› Por Mempo Giardinelli
La escena, en la pampa santafesina, entre Esperanza y Rafaela, el domingo pasado. Grupo de amigos, asado criollo, recuerdos de adolescencia y los niños que disfrutan montando caballos mansos, petisos amistosos.
A lo lejos se ven distintas parcelas alambradas: en los campos más verdes la previsible soja, en otros amarillean maíces viejos esperando arados o siembra directa, y hay rollos de alfalfa aquí y allá para el ganado.
En los potreros cercanos, un centenar de vacas holando de ubres rebosantes camina cansinamente hacia el tambo, a unos 500 metros. Allá son ordeñadas y la leche se recoge en un enorme tanque refrigerado, el que todos los días –incluso los domingos, porque las vacas desconocen los humanos goces– es vaciado por un camión que viene a buscar el producto para llevarlo a las fábricas.
El cuadro es hermoso: ésa es la Argentina ideal que por generaciones hemos asimilado. Yo miro todo, además, con la nostalgia de los muchos veranos de infancia que pasé en Carlos Casares, provincia de Buenos Aires. Todos los años, entre diciembre y marzo, con el viejo Ford 40 de mi padre viajábamos desde el Chaco; hacíamos más de 1500 kilómetros en dos o tres días para visitar a la otra parte de mi familia, la mitad vasca y tehuelche de la que descendía mi madre. Entonces, allá, tíos y primos me ponían una boina y yo aprendía a ensillar, a montar y hasta a ordeñar.
Ahora, medio siglo después, siento la fuerte emoción de lo perdido mientras disfruto de la bucólica jornada, todo sol y otoño leve, en prudente silencio. Reglas de educación y urbanidad me imponen esta serena autocensura acerca de cuestiones agrarias.
Bastante más allá de los postres, como a las cinco de la tarde, llegan las facturas casi a la par de la larga tropa de vacas que pasa rumbo a otro potrero, aliviadas las ubres y arrejuntándose en el abrevadero para mitigar su sed.
Y con las facturas, el infaltable mate. Con toda diligencia, preparo un porongo de los grandes, busco una pava y, cuando la voy a llenar de agua, una voz me dice: “No, con esa agua no”. ¿Cómo no? “No, no es buena, es de pozo y aquí los pozos...” Ah, claro, digo yo con cara de “ah, claro, minga”. “Tiene arsénico, así que al mate lo tomamos con agua mineral, o de lluvia, cuando llueve”, me explican. Y alguien más diligente que yo toma la pava, la llena como corresponde y la deposita sobre las brasas, mientras la conversación general fluye, amable y discreta, como para llenar la tarde campestre de palabras adecuadas.
Yo miro hacia las vacas, ahí, arremolinadas en el bebedero, alimentado por una manguera gorda, como de una pulgada. Se turnan para beber, las vacas, mientras yo las miro y evoco el memorable texto de Tito Monterroso que glorifica a las vacas por todo lo que nos dan, pero a la vez que nos acusa por ser tan desagradecidos.
–¿Y ellas? –pregunto, aunque a media voz, como quien se da cuenta de que no debe preguntar lo que pregunta, y medio aflautadito como para que no se note que fui yo el que dijo lo que se dijo.
Tengo la sensación –la ilusión y la esperanza, en realidad– de que nadie se da cuenta. Y en efecto la tertulia continúa, o acaso es sólo una impresión mía y lo que pasa es que todos disimulan. La conversación y el mate ruedan sobre temas pavimentados, y aunque alguna mirada elocuente me reprime, yo sigo diciendo, aunque para mí nomás, que si esas vacas toman agua del bebedero, y el bebedero es llenado con agua de esa manguera que trae el agua del pozo, y ese pozo tiene agua con arsénico, capaz, digo yo, es sólo una conjetura, capaz, digo, capaz que el arsénico va a las vacas, y a la leche de las vacas, y obvio que a la carne de las vacas.
Pero a la vez me convenzo de que no –y esto me lo digo solito, como en un rezo íntimo, digamos–, no ha de ser así, soy un ignorante, ¿de dónde saqué yo que a las vacas se les sube el arsénico a la leche? ¿Eh, de dónde?
Del puro sentido común, quisiera decir. Pero me parece que hace rato que el sentido común es un desaparecido más en la Argentina.
Así que el lunes llamo por teléfono a un reconocido especialista en genética. Es un viejo amigo, que trabaja en programas de una importante universidad del interior asociada a una de Europa. Me responde que el arsénico es necesariamente asimilado por los animales y que se concentra en las grasas. Me informa que hay exportaciones argentinas que han sido devueltas por exceso de agroquímicos. Me dice... Agradezco y corto. Fue tan lindo el día de campo.
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