CONTRATAPA › EL ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Recibí el martes a la noche la impecable Quinta Carta elaborada por el grupo Carta Abierta y la firmé por estar de acuerdo en todo lo que dice en contra de tanta infamia instalada, aunque el cómo –el estilo, digo– me resulte bastante piantavotos. Me pasaba algo así –en otro orden de cosas– con el discurso tan preciso como abstracto y elusivo de Marcelo Bielsa, por ejemplo, cuando hablaba de fútbol. Pero eso es apenas un detalle y cuestión de opinión. Porque lo importante –para mí– es que la firmé para no quedarme callado y me sentí –dentro de la bronca que trasunta su justo contenido– contento por la compañía de Horacio González, de Forster, de Viñas, de Gelman, de tantos otros, gente que sabe, siente, piensa y formula bien. Y que tiene razón. Nunca he ido a una reunión del grupo y supongo que tampoco iré de acá en más. No me da, como a tantos, por ahí. Pero se agradece cuando hay quienes se dedican a pensar y formular ideas que están en el aire y son de muchos que no las formulamos o sabemos formular. Gracias por eso.
A partir de la Carta Abierta quedé pegado con el tema, con ese modo de expresión y comunicación que combina lo privado y lo público, el testimonio y la opinión. Hay casos ejemplares, como la de Rodolfo Walsh a la Junta en el primer aniversario del golpe, lectura obligatoria para cualquier argentino en épocas de duda o crisis. Por su contenido y por su estilo. Y hay otras cartas que –más lejanas en el tiempo y las circunstancias– conservan sin embargo toda la contundencia y el sentido de su alegato, más allá de que no estemos ya familiarizados con los hechos que las motivaron.
Una conocida carta abierta en todos los sentidos extraordinaria –por su estilo, por su virulencia y fundamento ético– es la Defensa del Padre Damián que escribió el gran Robert Louis Stevenson en Sydney, Australia, el 25 de febrero de 1890, contra al reverendo Dr. C. M. Hyde (sic), de Honolulu, en Hawai. Es increíble, pero uno no puede dejar de pensar que ese apellido le debe haber pegado exacto a Stevenson, ya que el notable narrador escocés había publicado El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde apenas cuatro años atrás. Una riquísima coincidencia.
La diatriba de Stevenson es una respuesta airada a una carta que Hyde le envió al reverendo H. B. Gage en agosto del año anterior y que fue recogida por la prensa religiosa presbiteriana, “secta” –la expresión es de Stevenson– a la que él mismo, como los citados, pertenecía. En su carta, el religioso degradaba y menospreciaba la figura y la obra de un cura misionero católico –el belga Joseph de Veuster, conocido como El Padre Damián– que había muerto pocos meses antes en el lazareto de Malokai, en Hawai, al que había dedicado su vida hasta morir leproso junto a los internos.
Pero Stevenson tenía información de primera mano. Había estado ahí, cosa que Hyde no. En su viaje (final) a la Islas del Sud, en busca del clima más adecuado para su quebrantada salud, el autor de La isla del tesoro había visitado en la primavera del ’89 la colonia y el leprosario hawaiano. Todo eso está en la tercera parte de In the South Seas (En los mares del Sud), publicado póstumamente, en 1896. Le tocó pasar por ahí apenas semanas después de la muerte de Damián y pudo recoger de primera mano testimonios de testigos que le hablaron bien y mal de grandezas y miserias del sacerdote rápidamente mitificado por la jerarquía católica y denigrado por los de enfrente.
La carta de Hyde acusaba a Damián de sucio, fanático, desobediente a las jerarquías eclesiásticas e “impuro” en sus relaciones con mujeres. Stevenson se sacó como nunca: escribió su carta de respuesta con exacerbada indignación y luego la leyó a su familia, advirtiéndoles que podrían procesarlo por ella. Todos aceptaron los riesgos. La réplica de Stevenson fue impresa en privado y distribuida primero en Sydney y después en todo el mundo. Nunca quiso cobrar un peso por su publicación. Le escribió a su editor: “Esta carta es suya y de todo hombre. Le hice la cruz a todo tipo de canibalismo. No podría comer ni un pancito de un penique pagado con el dinero que estas páginas me hubieran hecho ganar”. Alfonso Reyes y Ricardo Baeza la seleccionaron –y recortaron larga, inevitablemente– para su memorable colección de Literatura Epistolar de los Clásicos Jackson. “La carta está escrita con letras de fuego”, dicen. Y es así.
La carta cobra ahora algún tipo de interés adicional, porque en estos días –creo que el 15, pasado mañana– se cumplen 120 años de la muerte del Padre Damián y se viene nomás –parece– la canonización del sacerdote belga. Elegido hace unos años como “el mejor” de los suyos en uno de esos concursos nacionales impresentables en que compiten deportistas, científicos, escritores, príncipes, médicos y lo que raye, el leproso por opción y vocación Joseph de Veuster hace mucho tiempo que está más allá de todo. Incluso de la santidad. Sin embargo, el extraordinario texto de Stevenson –búsquenlo, está en los libros y en internet, vale la pena– justifica paradójicamente su vida y su memoria.
Pocas veces se ha descripto con mayor precisión, santa furia ética y grandeza y humildad de espíritu, la miseria del alma humana que aflora –disfrazada de rigor crítico– en la envidia y la bajeza de miras. Que cada cual se ponga (nos pongamos) el Mr. Hyde que le (nos) caiga y quepa.
Gracias, Stevenson. Porque una carta abierta es para que la leamos todos.
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