› Por Juan Forn
Cuando se publicó el famoso reportaje que le hicieron en The Paris Review (aquel que la declaraba, en 1970, “la mejor escritora viviente en lengua inglesa”), Jean Rhys ya tenía ochenta años, una artritis que la encorvaba, la peluca torcida, varios kilos de rímel aplicados con pulso tembloroso, vaya a saberse si por la artritis o el alcohol (a la hora del almuerzo ya estaba borracha, casi todos los días) y cuatro décadas de “abyecta” pobreza y silencio literario sobre sus espaldas, pero en cada una de sus palabras vibraba la que había sido siempre, la única que supo ser, y retratar después en sus novelas: la Belleza Incapaz De Ser Feliz, la Rompecorazones De Corazón Roto, la Angelical Madre De Todos Los Vicios, la Mujer Tóxica. A todos los santos varones se nos ha cruzado en el camino en algún momento, aunque haya llevado otro nombre. Hay una manera inequívoca de reconocerla. Si uno se pregunta embobado, al conocerla: “¿Por qué parece tan infeliz este bombón? ¿Por qué dice que su vida es un fracaso?”.
Jean Rhys nació en las Antillas, su padre galés la envió a Inglaterra para convertirla en una dama, pero ella prefirió entrar en el Conservatorio de Arte Dramático, dejó los estudios para escapar con una compañía de teatro itinerante, conoció a un caballero rico que la embarazó, le pagó un aborto y la mantuvo durante siete años (aunque ya la había abandonado), con ese dinero se casó con un espía holandés y se dio la gran vida con él por toda Europa, lo dejó (en la cárcel) por Ford Madox Ford, el escritor, quien también la abandonó, pero antes le enseñó a escribir (mejor dicho, le demostró que sabía escribir). Entre 1928 y 1938, Jean Rhys (pronúnciese yin-rizz) publicó cuatro novelas que le dieron un nombre, incluso una modesta leyenda, y entonces desapareció. Sus libros se agotaron y nunca se reimprimieron, y los pocos que se acordaban de ella la daban por muerta hasta que, veinticinco años después, un programa de radio de la BBC la localizó en Devon y un editor fue hasta allá a preguntarle si había escrito algo en todos esos años; y así fue como, en 1966, Jean Rhys publicó por fin la novelita que llevaba treinta años escribiendo (y tirando, y volviendo a escribir, y volviendo a tirar, tal como había hecho con dos maridos y unos cuantos amantes) y se convirtió, de la noche a la mañana y hasta el día de su muerte, trece años después, en “la mejor escritora viviente en lengua inglesa”, sin dejar de ser la infantiloide paranoica autodestructiva que había sido toda su vida.
Algunos ejemplos: aunque la mensualidad que le daba aquel caballero rico que le pagó el aborto alcanzaba para el mejor sector de Chelsea, ella eligió vivir en una zona llamada World’s End (“el fin del mundo”). Años después, cuando tuvo un hijo en París con su marido holandés, el niño enfermó de neumonía y debieron dejarlo una noche en el hospital. Cuando volvían a casa ella le pidió a su marido que comprara dos botellas de champagne para levantarle el ánimo. Por la mañana, cuando llegaron al hospital y supieron que el niño no había logrado pasar la noche, se abalanzó contra el marido gritándole: “¡Mi hijo estaba muriendo mientras tú bebías champagne!”. Años después, durante la guerra, cuando su segundo marido fue destinado a una base militar en el Norte y se la llevó a vivir en una pensión allá, ella le dijo: “Me es imposible ser pobre con coraje y dignidad. No quiero trabajar, no quiero usar ropa fea, no quiero vivir en lugares lúgubres, soy débil, débil, débil y no quiero cambiar” (el marido moriría, agotado, en 1945). El tercer marido, que le había prometido una vida holgada, cayó enseguida preso por estafa; cuando salió, cinco años después, era una piltrafa y dos piltrafas no podían vivir juntos, decretó ella, así que se lo mandó a su cuñada para que se hiciera cargo. En 1964, cuando finalmente cree que ha terminado su novelita (así se refería ella a Ancho mar de los Sargazos: “My novelette”), viaja a Londres a encontrarse con su editor. El le ha reservado habitación en un buen hotel (“por fin, después de todos estos años”), donde ella hará las últimas correcciones y entregará el original. Pero nomás llegar recibe un telegrama: su marido ha tenido un ataque al corazón en Cornwall. Decide quedarse igual en Londres y, a la mañana siguiente, la que tiene un infarto es ella. Tardará casi dos años en reponerse y terminar las dichosas correcciones. Por fin el libro se publica, en marzo de 1966: el mismo día, su marido muere en un hospicio de Cornwall. Su comentario: “Soy la más débil en todas mis parejas. Sin embargo, los que caen son siempre ellos”.
Jean Rhys decía que su vida era un fracaso, y por esa razón dejó inconclusa su autobiografía. Prohibió además que se escribieran biografías sobre ella. Y en sus horas finales obligó a su editor a prometerle que juntaría todas las cartas que había escrito a lo largo de esos veinticinco años de silencio literario y “abyecta pobreza material y espiritual”. La idea era impedir que cayeran en manos de la legión de feministas que la idolatraban y querían convertirla en mártir (“No soy feminista. A pesar de lo miserables que han sido los hombres conmigo, no puedo echarles la culpa de lo que soy”).
El fiel editor cumplió su promesa, pero cuando se puso a leer el material que había reunido decidió que tenía que publicarlo sí o sí. Ese centenar de cartas, no importa el destinatario ni el momento en que fueron escritas, hablan todo el tiempo del mismo tema: Jean Rhys. Pero, asombrosamente, nunca aburren, ni cansan, ni dan lástima, ni hacen enojar. La lucidez y la honestidad que Rhys nunca puso en su propia vida, las puso al escribir. Hasta conseguir que su vida no importara, porque lo que importaba era otra cosa, como dice ella misma en una de esas cartas: “Escucha. Quiero decirte algo muy importante, así que escúchame bien. Todo lo que escribimos es un lago. Hay grandes ríos que alimentan el lago, como Tolstoi o Dostoievski. Y también hay hilos de agua, como Jean Rhys. Lo único que importa es alimentar el lago. Yo no importo. El lago es lo que importa. Seguir alimentando el lago. Siempre. Eso es lo que importa”.
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