Lun 18.05.2009

CONTRATAPA  › ARTE DE ULTIMAR

En diferido

› Por Juan Sasturain

Harto ya de estar harto un día se fue al Tigre, al fondo, bien al fondo, por el Carapachay, y se instaló cómodo, solo y entre sus cosas. Podía laburar en lo suyo desde allí, con el contacto de la lancha diaria y proveedora, con teléfono eventual. Lo que hacía, lo que producía, iba y venía por esa vía: entregaba y cobraba sus manufacturas, contacto mínimo por elección. No quiso tele y apagó la radio, pero tenía su música, sus libros, numerosas asignaturas pendientes esperándolo en la biblioteca. Eso sí: recibía, cada día y con la lancha, el diario. Un anclaje, una manera de no cortar con todo, se dijo.

Sin embargo, el primer día que le llegó el matutino de mayor circulación junto con la leche y el pan cotidiano, lo dejó a un costado, no lo miró, no tuvo ganas. Al otro día igual, pero lo puso encima del anterior, los dejó para después. Así pasó con los siguientes, y a la semana tenía una pilita. Varias veces estuvo a punto de usarlos para alentar las primeras llamas del asado habitual pero se contuvo. Tampoco suspendió la entrega. Intuyó que acaso ese almacenamiento de información cotidiana en suspenso tendría algún sentido, y una noche –al mes de estar en la isla–, relajado y escuchando las Variaciones Goldberg en la segunda versión de Glenn Gould, al observar la prolija pila de papel ordenadamente dispuesta, entendió lo que estaba haciendo sin saberlo: suspender la información cotidiana, no enterarse –digamos– para poder leerla acaso alguna vez toda junta, con una distancia que le diera otra perspectiva. La actualidad en diferido, digamos, si cabe expresarlo así sin escandalizar a la lógica.

A partir de ese momento prácticamente no pensó más en el asunto, siguió en lo suyo y disfrutó del lugar, el laburo, la música y los libros. Estuvo mal o bien consigo mismo y como nunca percibió, fue consciente de los cambios del día y las estaciones, las plantas, el agua y los bichos. Y sobre todo fue consciente de la dificultad de parar su propia máquina mental. Sin embargo, de a poco logró cierta armonía y se entregó con una concentración que no conocía a la lectura y a la música, con la que se desesperó y encontró la paz alternativamente. Lo pasó –en fin– como supo y pudo, pero a solas, sin ruidos de actualidad. Mientras, la pila de los diarios crecía, prolija y a la espera. Cada tanto lo asaltaba la angustia por saber qué pasaba fuera de su circunstancia cotidiana, pero siempre se contuvo en los contactos cotidianos, neutralizó la ansiedad por preguntar, por querer saber. Finalmente decidió que volvería a leer los diarios al cumplirse un año –no antes ni después–, y esa decisión lo relajó aún más.

Entre Gardel, el Antiguo Testamento, Dickens, Faulkner, Tristano, Parker, Onetti, Garcilaso, Schoppenhauer, Borges, la colección de Patoruzito y Misterix, Shakespeare, Pugliese instrumental, Chesterton, Conrad, Arlt, Monk, Bach, Kafka, tres décadas de El Gráfico encuadernadas y un largo etcétera que incluía la mera contemplación, el saludable silencio, el mate siempre y el whisky al atardecer, pasó el tiempo. No sabía si era feliz porque estaba solo, pero sí sabía que antes no lo era acaso por estar demasiado (mal) acompañado.

Finalmente, cuando se cumplió el año, fue hacia la pila y no agarró el último diario, el de ese día, sino el primero, el del día en que había llegado: lo leyó de cabo a rabo y cuando lo terminó tuvo una sensación no por obvia menos extraña. Leer en diferido le cambiaba el sentido a la lectura. No sabía si los políticos que aparecían en primera plana seguían vigentes, si el equipo que había ganado ese domingo y encabezaba la tabla había sido finalmente campeón, si la inflación había trepado tal como se pronosticaba, si el crimen de primera plana seguiría ahí mucho tiempo, si encontrarían al asesino, o si no; si la película anunciada había sido tan buena como se suponía. La respuesta estaba o no en algún lugar de la pila, en algún punto de la serie. Podía espiar, si quería.

Ahí fue cuando tomó su segunda decisión: no espiaría ese futuro ya pasado, no se adelantaría en la lectura, leería uno por día, encararía la lectura como si recién tuviera el diario de ese día en sus manos, experimentaría en sí mismo las reacciones ante la incertidumbre de lo porvenir con la evidencia de que lo que esperaba ya había pasado...

Y así entendió de pronto, en toda su ambigua significación, el doble sentido de diferir: en diferir estaba la idea de postergar pero también de la de diferenciar(se). El que difiere asume la tácita, necesaria diferencia. Al diferir la lectura, el texto y él mismo diferían (no eran los mismos) respecto de su situación original. Y eso –lo supo, lo quiso– estaba bueno. Estaba muy bien esa distancia.

Porque leído así, en cuentagotas, en capítulos diarios, el año cerrado no difería demasiado –otra vez la idea...– de los otros relatos con los que había llenado de lectura (historias reales, ficciones) todo ese tiempo de apartamiento de la actualidad. El diario de un año era un texto narrativo más, complejo y diverso pero que, en el fondo, compartía sus atributos formales con los otros textos. Y en la comparación, y en todos los órdenes, el diario perdía. Si ante una novela se requería, para participar y disfrutarla plenamente, una programática suspensión momentánea de la incredulidad (hacer como que lo que pasaba era “cierto” era el pacto de lectura: creer en (la existencia de) Joseph K y Madame Bovary, no tardó en experimentar la desagradable sensación de que –sin querer– el diario requería una suspensión inversa: para poder aceptarlo (digerirlo) había que suponer que lo que se leía no era cierto ni pretendía serlo... Que sólo suspendiendo momentáneamente la credulidad se podía soportar tanta incoherencia, tanta falsa expectativa creada para nada, tantos caracteres falsamente pintados, tanta historia abierta que cerraba mal, sin desarrollo; tantos temas supuestamente clave que apenas insinuados desaparecían; tantos personajes incoherentes y contradictorios, tanta incongruencia entre la acción descripta y los comentarios del narrador; tanta falsa expectativa defraudada sin aviso ni vergüenza; tanta contradicción no resuelta... Tanto interés requerido al pedo, tantos trucos de cuarta para lograr la atención folletinesca de un lector supuestamente imbécil.

Mirados con la distancia de un año apenas; diferidos los sucesos y personajes de la novela del diario, tuvo finalmente la sensación de una infinita cantidad de energía narrativa desperdiciada para contar tendenciosamente lo innecesario.

Tal vez por eso, tras completar la lectura puntual durante un año de los diarios del año anterior, se detuvo otra vez. Estaba amargado, ansioso, enojado consigo y el mundo, otra vez enfermo. Por eso decidió parar. Se había acumulado una pila equivalente de los diarios de los últimos doce meses pero decidió que la historia que le contaban lo asqueaba. No es que no le interesara cómo seguía; el problema no era la historia –que en el fondo era siempre la misma y la suya también–, sino el cómo del relato. Y ahí se dio cuenta de que, secretamente, la idea de diferir la información, de convertirla en algo equivalente a la historia o a la mera ficción para verla con mayor distancia tenía que ver con su fantasía de salud personal, una coartada, un ensayo, una pelotudez como cualquier otra en la busca de cómo zafar. Es decir: verificó que estaba enfermo, bah, que seguía enfermo. Al parecer, irremediablemente.

Entonces miró la pila nueva que se había formado y calculó a cuánto llegaría en cinco años. Probaría otra vez, pero con un diferido mayor. Acaso así alcanzase alguna vez la serenidad buscada. Lo dudaba. No era un avestruz pero se consideraba con derecho a elegir su enfermedad. Suspiró, agarró La Divina Comedia y al acercarse a la estufa dudó un momento. No, no usaría ningún diario para encenderla. No era hombre de quemar las naves. De quemar nada, en realidad.

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