CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Cada uno a su manera, más o menos silenciosamente, dos de los más grandes humoristas gráficos argentinos de todos los tiempos se han ido retirando en los últimos meses de la actividad: los veteranos Landrú y Quino ya no dibujan/publican o –mejor– ya no dibujan para publicar en los medios periódicos que fueron durante más de medio siglo su hábitat natural. Sin embargo, mirado en perspectiva, la trayectoria y la calidad y cantidad increíble de su trabajo los ratifica vigentes sin fecha de vencimiento. Los dos, muy diferentes entre sí, tienen la cualidad distintiva de haber dejado al humor gráfico argentino diferente de cómo lo encontraron. Y en ese logro innovador fueron claves dos mujeres, las que siempre están –dicen– detrás de los grandes creadores.
Es que el humor gráfico argentino se renovó –en el período que va de la caída de Perón en 1955 a las primeras expresiones de violencia política que terminarían con el baño de sangre de los años setenta– sobre todo de la mano y de la mirada en cierto modo sucesiva de dos mujeres: la Tía Vicenta de Juan Carlos Colombres, Landrú, y la pequeña Mafalda –que podemos suponer sobrina– de Joaquín Lavado, o sea de Quino.
Esa literal señora gorda y esa nena avispada inauguraron –la primera en 1957 y sucesivas secuelas más o menos abruptamente interrumpidas; la nena del moño en 1964– dos variantes fértiles del ejercicio de la inteligencia al servicio del humor, ya que con ellas dos, el humor político y sociológico –si cabe– creció, dio saltos ya imposibles de retroceder.
En plena efervescencia y disolución de la llamada Revolución Libertadora, Landrú –que había hecho sus primeras armas en la efímera Cascabel de la década anterior– sacó Tía Vicenta, su revista barata y loca e introdujo humores nuevos que pusieron el eje en lugares diferentes de los largamente transitados por el costumbrismo. En principio, el tema político. Caricaturista alevoso y con algo de primitivo, se alimentó de los rostros del día: de Perón, granuja depuesto, y del almirante Rojas, enano creciente; del general Aramburu en figura de vaca y de los aspirantes a sucederlo, los políticos Balbín y Frondizi, convertidos en chino y larguirucho narigón, respectivamente. No dejó nada sin comentar incisivamente.
Además de hacer circular el aire fresco en el agobiante cuarto oscuro político, Landrú abrió puertas y sobre todo (se) dio permiso para jugar. En todo sentido. Con la línea, con las ideas, con la imaginación. Trabajó en los límites de la aceptación del lector común, extrañado por la irrupción sin aviso de variantes locas, surreales a menudo, como el humor absurdo y el humor negro. Buen escritor, de oído finísimo, creó sus propios personajes –no historietas– y los ilustró, con una línea entre retro y falsamente ingenua –como Oski– coherentes, indisolubles en palabra y apariencia. De ese momento extraordinario de fertilidad creativa son invenciones como La familia Cateura (obra maestra del humor negro), El señor Porcel, Los pensamientos del Sr. Ricardo Fox, Rogelio, el hombre que razonaba demasiado (variantes del absurdo) y muchos otros.
Pero lo más importante de Landrú fue que dio de trabajar y de dibujar a los más locos talentos de las nuevas generaciones, permitió todo, del jovencísimo e inclasificable Copi al corrosivo Carlos Peralta (Carlos del Peral), del uso de las fotos viejas comentadas a los (falsos) concursos y competencias de taras y mamarrachos sociales. Landrú dejó tirar –por derecha e izquierda– desde todos lados. El joven Nowens dibujaba en cierto momento una historieta llamada Frondizman en la que el flaco presidente era un superhéroe obsecuente que trabajaba para tipos con el sombrero del Tío Sam; los generales hacían cola en la tapa de Tía Vicenta y se preguntaban: “¿Esta es la cola para el golpe?”. Y así todo.
Landrú & Co acompañaron con libérrimo talento esos años de política y economía tan inestables como el frágil orden constitucional que vio caer a los presidentes electos Frondizi e Illia. El romance o la tolerancia con el poder duró casi una década, pues tras el golpe militar de 1966 y la irrupción de la llamada Revolución Argentina de Onganía, Tía Vicenta fue clausurada por primera vez a partir de un chiste que jugaba con las morsas y los bigotes del dictador. Volvería a aparecer –con su propio nombre o con otros sucedáneos– a lo largo de la década siguiente, pero la Edad de Oro de la publicación había pasado, fue ese primer e irrepetible tramo.
De algún modo, la posta de la Tía la recibe la nena de Quino, Mafalda, que como es bien sabido no nació en una revista de humor ni en un diario, como solía suceder con ese tipo de personajes, sino en una revista semanal de actualidad política, un magazine moderno a la manera de Time o L’Express, para lectores informados: Primera Plana. De ahí Mafalda saltaría al diario El Mundo –donde convivió con Tía Vicenta, un tiempo– y después a Siete Días, otro semanario de actualidad. Ya estaba consolidada como personaje cuando en 1966 las tiras se comenzaron a reunir en pequeños álbumes apaisados que echaron las bases de una popularidad inusitada. Los diez tomos de Mafalda –que reúnen la producción total, hasta la interrupción de la tira en 1973– son un corpus tan sólido y coherente como eficaz que se sigue reeditando hasta hoy, y en todo el mundo. La singularidad del fenómeno radica en cómo se produjo semejante expansión y perdurabilidad en el gusto y la aceptación general. Tal vez porque Mafalda –llevada por Quino– supo llegar y retirarse a tiempo.
La criatura de Quino, contestataria y enfant terrible en los inicios, es el ejemplo mayor de “humor inteligente” para la clase media progresista, antiautoritaria, de informado “buen sentido” de ese último tramo de los años sesenta. El trazo diestro y siempre amable, la sutil complicidad, la infalible capacidad de la nena para la empatía con los pareceres de un público incondicional que accede por entonces al “compromiso” y al psicoanálisis mientras en el aire algo indica que la patria avanza entre rebeliones sociales y canciones de protesta hacia la liberación, son el cóctel que el talento infinito de Quino sirve en dosis semanales sin contraindicaciones flagrantes. Mafalda encarna el progresismo, la esperanza en la racionalidad social, la utopía que ve deshacerse en olas de violencia.
Así, durante los años sesenta, mientras avanza la crisis de la nación –el golpe militar periódico, la represión popular, la dependencia económica creciente, la insurgencia ulterior– el humor, todo el buen humor y sobre todo el de estas dos mujeres, va acompañando con registro diverso esos fenómenos, se historiza cada vez más. Esa apelación humorística que se vale de la ironía y la complicidad inteligente invade por otra parte todos los ámbitos –el fenómeno Tato Bores en televisión, María Elena Walsh y Les Luthiers en el escenario– y gana público entre los sectores medios en proceso de radicalización o actualización ideológica, que eligen algunas de esas expresiones humorísticas como punto de referencia para su mirada y sus opiniones sobre el país, la realidad social, el mundo o los valores universales: el caso extremo de Mafalda se repetirá, con variantes, alrededor de los ochenta y las postrimerías de la dictadura con la revista Hum(r).
Así, aunque llegaron a entrar en la década siguiente –Mafalda persistió tres años, Tía Vicenta volvió un par de veces, cada vez más desdibujada– ambos son productos típicos de los sesenta. Un período en el que la realidad sociopolítica con sus dolores y contradicciones daba margen para la esperanza y se sentía que había mucho por hacer y se podía. Y eran posibles la crítica y la disidencia, había márgenes amplios porque no había corrido todavía la sangre. Después, la realidad fue demasiado... Se hizo inmanejable; sobre todo para la criatura de Quino. El autor sintió que ya no podía –no es que no lo dejaran–; que ya no podía lidiar con los ruidos que venían de la calle, síntomas de un tiempo que ya no era aquel en el que Mafalda se había criado. Y saludablemente –para él y para ella– la cortó.
Ahora, ya ni Quino ni Landrú dialogan con sus lectores cada día o cada semana. Y desde hace mucho ni la Tía ni la nena están para comentar lo que pasa. Dijeron, en su momento –esos años sesenta de los que son inseparables– lo que había que decir, y de un modo incomparable.
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