› Por Juan Forn
La película empieza con un anciano armado de un bastón que sale furibundo de su casa, mata a palazos a un gallo y murmura: “Al fin un poco de paz”. Su mujer lo increpa con desesperación: “¿Paz para qué? ¿Escribiste algo hoy? ¿Escribiste algo en los últimos siete años?”. El septuagenario Knut Hamsun mira impertérrito a su esposa Marie y le contesta: “Paz para morir. Eso es lo único que quiero”. En el curso de las tres horas siguientes, el Hamsun encarnado por Max von Sidow no conseguirá paz para morir y tampoco dará respiro a quienes lo rodean, a tal punto que, cuando estalle la guerra, una de las hijas dirá: “Al menos nos va a distraer de las peleas de ustedes”.
En 1935, cuando Hamsun era El Escritor Nacional para los noruegos (a pesar de que él mismo se consideraba acabado después de recibir el Premio Nobel en 1920), ese idilio indestructible se quebró de golpe, cuando el autor de Hambre y Pan manifestó públicamente sus simpatías por Hitler. En los años siguientes iría mucho más lejos: primero escribiría varios artículos “de propaganda” a favor de los nazis (convencido por su anglofobia furiosa de que el Reich daría a Noruega el rol de primera línea en Europa que Inglaterra le había arrebatado); luego, cuando su país fue ocupado, urgió a los jóvenes de la Resistencia a rendir sus armas; más tarde acudió orgulloso a un encuentro con el Führer en los Alpes austríacos. Y, por si todo eso fuera poco, en 1945 se atrevió a escribir la necrológica de Hitler para un diario noruego, sabiendo que la guerra estaba terminada y que, en breve, él sería acusado de traición a la patria.
Con ese material tan volátil como escasamente comercial y casi sin apoyo de producción, el director sueco Jan Troell reunió en 1996 a Max von Sidow y a un grupo de actores de teatro suecos, se fue con ellos a Noruega y filmó, con el perfil más bajo posible, una película de tres horas, lacónicamente titulada Hamsun, centrada en los años de mayor ignominia del escritor. El propósito expreso de Troell era ofrecer una reflexión sobre las contradicciones del patriotismo. Su secreta intención: que los noruegos volvieran a leer los libros de ese autor que tanto habían adorado primero y tanto despreciaron después.
Hamsun, que tenía ochenta años cuando empezó la guerra, aceptó con buenos ojos el gobierno títere que instalaron los nazis en su país porque le parecía una alternativa infinitamente mejor que caer en manos de los enemigos históricos de Noruega: los británicos y los rusos. A los rusos los detestaba por atrasados y a los británicos por adelantados: fiel a su odio al industrialismo, él vivía como en el siglo XIX, en su granja sin electricidad en las afueras de Norholm. A causa de su sordera y su desdén por los actos públicos, la encargada de recibir los honores locales y extranjeros era su esposa Marie, que había abandonado su carrera como actriz al casarse con Hamsun y que lamentaba amargamente que su marido pusiese más empeño en morir que en escribir. En determinado momento de la película, cuando las tropas nazis llegan a Norholm, Hamsun tiene su revancha: “¿Querías un rol mejor para interpretar? ¡Ahí lo tienes!”, le grita a su esposa. Es que Marie habla alemán, y él no.
Sin embargo, cuando es recibido por el Führer en Austria, Hamsun se niega a llevarla con él. Y va solo al muere: en ese encuentro en el que intentará en vano llevar la conversación hacia el destino que tendrá Noruega después de la guerra, y Hitler sólo mostrará interés por saber en qué momento del día escribe Hamsun y cómo se le ocurrió La bendición de la tierra, se da un notable viraje en la vida de Hamsun. En cuanto Hitler pierde la paciencia y abandona sin despedirse a su invitado, queda sellado su destino: caído en desgracia para el gobierno del colaboracionista Quisling, que ya no lo necesita, y repudiado por el resto de sus compatriotas, que lo ven como el peor de los colaboracionistas, Hamsun queda más solo y más resentido que nunca.
En ese espíritu escribe la necrológica de Hitler. En ese espíritu contempla la rendición de Alemania y espera su detención. A Marie la condenan a tres años de prisión. El ofrece un problema más difícil de resolver (el propio Molotov había transmitido al gobierno noruego en el exilio el pedido de Stalin: que se dejara morir en paz a Hamsun). Se decide trasladarlo a un psiquiátrico donde se lo somete a una lenta, interminable evaluación que determine si el anciano de 86 años está en sus cabales. Hamsun se da cuenta de lo que pretende el gobierno noruego: que él muera antes de que tenga lugar un proceso judicial ignominioso para todos. Pero lo que él quiere es precisamente eso: ser juzgado. Y así se lo hace saber a médicos y enfermeras, a gritos: “¡No estoy senil, al menos no lo estaba cuando entré a este manicomio!”.
A pesar del psiquiatra jefe (que, en su intento por desentrañar el enigma del artista traidor obliga a la encarcelada Marie a confesarle secretos conyugales), Hamsun logra su propósito: es sometido a juicio en los tribunales de Oslo. La sentencia le importa poco: incluso se queda dormido mientras la leen. Para él, el juicio terminó en cuanto hizo su descargo (sin intentar en ningún momento defenderse: lo único que le importaba era que se escuchara su versión de los hechos). Desposeído de sus bienes por el gobierno noruego, repudiado hasta por los niños de su aldea (y repudiando él a Marie, a quien se niega a recibir cuando ella sale de la cárcel), Hamsun decide inesperadamente volver a escribir. Lleva veinte años de nula producción, pero en pocos meses redacta “una obra maestra”. Eso al menos es lo que dice su editor cuando lee el original de Por los viejos caminos (cuyo sugestivo subtítulo es “Con la capacidad mental disminuida”). El editor va a ver a Marie después de leer el libro: no se atreve a enfrentar a Hamsun, decirle que ningún libro suyo podrá publicarse en Noruega, al menos hasta su muerte. Marie mira desconsolada al editor: “¡Entonces no se publicará nunca, porque él no va a morirse! Ya ha hablado con Dios del asunto”.
El empecinamiento del escritor terminará venciendo los temores del editor: en 1949, cuando Hamsun cumple noventa años, el libro se publica finalmente, generando un aluvión de críticas contradictorias. A Hamsun le importa sólo una: la de Marie. Le envía un ejemplar. Le hace saber que la quiere de nuevo a su lado. A esa altura de su vida, a Marie le interesa una sola cosa: descansar. “Todos los años que estuve a su lado no pude dormir, porque papá hablaba a gritos con Dios toda la noche”, le confiesa a uno de sus hijos antes de volver a vivir con su marido.
Hamsun murió por fin, en 1952, a los noventa y tres años. Hasta el día de hoy ninguna calle en Noruega lleva su nombre pero, después del film de Troell, sus libros volvieron poco a poco a editarse y a leerse en su país. Y, lo que son las cosas del mundo capitalista: esas primeras ediciones de Hamsun que nadie en Noruega quería ni regaladas hasta ayer, se venden hoy en Oslo a miles de dólares, y su precio sigue subiendo.
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