es The Truman Show, de 1998, dirigida por Peter Weir. Aquí la tesis de la manipulación mediática es llevada al extremo. A un tipo que se llama Truman le crean su mundo, su vida, su entorno desde que nace en un enorme set televisivo que se venderá como un show al resto del país. Toda la vida de Truman está armada, diseñada, conducida por Harris, un genio de la televisión que demuestra con esto que puede, por medio de la omnipresente pantalla, dominar todo, crear la realidad. Es una metáfora sobre la posible libertad del ser humano en un mundo dominado por los medios de comunicación que crean una realidad que somete a quienes se proponga someter. La película de Weir es optimista. Al final, Truman abre una puerta que le permitirá salir del decorado. Es la puerta hacia su libertad. No se ve nada más allá de ella. Sólo oscuridad. La incertidumbre total. Harris le dice que se quede, que él lo protegerá, que habrá de cuidarlo. Pero Truman elige ser libre y elige, con ello, el riesgo, la incertidumbre, el peligro. Truman abre la puerta y entra en ese callejón oscuro, lleno de riesgos gigantescos. Sobre todo los de averiguar quién es, qué quiere, qué piensa. Para evitar estas cosas es que la gente ve la tele. Para no ser libres. Para ser manipulados. Para que les digan en qué creer, a quiénes odiar, a quiénes no odiar, qué consumir, qué comer, qué ropa ponerse, qué ideas tener y, muy especialmente, qué ideas no tener. Aquí, a este ente pasivo, que se devora lo que la tele le da y deja que su subjetividad sea creada, moldeada desde ella, los tycoons de los medios le dicen “la gilada”. ¿Es libre “la gilada”? Alguien dirá que no puede haber algo menos libre que “la gilada”, ya que vive esclava de lo que los medios hacen de ella. Sin embargo, durante estos días hubo ciertos dramáticos sacudones en el programa de Tinelli. No caminó lo de la lluvia. Esa lluvia que caía sobre los cuerpos exponiendo sus transparencias a la mirada golosa y patética e impotente de “la gilada”, ¡no funcionó! No dio el rating esperado. A la gente le gusta más lo del caño. “Hay que volver al caño”, pareciera que se ha resuelto. Entonces, ¿cómo que la gente no es libre? Claro que sí, claro que es libre. Siempre puede elegir entre la mierda y la basura.
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